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Cómo superar el miedo en todas las trincheras de la vida, de Mayte Carrasco - Zenda
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Cómo superar el miedo en todas las trincheras de la vida, de Mayte Carrasco

Nadie mejor que una reportera de guerra para reflexionar sobre las situaciones en las que debemos enfrentarnos al miedo. Eso es lo que hace Mayte Carrasco en un libro en el que nos enseña a gestionar una de las emociones más difíciles de sobrellevar en nuestro día a día. En Zenda reproducimos las primeras páginas...

Nadie mejor que una reportera de guerra para reflexionar sobre las situaciones en las que debemos enfrentarnos al miedo. Eso es lo que hace Mayte Carrasco en un libro en el que nos enseña a gestionar una de las emociones más difíciles de sobrellevar en nuestro día a día.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Cómo superar el miedo en todas las trincheras de la vida (Espasa), de Mayte Carrasco.

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MIEDO INDIVIDUAL Y REACCIONES

¿Por qué hablamos de trincheras cuando nos referimos a nuestros miedos?

Las trincheras tuvieron su desgraciado momento de gloria en la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Alemania fue la que inicialmente las utilizó y Francia después siguió el mismo esquema. En breve, las nuevas armas de fuego facilitaron su creación: una ametralladora ubicada en la parte alta de la trinchera podía acabar con batallones en minutos. Una trinchera era un agujero cavado en la tierra en terrenos elevados que les daba a los ejércitos ventaja en el campo de batalla. Esos agujeros podían ser de muchos kilómetros y, en teoría, les ayudaban a resistir y enfrentarse al enemigo.

En la práctica, se convirtieron en lugares donde convivían con las ratas, la falta de comida y de higiene y, especialmente, la enfermedad física y mental. Las neurosis de combate provocaron que los soldados se quedaran paralizados por el miedo a la espera del obús que podía matarlos. La trinchera se convirtió en una trampa.

Construidas para proteger, se volvieron zanjas llenas de angustia y terror, donde la parálisis era la norma.

El instinto de supervivencia

Las trincheras fueron en su día un elemento táctico, pero también el lugar por excelencia en el que el instinto de supervivencia humano se manifestó con crudeza y sin filtros.

Los soldados tuvieron que adaptarse a las condiciones extremas y a menudo inhumanas de la vida diaria, metidos en aquellas zanjas. Se trataba, ante todo, de sobrevivir y dominar constantemente el miedo, esperando la caída de un proyectil o el momento de repeler un ataque sorpresa. Estaban preparados para el combate, para el manejo de las armas; pero el ser humano tenía que lidiar también con un enemigo interior: el miedo, algo con lo que todos nacemos y que nos acompaña durante toda la vida.

Comenzaremos hablando del más útil de los miedos, ese instinto de supervivencia con el que nacemos.

El miedo es un mecanismo que viene de fábrica, incorporado en ese envoltorio que nos acompaña en la vida que es el cuerpo. No solo es un viejo amigo de la humanidad, sino que es algo mucho más importante: su salvador. Si no fuera por él, nos extinguiríamos, porque nos ha permitido sobrevivir a lo largo de la historia. Ese miedo nos alerta del peligro real de perder la vida. Lo llamamos «instinto básico de supervivencia».

Consiste en un pequeño mecanismo disparador que se activa en situaciones de peligro, poniendo en marcha un proceso complejo que es a la vez biológico y psíquico y que nos obliga a estar vivos, porque supedita la vida a la muerte o la desaparición. Si se nos presenta una amenaza, nuestro cuerpo arranca como si fuera un vehículo automático y teledirigido. Se enciende con esa llave incorporada que llevamos y que activa la amígdala, situada en una parte de lcerebro que se llama sistema límbico, un motor responsable de nuestras emociones, memoria e instintos (comportamiento). O sea, una interesante red de neuronas interconectadas que nos llevan a decidir nuestra reacción frente al miedo: atacar, huir, quedarnos paralizados o controlar la situación.

Ese chispazo desencadena una estimulación hormonal, liberando la conocida adrenalina y la noradrenalina en la sangre a modo de gasolina o electricidad, una energía que recorre nuestro organismo y prepara el cuerpo para el ataque o la huida. Todo esto conlleva un subidón de la frecuencia cardíaca, la respiración rápida y la dilatación de las pupilas. Vamos, que ese motor está en marcha y a todo tren, en alerta máxima. A esto los expertos le llaman activar el sistema simpático.

El reporterismo de guerra es una profesión que contraviene este instinto primario, como muchas otras en las que se trabaja en zona hostil (soldados, médicos, espías, personal humanitario). El cuerpo te pide ponerte a cubierto, como es lógico, pero nosotros obligamos a la mente a hacer lo contrario e ir hacia el peligro. Lo nuestro consiste en algo tan ilógico como empeñarnos en ir a ese lugar del que todo el mundo sale corriendo, en contra de las señales que te lanza tu propio organismo para poner pies en polvorosa como cualquier mortal.

Recuerdo aquel día que crucé de forma ilegal la frontera entre Líbano y Siria en mitad de la noche de un frío invierno de 2011. Me acompañaba un joven que formaba parte de la insurgencia y que tenía la terrible misión de cruzar a periodistas, guerrilleros y armas de noche y de forma ilegal, fuera del control del régimen del presidente Bashar al Assad, contra el que libraban una guerra abierta. El chaval me recibió hecho un manojo de nervios y con el corazón a todo tren, con el motor arrancado y el organismo en alerta completa. Recuerdo hasta el día de hoy el fuerte olor que desprendía: no era sudor o mugre, ¡era puro miedo! Podía oler y sentir su terror a dos metros de su cuerpo, lo cual me preocupó bastante.

