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Collodi no existe - Zenda
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Collodi no existe

Pinocho ha vuelto, aunque en realidad nunca se había ido. Lo hace de la mano de Matteo Garrone en la dirección cinematográfica y de Roberto Benigni en el papel de Geppetto. Pero antes, la editorial Navona lo había recuperado en una bella edición que ahora recordamos. Las palabras del gran autor Italo Calvino (1923-1985) lo...

Pinocho ha vuelto, aunque en realidad nunca se había ido. Lo hace de la mano de Matteo Garrone en la dirección cinematográfica y de Roberto Benigni en el papel de Geppetto. Pero antes, la editorial Navona lo había recuperado en una bella edición que ahora recordamos. Las palabras del gran autor Italo Calvino (1923-1985) lo rescatan en su justa medida literaria, que no necesita de autoría ninguna para haberse convertido en un clásico.

Italo Calvino sobre Pinocho, de Carlo Collodi

Pinocho ha cumplido cien años. La frase suena extraña. En dos sentidos: por una parte, no conseguimos imaginar un Pinocho centenario; por otra, resulta natural pensar que siempre ha estado ahí. No podemos imaginar un mundo sin él. No obstante, la exactitud biográfica quiere que comenzara a existir a la vez que el Giornale per i bambini dirigido por Ferdinando Martini, un semanario que, justo en su número inaugural (Roma, 7 de julio de 1881), publicó el primer capítulo de La historia de una marioneta de Carlo Collodi.

Cien años, una fama extendida a todo el planeta y todos los idiomas, la capacidad de sobrevivir indemne a los cambios de gusto, de modas, de lenguaje, de costumbres, sin conocer nunca periodos de eclipse u olvido, en un ámbito, además, tan sujeto al desgaste de las estaciones como el de la literatura infantil. A ello hay que sumar la comitiva cada vez más amplia de seguidores incondicionales entre críticos y autores de la literatura adulta, con una relativa extensión de la bibliografía pinochiana. ¿Qué le falta a este balance para poder considerarlo triunfal? Esto: el sitio que Pinocho ha conquistado en cien años de nuestra historia literaria es el de un clásico, pero un clásico menor. Es hora de que figure entre los grandes libros de la literatura italiana, pues sin Pinocho esta quedaría coja de los ingredientes necesarios. Mencionaré tres de ellos:

A la literatura italiana le ha faltado la novela picaresca —quizá solo la vida de Cellini podría llenar esta casilla, con el permiso de un escogido número de relatos del Decamerón—. A este respecto, Pinocho, libro de vagancia y de hambre, de posadas poco concurridas y de carabineros y horcas, impone el clima y el ritmo de la aventura rufianesca con autoridad y lucidez; como si el género hubiera existido siempre en Italia, y hubiera de perdurar.

Otra laguna propia de nuestro Ochocientos es el romanticismo fantástico y «negro».[2] Collodi, es verdad, no es Hoffmann ni Poe, pero la casita que blanquea en la noche con una niña en la ventana como si fuera una imagen de cera, que cruza los brazos sobre el pecho para decir: «Todos están muertos… Espero el ataúd que me llevará», realmente hubiera sido del gusto de Poe. Como también habría hecho las delicias de Hoffmann, el Hombre de mantequilla que conduce de noche un carro silencioso, el de las ruedas envueltas en estopa y trapos, tirado por doce pares de asnos calzados con botines. Y es que cada aparición se presenta en este libro con una fuerza visual tan grande que permanece en nuestra mente para siempre: conejos negros que transportan un ataúd, asesinos bien abrigados con sacos de carbón que corren y saltan y van de puntillas…

¿Qué lecturas alimentaron en Collodi su gusto por una imaginería romántica y por una incesante metamorfosis (más allá, desde luego, de los cuentos de hadas de la Corte del Rey Sol)?[3] No lo sabemos. No creo que llegara a conocer a los extraordinarios autores alemanes del primer Ochocientos, pero sí, quizá, a uno de sus seguidores: el francés Charles Nodier de El hada de las migajas. Esta historia de iniciación de un joven carpintero protegido por un hada omnipotente que es al mismo tiempo una enana decrépita y la bellísima reina de Saba tiene, ciertamente, algún punto en común con Pinocho, pero cabe decir también que la riqueza, la espontaneidad y la sorpresa de Collodi son mucho mayores.

