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Cómo la calle se moja - Miguel Barrero - Zenda
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Cómo la calle se moja

El eslabón perdido De la ideología Han pasado buena parte de la campaña electoral reincidiendo en su alegato machacón contra «la ideología», en abstracto, y recriminando su influencia sobre las medidas que se adoptan desde diversas instancias gubernamentales. Lo hacen los partidos de derechas cuando, en su afán por corromper el significado de las palabras...

El eslabón perdido

No había oído hablar nunca de Andrés Carranque de Ríos, sin duda porque en vida hizo acopio de las dosis de mala suerte necesarias para que la posterioridad ni siquiera tuviera que plantearse la posibilidad de tenerlo en cuenta. Fue novelista, periodista y actor de cine. También vendió periódicos, ofició de modelo en la Escuela de Bellas Artes y estuvo de aprendiz en una carpintería; además, fue vendedor ambulante, representante de boxeadores, ladrillero, albañil, estibador portuario y mendigo. Tuvo trece hermano, pasó la niñez correteando por los recovecos del Rastro madrileño y apenas cursó estudios primarios. En su adolescencia asaltó tiendas de comestibles. Vivió en Amberes y en París y pasó más de una noche durmiendo a la intemperie en estaciones ferroviarias. Admiró a Pío Baroja, militó en el anarquismo y falleció aún joven, en su ciudad natal, a consecuencia de un cáncer de estómago que se lo llevó cuando caían sobre Madrid las primeras bombas de la guerra civil. Entre 1934 y 1936 publicó tres novelas —Uno, La vida difícil y Cinematógrafo— cuyo recuerdo se había precipitado por los abismos del olvido. La editorial Nocturna acaba de recuperar ahora la última de ellas por ver si el rescate deriva en acto de justicia hacia la memoria de un autor al que cabe reconocerle un talento que quizás habría dado frutos más maduros de haber gozado de más tiempo. Cinematógrafo llegó a las librerías el mismo año que Carranque exhaló su último suspiro. Once años antes había publicado John Dos Passos su Manhattan Transfer, y tres lustros después Camilo José Cela daría a imprenta La colmena. Reconoció este último que había mantenido relación en el Madrid de los años treinta con Carranque, quien es seguro que había leído la novela de Dos Passos en la traducción que hizo al castellano José Robles. Los tres libros configuran una suerte de escala evolutiva, en tanto que Cinematógrafo aprovecha la estructura de Manhattan Transfer y muy probablemente inspiró la que Cela imaginaría para su conocidísima novela. La obra de Carranque se revela, así, como una suerte de eslabón perdido en ese juego de influencias que era conocido en su origen y en su término, pero del que se obviaba este escalón intermedio, ambientado en un Madrid menesteroso que se deja engatusar por la incipiente industria cinematográfica y cuyos personajes deambulan por la ciudad en pos de unas aspiraciones que o bien se malogran por completo o bien no alcanzan a cumplirse del modo que se hubiera deseado. Al igual que ocurre en la obra de Dos Passos, no es nada optimista la visión que da Carranque de una sociedad en la que el precio importa más que los valores y donde el único principio verdaderamente asumido de manera universal es el del sálvese quien pueda. A diferencia de Cela —tan proclive a incurrir en crueldades despectivas—, la mirada que vierte sobre sus personajes está impregnada de una ternura que no elude la crudeza y que sin duda proviene de su identificación con los ambientes y las circunstancias que se suceden en la trama, tan similares a las que él conoció y padeció, tan avezadas a la confrontación entre los deseos y la realidad como lo está el personaje que, al final de la novela, ve caer la lluvia sobre un suelo encharcado y no puede hacer otra cosa que contemplar cómo la calle se moja una y otra vez.