Había estallado la revolución, los ciudadanos querían libertad, igualdad de oportunidades, el fin del abuso de poder de la secta minoritaria pero dominante, los alauitas. Las plazas de algunas ciudades se llenaban de jóvenes valientes que creían que iban a derrocar a su dictador, como había pasado en Túnez, Egipto y Libia. Y yo quería entrar y contarlo. Conseguí un buen contacto para hacerlo con la red de personas que se encargaban de ayudar a la prensa internacional. Me dijeron que fuera a una casa en el norte del Líbano y de allí me llevaron a las tres de la mañana a campo abierto, donde me dejaron con este chico que iba abrigadísimo, vestido con varias capas de ropa. Yo iba sola y llevaba una simple y vieja mochila; mi atuendo era por completo de negro, incluido un hiyab (pañuelo musulmán) para pasar desapercibida.

Solo lo supe después pero, al parecer, era una misión suicida, pues el chico y yo nos jugábamos la vida y teníamos que atravesar el campo a oscuras y a pie, en silencio total. Apostados en mitad del campo con gafas infrarrojas nocturnas, había tumbados y escondidos francotiradores y tropas de las temidas milicias libanesas de Hezbollah (aliados del Gobierno sirio) que disparaban a todo lo que se movía. A la voz de ¡ya! cruzamos y corrimos semiagachados en mitad de la noche. «Get down! (¡Agáchate!)», me decía entre susurros nerviosos; y así recuerdo caminar sintiendo esa energía de su sistema simpático, el olor de los cedros y la vegetación nocturna.

Yo estaba tan alerta y con las orejas tan abiertas, buscando sonidos extraños que delataran la amenaza, que casi podía escuchar a las plantas hacer la fotosíntesis. Caminamos una media hora, quizás fue menos, pero sudábamos a mares a pesar de la nieve y el frío del invierno. El corazón se nos aceleró cuando vimos una luz a lo lejos, una linterna lejana. El chico se paró, me miró con sus pupilas dilatadas y tocándome el brazo para tranquilizarme me dijo: «Friend» (amigo). Era otro miembro de la insurgencia que nos esperaba con una motocicleta mal camuflada con arbustos rotos. En aquel momento el chico se relajó por fin. Pude sentir su alivio y paz interior. «¡Estoy vivo!», debió de pensar. Muchos de aquellos chavales murieron en los primeros años de guerra, bien a causa de los disparos o mutilados muchos por minas que el Gobierno de Bashar al Assad instaló en aquellas fronteras para impedir la entrada de informadores, combatientes, terroristas, armas y dinero del enemigo.

¿Cómo pudimos procesar el miedo? Fue el fisiólogo Walter Cannon, experto en biopsicología de la emoción, quien acuñó la extendida teoría de reacción de la «lucha o huida» frente al miedo como respuesta a una situación de estrés. Por ejemplo, en la guerra, si suenan los aviones que vienen a bombardear, lo más común es mirar al cielo, accionar las piernas y salir en dirección contraria o buscar un refugio.

Nosotros, aquel día, sentimos miedo, porque es importante vivir el miedo y sentirlo; no hacerlo es considerado una patología, una enfermedad. Nuestro cuerpo se había preparado previamente: habíamos aumentado nuestros sentidos de alerta, la tensión muscular, la frecuencia cardíaca y los niveles de glucosa en la sangre para mejorar el rendimiento físico y mental. Estábamos preparados y con el motor en marcha. Pero ¿qué determinó nuestra reacción? ¿Por qué ninguno de los dos nos quedamos paralizados y abandonamos aquel momento tan peligroso? ¿Qué otros factores influyen a la hora de tomar una decisión u otra?

Más allá del simple instinto de supervivencia, hay muchos otros que entran en juego. Nuestra querida amígdala está conectada con nuestra memoria y con nuestras emociones, y todo lo que hemos aprendido o vivido con anterioridad (incluida la cultura, sociedad, religión y contexto político en el que vivimos) influye mucho a la hora de determinar qué haremos cuando tengamos que enfrentarnos a un peligro. De modo que memoria y emociones juntas, mezcladas en la coctelera del sistema límbico, deciden nuestra reacción frente a una amenaza, pero también frente un cambio o transformación que nosotros consideremos un peligro para nuestra vida o nuestros intereses.

En aquella ocasión ignoramos el instinto básico de supervivencia, y dimos prioridad a las emociones y a la memoria. No decidimos atacar, ni luchar, ni huir; decidimos controlar la reacción, atravesar ese campo viviendo junto al miedo.

Nuestro propósito nos hizo tomar el control de la situación y de nuestra reacción y mi comportamiento en concreto estuvo influenciado por: 1. Mi determinación por cubrir aquella guerra. 2. La memoria de haber cubierto otras con peligro y haber sobrevivido. 3. Crecer como profesional yobtener una exclusiva. 4. Un objetivo humano global, grabar crímenes contra la humanidad y contarlos. Todo aquello condicionó mi respuesta y activó mis piernas, mi mente y mi organismo hacia la acción.

Cada uno de nosotros reaccionaría de forma distinta frente a un peligro similar. Está claro que si estamos en Kiev (Ucrania) y suenan los aviones rusos que vienen a bombardear, salimos todos corriendo al refugio. Pero pongamos que estamos en las Ramblas de Barcelona, y descubrimos al carterista que viene a robarnos y se abalanza sobre nosotros. ¿Salimos corriendo? ¿Le retenemos por la fuerza? ¿Le derribamos? Todo depende.

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Autora: Mayte Carrasco. Título: Cómo superar el miedo en todas las trincheras de la vida. Editorial: Espasa. Venta: Todostuslibros.

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