La escena cultural con la que abre cada martes esta sección está hoy dedicada, cómo no, a Ebenezer Scrooge, el turbio personaje que Dickens creó para su Cuento de Navidad. Pero dejemos que sea el propio Charles quien describa el alma del tipejo: «El frío de su interior le helaba las viejas facciones, le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los delgados labios; hablaba astutamente y con voz áspera». Efectivamente, Scrooge es un personaje con el espíritu congelado, que odia a los pobres, maltrata a sus empleados y es despótico con sus vecinos. Pero, sobre todo, hay algo que Scrooge odia con todas sus fuerzas, algo que no puede soportar, algo que le repugna; y ese algo son los niños. De hecho, a Dickens se le ocurrió la idea de crear al personaje tras visitar las minas de Cornualles en 1843, y ver así las condiciones infrahumanas en las que tenían que vivir los niños que allí trabajaban. Al autor inglés le pareció indecente que hubiese alguien que no se apiadase de aquellos críos, y es entonces cuando surge, de las cenizas de aquella miseria, el pérfido Scrooge.
Días atrás, un grupo de ecologistas atacó con pintura el parque navideño Cortylandia, un espacio dedicado especialmente a los niños, sito en El Corte Inglés de Preciados, en Madrid. Mi infancia son recuerdos de aquel lugar, idealizado por la ingenuidad de la niñez, claro, pero cómo olvidar aquellos trenes que creíamos ver escapar a ninguna parte, enanos que salían de aquí o de allí sin esperarlo, animales apareciendo entre la maleza para hacernos creer que éramos saludados, pastorcillos que azuzaban el rebaño… Muchos años más tarde pienso en los niños que ahora se suben a los hombros de los que un día también lo fuimos, y entiendo que la memoria estará haciendo hueco para ese espectáculo navideño, almacenándolo con cariño, despreciando el frío y las aglomeraciones, pero respetando con nitidez el calor de estas fechas familiares.
Sin embargo, a esta gente, a estos ecologistas de marca blanca, todo eso de los niños que disfrutan, de la familia que arropa, de los recuerdos que afloran… A ellos todo eso les da igual. Viven únicamente intentando sacarle brillo a su onanismo moral. Creen que están haciendo el bien para el resto del mundo, pero no es cierto: sólo buscan el bien para sí mismos. Como Scrooge, el avaro del cuento de Dickens, ha llegado un momento en sus vidas donde sólo quedan ellos y su egolatría. De hecho, ninguna de estas acciones tendría sentido si no hubiera un corazoncito en Instagram que les calentase el ego y el número de followers. En fin, ojalá a esta gente se les aparezca un fantasma pasado, presente o futuro, tanto da, para hacerles entender que las grandes satisfacciones en esta vida trascienden a uno mismo, y sólo tienen sentido bajo el hecho de ser compartidas. En suma: que cualquier cosa importa más que su egocentrismo. Incluyendo, por supuesto, la felicidad de un niño.
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