De la ideología

"Es ideólogo el cine de Almodóvar como lo es el de Santiago Segura. Son ideólogas las canciones de Eskorbuto y lo son las de José Manuel Soto"

Han pasado buena parte de la campaña electoral reincidiendo en su alegato machacón contra «la ideología», en abstracto, y recriminando su influencia sobre las medidas que se adoptan desde diversas instancias gubernamentales. Lo hacen los partidos de derechas cuando, en su afán por corromper el significado de las palabras hasta desdibujarlo, menosprecian a unos ciudadanos a los que tratan como perfectos ignorantes y obvian que la ideología no es más que el conjunto de apreciaciones que promueven una determinada toma de conciencia respecto a la realidad y que, por tanto, no hay cuestión que eluda lo ideológico, ni la lista de la compra o la elección del taller a la que uno lleva a reparar el coche. El teatro de Bertolt Brech no es más ideológico que las pirámides de Egipto, ni el Vaticano carece de una intencionalidad similar en proporción a la del Manifiesto comunista. Que ciertos partidos políticos —cuya razón de ser tiene como fundamento los diversos modos de interpretar el mundo— arremetan contra la ideología, en abstracto, no es más que una muestra desaforada de cinismo que busca engañar a la parroquia para engatusarla con los beneficios de una supuesta tecnocracia que a la hora de la verdad no existe y que, llegado el caso, no dejaría de ser otra manifestación ideológica, y de las más peligrosas en tanto que supone abrir la puerta hacia caminos que tienden a conducir a la persecución de las ideas. Es ideólogo el cine de Almodóvar como lo es el de Santiago Segura. Son ideólogas las canciones de Eskorbuto y lo son las de José Manuel Soto. Hay ideología en las manifestaciones feministas del ocho de marzo y la hay en la romería del Rocío. Quienes dicen estar en contra de las ideologías lo que quieren, en realidad, es que nadie pueda defender una distinta de la que ellos pretenden hegemónica.

Aprender a escribir

"Que esto de escribir viene a ser como moverse a tientas por una habitación a oscuras en la que se ha fundido a la bombilla"

Disfruto leyendo Escuela de escritura, el regreso a la novela de Mercedes Abad tras casi una década, y me reconozco en una reflexión de la narradora cuando evoca sus comienzos como profesora en una institución concebida para iniciar a los neófitos en los rudimentos de la escritura literaria: «La primera vez que se pusieron a tomar notas al mismo tiempo me pareció que asistía a una coreografía, todos inclinando aplicados la cabeza y garabateando en sus libretas con la seriedad y la urgencia de quien acaba de descubrir el camino y la luz, en ese caso el truco capaz de convertir una idea cualquiera en una obra maestra, la alquimia del verbo, como diría Rimbaud. No pude reprimirme: me dio la risa floja y aún no me he acostumbrado. Me da la impresión de ser un sacerdote predicando desde el púlpito la palabra de Dios. ¿Qué puñetas he dicho?, es la pregunta que me viene a la mente. Yo, que más bien me llevo a tiros con axiomas y fórmulas y frases rimbombantes.» Es complicado enseñar aquello que uno no está seguro de saber, y no creo que haya nadie, por muchos años que lleve en el oficio, capaz de sistematizar de manera unívoca y eficaz los preceptos de una labor que resulta desde su misma raíz tan libre que ni existe manera de confinarla dentro de unos códigos ni se dan razones por las que tal cosa deba siquiera intentarse. Cuanto más escribo menos seguro estoy de saber hacerlo, y acaso el único modo de continuar con el empecinamiento consista justamente en desaprender lo aprendido o, por decirlo de un modo más metafórico y a la vez más literal, en desescribir lo escrito. Me gusta mucho esa anécdota que cuenta cómo Nicanor Parra, una vez que se vio en el trance de impartir uno de esos talleres de escritura, llegó al aula con un montón de libros bajo el brazo, los posó en la mesa y espetó a sus alumnos: «Ustedes me dirán qué hacemos, porque yo no tengo ni idea.» Es una escena que recreé en las pocas ocasiones en que me he encontrado en esa misma tesitura, y aunque los participantes la interpretan como una humorada o una boutade, en verdad no es más que una expresión desenfadada del desconcierto. Porque cómo va uno a reconocer que se termina de escribir un libro sin saber a ciencia cierta si se acertará a completar otro, y que poco o nada se parece el proceso que culmina en el que acabamos de concluir con el que en su día alumbró el anterior. Que esto de escribir viene a ser como moverse a tientas por una habitación a oscuras en la que se ha fundido a la bombilla, y donde ni siquiera sabemos si habrá unos palos o unas piedras con los que prender una pequeña chispa.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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