Otro veintitrés de febrero, el de 1836, hace hoy ciento ochenta y seis años, el Estado de la Estrella Solitaria, aún en ciernes, se dispone a vivir la gesta más grande de la expansión hacia el Oeste estadounidense. Más aún, uno de los capítulos más gloriosos, empero los matices, de la historia de Estados Unidos.
El pasado mes de octubre, el día dos para ser exactos, la batalla de González —apenas una escaramuza librada en la ciudad de la que toma su nombre, donde se enfrentaron poco más de doscientos hombres sumando a los de los dos bandos— encendió la mecha de la revolución de Tejas. Desde entonces, los defensores del futuro Estado de la Estrella Solitaria, inspirados por Stephen Austin y comandados por Sam Houston, han derrotado a todas las tropas mejicanas a las que se han enfrentado.
Santa Anna, enfurecido, ha dictado un bando por el que se ordena que no se hagan prisioneros entre los colonos estadounidenses —para Méjico lo siguen siendo—, que se les trate como a piratas y, por lo tanto, sean pasados por las armas sin contemplaciones. Ojo a este último dato, que será importante para la comprensión del dramático final de El Álamo.
“El general Santa Anna experimenta los mismos sentimientos que todo buen mejicano siente ante la afrenta sufrida por la república en San Antonio y está realizando los preparativos necesarios para borrar rápidamente la mancha vertida en nuestra querida bandera con sangre de los bellacos extranjeros”, rezaba en un artículo aparecido por aquellas fechas en La Gaceta de Tamaulipas, respecto a la victoria de los rebeldes capitaneados por Jim Bowie —futuro defensor de El Álamo— y James Fannin.
Este de 1836 está siendo un invierno especialmente cruel. Los tejanos no contaban con que Santa Anna avanzase contra ellos. Pero para el general pesa más la afrenta a la patria que las penalidades que la inclemencia del tiempo pueda causar a sus subordinados. Dispuesto a poner fin personalmente a la rebelión, marcha al frente de un ejército de 1800 soldados, que en la noche del 22 de febrero ya es visible desde San Antonio.
Empero la sorpresa, los rebeldes están menos desprevenidos de lo que parece. Green Jameston, un joven abogado de veintinueve años, convertido en ingeniero militar dadas las circunstancias, a instancias de Bowie —quien, desobedeciendo a Houston, ha decidido conservarla como acuartelamiento— ha transformado una antigua misión española conocida como El Álamo en una verdadera fortaleza donde se han refugiado los rebeldes.
Las estructuras más peligrosas, las plataformas de tierra y madera, protegen parcialmente a las piezas de artillería y a sus servidores en todos los puntos estratégicos. Igualmente, Jameston ha dispuesto una empalizada de pesados troncos para taponar una brecha del muro, de unos veinticinco metros, entre la capilla y los barracones. Defendiendo la entrada sur, ha ideado una luneta dotada con cañones. En fin, que hay artillería por todos los flancos. De hecho, el problema de El Álamo, a diferencia de otros fuertes sitiados, no será la escasez de armas y municiones.
Lo que falta en este bastión, por el momento inexpugnable, son tropas para defenderlo. Se trata de una fortaleza de algo más de quinientos metros cuadrados cuya guarnición sólo consta de ciento ochenta y tres valientes. «Hubiera hecho falta un millar de hombres para defenderlo», comentarán los expertos en estrategia. Santa Anna tiene algo más del doble. Los defensores de El Álamo sólo son ciento ochenta y tres. No dejan combatir a los esclavos que se han llevado al sitio —todos son esclavistas, empezando por Sam Houston—, la guerra es un oficio de caballeros. La discriminación resta a los señores tejanos treinta y seis combatientes. Puede que aún no sepan que el enemigo tiene orden de atacar a degüello. Como también puede que, de haberlo sabido, tampoco hubiesen huido.
Además de Bowie, entre los que, consciente o inconscientemente se disponen a morir en los próximos días en El Álamo, se encuentra el coronel William Barret Travis, comandante del puesto, y, por supuesto, David Davy Crockett, también conocido como El rey de la frontera salvaje. No hace ni un año, apenas tuvo noticia de la revolución de Tejas, Crockett decidió abandonar su plácida existencia de congresista en Washington por el estado de Tennessee y dedicarse a explorar la tierra de los rebeldes. Conocedor del verdadero drama del aún naciente ejército del futuro estado —sólo forman en sus filas poco más de doscientos cincuenta hombres—, días atrás ha decidido unirse a ellos en compañía de otros sesenta y cinco paisanos.
“Tenemos una gran fuerza enemiga frente a nosotros, necesitamos hombres y provisiones. Somos ciento cincuenta combatientes decididos a defender El Álamo hasta el fin”, reza el mensaje que Travis envía a Fannin.
De eso se trata precisamente. Hay que defender la plaza hasta el último hombre para retrasar a Santa Anna —que no puede avanzar dejando atrás El Álamo— y dar tiempo a Houston para que pueda organizar el ejército de Tejas.
Aunque no le falta coraje, una mañana tal que la de hoy, pero hace ciento ochenta y seis años, Travis tiene miedo. Las cornetas y los tambores mejicanos tocan a degüello y esa será la suerte de quien se rinda: a los vencidos se les cortará el cuello de oreja a oreja. A partir de hoy y hasta el día seis de marzo, las cargas de los mejicanos, siempre a degüello, a bayoneta calada, se sucederán sin descanso.
Travis cayó en la muralla, llevando a sus compañeros a una muerte que a él le procuró una bala que le atravesó la frente, haciéndole caer, ya cadáver, al patio.
Bowie, que estaba consumido por la fiebre, se levantó de la cama para morir, junto a sus camaradas, enardeciéndoles en el combate con las armas en la mano.
Cuentan que Crockett murió matando, luchando cuerpo a cuerpo. “Vi a un rebelde muy alto, de rosto atezado, con una chaqueta larga de gamuza y gorro sin visera, hecho de piel de zorro, con una larga cola que le colgaba por la espalda”, habría de recordar Félix Núñez, un sargento mejicano. “Aparentemente, estaba embrujado. De los muchos disparos que se hicieron contra él, casi a bocajarro, ninguno le tocó”. Hasta que un teniente de Santana le abrió en dos la cabeza por encima del ojo derecho.
De la muerte de Green Jameston, el improvisado ingeniero que organizó la fortificación de El Álamo, apenas hay noticia. Mordió el polvo como un soldado desconocido.
Sí se sabe de la suerte de Susannah Dickerson, la joven viuda de uno de los caídos. Santa Anna decidió dejarla con vida junto a un esclavo —en Méjico la esclavitud estaba abolida y aquel no había combatido— para que contase toda la crueldad que había visto.
Y tanto fue así que la de El Álamo acabó siendo una victoria pírrica de Santana. Los tejanos, enfurecidos por las crueldades de los mejicanos con sus compañeros y exaltados por su ejemplo, organizaron su ejército y derrotaron a los mejicanos en abril de ese mismo año en la batalla de San Jacinto. Todo un golpe de mano. A los hijos del futuro estado de la Estrella Solitaria les bastaron dieciocho minutos para dar muerte a seiscientos soldados de Santa Anna con las mismas crueldades que ellos habían perpetrado en El Álamo. Así se escribe la historia.
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