Tercer motivo: Pinocho es uno de los pocos libros en prosa que, por las cualidades de su escritura, invita a ser recordado palabra a palabra, como si fuera un poema en verso, rasgo que comparte en nuestro siglo XIX solamente con Los novios y con algunos diálogos de Leopardi.[4] En Pinocho, más que un resultado de orfebrería estilística, la escritura parece un don de felicidad natural, una intuición que lleva a no dejar nunca caer una frase gris o inconcreta o sin movimiento rápido. Sobre todo en los coloquios: Pinocho marca en nuestra historia literaria el inicio de la novela articulada completamente en torno al diálogo.[5]

El secreto de este libro, en el que parece que nada esté calculado, que la trama se decida sobre la marcha en cada capítulo de aquel semanario (con diversas interrupciones, una vez como si se hubiera acabado con la muerte de la marioneta colgada, pero ¿cómo era posible pararse ahí?), subyace en la necesidad interna de ritmo, en la sintaxis de imágenes y metamorfosis, que provoca que un episodio tenga que seguir a otro en un flujo dinámico.[6]

De aquí nace la capacidad fecundadora de Pinocho, al menos según mi propia experiencia, porque desde que comencé a escribir lo he considerado un modelo de narración de aventuras, aunque me parece que su influencia —consciente o, más comúnmente, inconsciente— debería tenerse en cuenta para todos los escritores de nuestra lengua, pues el libro de Collodi es de lectura obligatoria después —o antes— del abecedario.

Y de ahí nace también otra característica: la manera en que se anima continuamente al lector a analizar y comentar, desmenuzar y reconstruir, operaciones siempre útiles si se llevan a cabo con respeto por el texto.[7] Pues desde hace tiempo está claro que la marioneta traviesa no sabe resistirse a ese demonio de la interpretación que tiene la irresistible tentación de tomar a los exégetas de su mano. Una ocasión privilegiada para comprobarlo se produjo en el reciente congreso celebrado en Pescia sobre la simbología de Pinocho, cuyas actas se recogieron en un volumen.[8]

La pieza central del libro es un ensayo, ecce puer, de Gian Luca Pierotti, sobre la simbología cristológica en Pinocho. La idea de leer la historia de este hijo putativo de un carpintero como alegoría de Jesucristo no es nueva. Su precedente más inmediato es el libro de Bargellini publicado en 1942, que aquí ni siquiera se menciona.[9] Que la idea ya circulaba ampliamente lo muestra el que exista incluso un chiste no falto de gracia que ha gozado de bastante fortuna en nuestros días. Pero Pierotti va más allá: sus puntos de referencia no solo son los Evangelios canónicos, sino también los apócrifos (en los que la infancia de un Jesús travieso o incluso díscolo ocupa buena parte del texto), las tradiciones y leyendas (como las que hacen referencia a la simbología de la madera: la vara de José, el árbol de Jesé, el de Navidad o el del Edén que se convierte en la madera de la Cruz), aspectos poco conocidos del folclore (como las representaciones sagradas del teatro de títeres en tiempos de Cuaresma que todavía se practicaban en la Florencia de hace cien años) y la iconografía popular (las vírgenes pintadas con el azul del mantillo sobre el cabello, con el caracol como emblema de virginidad). De todo ello resulta que todos los personajes humanos o animales, así como cada objeto y situación en la historia de la marioneta, tienen su correspondencia en los Evangelios, y viceversa. Tampoco falta la circuncisión (de la nariz, picoteada por los pájaros), ni el bautismo (el cubo de agua que le lanza a la cabeza el viejecillo con el gorro de dormir), ni la última cena (en la posada de la Gamba Roja). Herodes se convierte en el titiritero Tragafuegos, e incluso el gorrito de Pinocho hecho de pan adquiere un significado eucarístico. Solo surge alguna duda ante los elementos secundarios, por ejemplo, las peras, con sus peladuras y corazones.

Resulta difícil de imaginar mayor despliegue de prestidigitación. La profusión de correspondencias inesperadas que Pierotti saca de su chistera exegética deja sin aliento. Para construir un esquema narrativo que corresponda a la historia de Cristo, hay que suponer que Pinocho explica el Evangelio tres veces seguidas —con varias lagunas y adiciones poco ortodoxas—, en cada ocasión de manera distinta y variando continuamente las reglas del juego. Lo importante es que toda la operación se conduce con el humor y la ligereza indispensables (de que afortunadamente goza Pierotti) para no caer en la tentación de demostrar que Collodi estaba directamente ligado a la misma vena de inspiración que los evangelistas (ya fueran cuatro o más), o que buscaba contar una historia edificante, o que se hacía eco de una tradición gnóstica.

La única conclusión posible es que el imaginario de una civilización está constituido por un número determinado de personajes que pueden organizarse de maneras muy distintas —pero no de todas las maneras posibles—, de tal forma que dos historias exitosas siempre tendrán puntos en común. Dicho esto, se puede intentar, con más o menos fortuna, la misma aproximación con otras figuras (como hacen otros autores del citado volumen): Pinocho y Dante (Jacqueline Risset), Pinocho y el neoplatonismo (Francisco García Bazán), Pinocho y el tantrismo (Grazia Marchiano) o el Hada de pelo azul e Isis (como propone con más seriedad Elémire Zolla). Naturalmente, la simbología psicoanalítica también está representada, y no solo en las equivalencias más fáciles (la nariz alargada y pecaminosa), sino también en el conflicto entre naturaleza y cultura, con la oposición entre la naturaleza de lo materno-vegetal y la cultura del superego encarnado en el Grillo Parlante (Salomon Resnik) o con los arquetipos jungianos del conflicto senex-puer y de la Gran Madre Conciliadora y el inconsciente (Antonio Grassi).

