Otro quince de diciembre, el de 1979, hace hoy cuarenta y dos años, Joe Strummer es un hombre satisfecho. The Clash, formación de la que es uno de sus miembros más destacados y, junto a Mick Jones, principal compositor de sus canciones —llamarle líder sería ir en contra del espíritu del grupo—, acaba de publicar un álbum que hará historia. Toma su título de la llamada con que la BBC abría sus emisiones a la Europa ocupada durante la guerra, London Calling, y está llamado a ser, según la crítica especializada, el mejor elepé de todo el rock de los años 80.
Ahora bien, más que las ventas, lo que les importa a Strummer y Jones, a la formación al completo, es lo que el London Calling va a suponer en la historia del rock. Ellos mejor que nadie —fueron teloneros de Sex Pistols en sus primeras actuaciones— saben que la catarsis punk ha servido de muy poco. Ciertamente, aquellas formaciones —Yes, Pink Floyd, Jethro Tull, Genesis, King Crimson— que se expresaban mediante suites que perfectamente podían ocupar la cara entera de un disco, o mediante álbumes conceptuales que ocupaban el disco entero; aquellos aburridos contra los que arremetieron Johnny Rotten y Sid Vicious, entre otras cosas porque acercaron el rock a la música sinfónica —olvidando que Chuck Berry en los gloriosos días del rock & roll seminal clamaba contra Tchaikovski y Beethoven en una de sus piezas más encendidas, «Roll Over Beethoven»—; ciertamente, en fin, aquellos “aburridos” se han resentido algo. Puede que sí, que ya estén en el principio de su fin. Pero el rock sigue sonando mayoritariamente al que hacen ellos. The Wall, uno de los grandes álbumes conceptuales de Pink Floyd, es el disco más vendido en medio mundo.
De modo que, a la postre, la catarsis que el punk supuso al rock en el 77 se está quedando en nada. El último mes de junio, desde Estados Unidos, Neil Young, el gran Neil Young, ha contestado a esa muerte del rock que auguran los punkis ingleses con «Hey, Hey, My, My». Canción memorable donde las haya, en ella cita textualmente a Johnny Rotten para contestarle, diciendo que el rock & roll no puede morir nunca.
Todos son buenos chicos, como cuantos aman al rock & roll —en el mundo anglosajón se refieren así al rock entero— de veras. La catarsis punk, sin duda necesaria para insuflar nuevos bríos a la música favorita de la juventud y devolverla al ritmo sincopado de sus orígenes, cuando los aburridos pretendían llevarla a las salas de conciertos, asiste a sus últimos estertores.
La Nueva Ola, con su eclecticismo —en ella caben todos los nuevos estilos, e incluso la nostalgia mod o la del rock & roll seminal—, parece haber engullido el escándalo que provocaban las crestas en el pelo y los imperdibles en el rostro, la versión irreverente del «God Save the Queen» y los escupitajos sobre el público, para convertir el clamor punk en una pequeña provocación mucho más comercial y por lo tanto más comedida.
Strummer y Jones no están de acuerdo con la deriva que han tomado las cosas, y el primero, hoy, es un hombre satisfecho. Sabe que el London Calling va a dotar al punk de una dimensión, más allá del circo, auténticamente revolucionaria. Con ellos, allende las crestas naranjas, el punk cobra una dimensión auténticamente revolucionaria. Sus canciones se alzan contra el racismo, la brutalidad policial, la represión política y social, el militarismo e incluso la Guerra Civil Española. Porque Strummer está tan unido a Granada que cuando este punki —a quien se empieza situar entre el trotskismo y el anarquismo a raíz de todo lo que canta en el London Calling— pase a la Historia, la ciudad andaluza habrá de dar su nombre a una de sus plazas.
Su toma de conciencia no es nueva en el rock. Aunque prohibido en las dictaduras comunistas y denostado por los comunistas de base del mundo entero por sus orígenes estadounidenses, hizo más por acabar con la guerra de Vietnam que toda la izquierda revolucionaria junta. Y a la par, el rock alumbró a los hippies, verdaderos impulsores del nuevo entendimiento que, tras ellos, se irá imponiendo en las sociedades occidentales. Pero tanta concienciación no se veía desde la apoteosis de Dylan de los 60, aunque Pink Floyd, desde siempre pero especialmente en The Wall, hace gala de un compromiso en el que casi nadie repara.
El caso es que Strummer —zurdo, como Jimi Hendrix— hoy está satisfecho porque estima que el punk ha pasado del circo a la barricada. Tan pródigo en mixturas musicales —con el ska, el pop, el soul, el rockabilly o el reggae— como crítico e incisivo en los textos, todos los temas del London Calling son una consigna revolucionaria. Sin ir más lejos, la canción que da título al álbum será definida por la crítica como una “sátira apocalíptica”. Todos los temas están trufados de largos caminos que recorrer y llamadas a la lucha.
Destaca entre tanta indignación una pieza especialmente elocuente, «Death or Glory». En sus versos se hace alusión a las formaciones y los solistas que juraron lealtad al rock & roll. Pero todo se quedó en nada cuando se entregaron al sistema para ganar dinero y comenzaron a criar a sus hijos en una casa burguesa; otros de aquellos juramentados abrazaron las viejas religiones. Seguro que muchos de los antiguos seguidores de The Clash, que escucharon a los mesías de la nueva izquierda española —la del activismo, que no la militancia— citar a la banda londinense en las peroratas con que pastoreaban a las masas, que hasta hace apenas unos años creían en ellos, y luego, apenas pillaron, comenzaron a criar a sus hijos como burgueses; seguro que muchos de los que escucharon a Strummer en Londres de los 80 y vieron aquello en la España de nuestro infausto tiempo, se acordaron de «Death or Glory».
Pero hace hoy 42 años, Joe Strummer era un hombre satisfecho. Con el merecido y encomiable éxito internacional del London Calling, además de llevar el punk del circo a la barricada, la banda —que estaba al borde de la ruina— pagó sus deudas.
Después, lo de siempre: el tiempo pasó. Strummer murió prematuramente —en 2002, con cincuenta años— y el punk, que con él sonaba como el tableteo de una ametralladora, empezó a parecer menos vivo, menos acelerado. Ni los álbumes de los Ramones, que en cuanto al vigor fueron el equivalente a The Clash en Estados Unidos, se han salvado de ese apaciguamiento que, incluso al punk rock, viene a otorgar el curso del tiempo. ¡Muerte o gloria! Death or Glory.
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