La anécdota con la que cada martes dan comienzo las Romanzas es protagonizada hoy por Roger Casement, un aventurero irlandés que luchó contra los abusos en el Congo. Fue en aquel entorno donde conoció a los Morton Stanley o a los Joseph Conrad, y su vida, contada por Vargas Llosa tiempo ha, es un cúmulo de excentricidades y relatos pintorescos. El caso es que, en su diario, pocas fechas antes de morir, aparece la siguiente entrada: «Voy a ser ahorcado por una coma». Y efectivamente así fue. Sería ejecutado por alta traición a la Corona, bajo acusación de nacionalismos exacerbados, aunque en el juicio hubo discrepancias. El motivo se hallaba en el estatuto al que se agarraba el fiscal, pues al leerlo había dudas de si el delito contra el rey aplicaba fuera de los límites de su reinado. En concreto, como digo, la culpa era de una coma que salpicaba el texto. Los párrafos decían lo siguiente: «Si un Hombre impone la Guerra contra nuestro Señor Rey en su Reino, o se adhiere a los Enemigos del Rey en su Reino, dándoles ayuda y consuelo en el Reino, o en cualquier otro lugar (…)». Efectivamente, su destino se decidiría de una manera si aquella última marca era una coma, y de otra si pasaba por una simple mancha de tinta. En última instancia, la ortografía dictó sentencia: a Roger Casament le esperaba la horca.
Por tanto, la ortografía es importante, más allá de este caso anecdótico. Demuestra claridad en las ideas, orden en el pensamiento, estructura en el discurso. La ortografía es una marca personal: a veces elegante, a veces aturullada, a veces pulcra, a veces sobrecargada… La ortografía habla, pues, en parte por nosotros. Sin embargo, parecen no darle esta importancia los tribunales encargados de decidir los futuros profesores de Lengua. Estos días se ha hecho viral una noticia que no por más o menos esperada deja de ser escalofriante: en las oposiciones para profesor de Lengua y Literatura se permitirán hasta nueve faltas de ortografía por examen. Como digo, era de esperar, dada la nula importancia que empieza a tener socialmente la ortografía, azuzada por las redes sociales y por una sociolingüística que aboga por el todo vale. Además, este que le habla puede corroborar que la falta de interés viene de lejos: yo mismo, estudiando Filología, vi a muchos filólogos que no sabían escribir, que no habían leído un libro, que no hablaban una palabra de latín, que no sabían quién era, qué sé yo, el Duque de Rivas.
Entramos así en lo de siempre: la degradación constante del sistema educativo, partiendo por esa cúspide que alguna vez fue la universidad. Esa institución cada día más atraída por la productividad, por eso que llaman Plan Bolonia, pero que no es más que un máster de sesenta y cinco mil euros para colocarte en la empresita de turno, y cada día menos por el conocimiento, el saber y las humanidades. Para más INRI, el círculo se retroalimenta: el profesorado al nivel de los alumnos, los conocedores al nivel de los que deben conocer. Un bucle infinito, una pescadilla que se muerde tristemente la cola. Decía Lázaro Carreter que el lenguaje es el andamiaje del pensamiento. Como no tengo por qué dudar del maestro, si así fuese, déjenme avisar: todos a cubierto, edificio en ruinas.
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