A todo esto, el gran ausente es el señor Collodi. Parece como si el libro hubiera nacido solo, como su héroe, un trozo de madera, sin ni siquiera un Geppetto que lo puliera. En realidad, cuanto más nos volcamos en Pinocho, más nos interesa la obra y menos su autor, un hombre de quien lo poco que sabemos nos deja indiferentes y lo que permanece en la sombra no provoca ninguna fascinación de misterio. Ni Pietro Pancrazi, uno de los primeros reinvidicadores de la obra,[10] ni Alberto Savinio, que hizo una deliciosa investigación en el pueblo epónimo del nombre del autor,[11] ni la monografía de Renato Bertacchini,[12] ni la biografía de Felice Del Beccaro,[13] ni las contribuciones originales de Tempesti sirven para convertirlo en un personaje interesante.[14] Entonces, ¿cómo le sobrevino la idea de escribir Pinocho? El resto de su producción no puede compararse con esta obra maestra, ni siquiera el libro que escribió a imitación suya: Las aventuras del mono Pipí, una especie de Pinocho al revés, que rechaza la metamorfosis en hombre. Aunque algunas de sus páginas, las que protagoniza el bandolero Golasecca, son de la mejor vena pinochesca, recomendable para todos sus fans…

¿Pero no es exactamente este el destino de toda obra maestra, o al menos de la mayor parte de ellas? ¿Trascender al autor como si fuera un mero canal o instrumento para imponer la propia presencia autónoma e independiente de él? En su comentario a Pinocho, Giorgio Manganelli, uno de los autores italianos más paradójicos, concluye que este autor no existió —o, al menos, que es imposible probar que sí existiera— y afirma que «desde un punto de vista científico, la hipótesis de la existencia del autor es superflua».

Por tanto, es justo que este año se celebre el centenario del nacimiento del personaje en 1881, que estemos dispuestos a celebrar dentro de dos años la primera publicación como libro (1883) y que pospongamos para dentro de nueve años (cuando se cumplirá el centenario de la muerte de Carlo Lorenzini en 1890) la cuestión de si Carlo Collodi existió realmente.

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Autor: Carlo Collodi. Traductor: Pilar González. Título: Pinocho. Editorial: Navona. Venta: Todos tus libros, AmazonFnac y Casa del Libro.

***

[1] 1. Texto publicado en La Repubblica, 19-20 de abril de 1981 y reproducido también en Italo Calvino, Saggi 1945-1985, edición de M. Barenghi, vol. I, pp. 801-807. (N. de la T.)

[2] Los recientes intentos de documentar el relato fantástico del siglo XIX italiano nos convencen de que es mejor no hablar de ello.

[3] Carlo Collodi tradujo al italiano los Contes des fées de Charles Perrault: I racconti delle fate (1875). (N. de la T.)

[4] En mi opinión tampoco hay muchos ejemplos extranjeros: en Francia hay que esperar a Flaubert.

[5] Fernando Tempesti, en un ensayo muy rico de datos que figura en la introducción del Pinocho de la Universale Economica Feltrinelli, sostiene que las fuentes del dialogado pinochiano se encuentran en el teatro popular toscano de Stenterello.

[6] Para dibujar un análisis estructural, Gérard Genot tuvo que recurrir a un sistema de «secuencias» y «macrosecuencias».

[7] Según esto, la interpretación más apropiada es la que ha llevado a cabo Manganelli (Pinocchio: un libro parallelo, Einaudi) reescribiendo, literalmente, palabra por palabra, sin suprimir el texto original.

[8] «Cera una volta un pezzo di legno», la simbologia de «Pinocchio», Fondazione Carlo Collodi, Emme Edizioni, Milán, 1981.

[9] Piero Bargellini, La verità di Pinocchio, Morcelliana, Brescia, 1942. (N. de la T.)

[10] Pietro Pancrazi, Venti uomini, un sátiro e un burratino, Vallecchi, Florencia, 1923. (N. de la T.)

[11] Alberto Savinio, «Collodi», en Almanacco dei visacci, Vallecchi, Florencia, 1939, pp. 81-82 y «Collodi», en Narrate, uomini, la vostra storia, Adelphi, Milán, 1942. (N. de la T.)

[12] Renato Bertacchini, Carlo Collodi, Marzorati, Florencia, 1962. (N. de la T.)

[13] En Le avventure di Pinocchio. Edizione nazionale in occasione delle onoranze a Carlo Lorenzini (Collodi), Vallecchi, Florencia, 1955. (N. de la T.)

[14] Fernando Tempesti, Chi era Collodi, come è fatto Pinocchio, Feltrinelli, Milán, 1982.

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