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Claus y Lucas, de Agota Kristof - Zenda
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Claus y Lucas, de Agota Kristof

Claus y Lucas, de Agota Kristof (Libros del Asteroide), es ya un clásico sobre las heridas físicas y morales del siglo XX europeo. Una trilogía de novelas que siguen las vivencias de dos hermanos que experimentan los horrores de la guerra y los totalitarismos. Publicado a finales de los años ochenta y compuesto por El...

Claus y Lucas, de Agota Kristof (Libros del Asteroide), es ya un clásico sobre las heridas físicas y morales del siglo XX europeo. Una trilogía de novelas que siguen las vivencias de dos hermanos que experimentan los horrores de la guerra y los totalitarismos. Publicado a finales de los años ochenta y compuesto por El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira, el tríptico Claus y Lucas es un retrato poliédrico de la complejidad humana que transpira inocencia y crueldad.

En un país en guerra ocupado por un ejército extranjero, Claus y Lucas han sido abandonados por su familia y puestos al cuidado de su abuela, a la que sus vecinos llaman la Bruja. La barbarie del convulso mundo en el que viven les lleva a emular la crueldad que ven en él. De una inteligencia superior, serán capaces de utilizar cualquier recurso para sobrevivir, pero una vez asegurada su supervivencia intentarán poner remedio a muchas de las dramáticas situaciones que les rodean. Los distintos caminos que terminan eligiendo al final de la guerra marcarán sus vidas para siempre.

Agota Kristof (Csikvánd, Hungría, 1935), abandonó su país por motivos políticos en 1956 para instalarse en Suiza. Recibió importantes galardones por esta obra, como el Alberto Moravia en Italia, el Gottfried Keller y el Friedrich Schiller en Suiza y el premio austriaco de Literatura Europea.

Zenda publica las primeras páginas de esta novela, considerada una obra maestra.

La llegada a casa de la abuela

Venimos de la gran ciudad. Hemos viajado toda la noche. Nuestra madre tiene los ojos rojos. Lleva una caja de cartón grande y nosotros dos una maleta pequeña cada uno con su ropa, además del diccionario grande de nuestro padre, que nos vamos pasando cuando tenemos los brazos cansados.

Andamos mucho rato. La casa de la abuela está lejos de la estación, en la otra punta del pueblo. Aquí no hay tranvía, ni autobús, ni coches. Solo circulan algunos camiones militares.

Apenas hay transeúntes, el pueblo está silencioso. Se oye el ruido de nuestros pasos; caminamos sin hablar, nuestra madre en medio, entre nosotros dos.

Ante la puerta del jardín de la abuela, nuestra madre dice:

—Esperadme aquí.

Esperamos un poco y después entramos en el jardín, rodeamos la casa, nos agachamos debajo de una ventana de la que vienen las voces. La voz de nuestra madre dice:

—Ya no tenemos nada que comer en casa, ni pan, ni carne, ni verduras, ni leche. Nada. No puedo alimentarlos.

Otra voz dice:

—Y entonces te has acordado de mí. Durante diez años no te has acordado. No has venido ni has escrito.

Nuestra madre dice:

—Sabe muy bien por qué. Yo quería a mi padre.

La otra voz dice:

—Sí, y ahora te acuerdas de que también tienes una madre.

Llegas y me pides que te ayude.

Nuestra madre dice:

—No le pido nada para mí. Solo me gustaría que mis hijos sobreviviesen a esta guerra. Bombardean la ciudad día y noche, y ya no hay nada que comer. Evacúan a los niños al campo, a casa de parientes o de extraños, a cualquier sitio.

La otra voz dice:

—Solo tenías que enviarlos a casa de algún extraño, a cualquier sitio.

Nuestra madre dice:

—Son sus nietos.

—¿Mis nietos? Ni siquiera los conozco. ¿Cuántos son?

—Dos. Dos chicos. Gemelos.

La otra voz dice:

—¿Qué has hecho con los otros?

Nuestra madre pregunta:

—¿Qué otros?

—Las perras tienen cuatro o cinco cachorros cada vez. Se quedan uno o dos y a los demás los ahogan.

La otra voz se ríe muy fuerte. Nuestra madre no dice nada y la otra voz pregunta:

—¿Tienen padre, al menos? No estás casada, que yo sepa. No me invitaste a tu boda.

—Sí que estoy casada. Su padre está en el frente. No tengo noticias de él desde hace seis meses.

—Entonces ya puedes ponerle una cruz.

La otra voz se ríe de nuevo, nuestra madre llora. Volvemos a la puerta del jardín.

Nuestra madre sale de la casa con una vieja.

Nuestra madre nos dice:

—Esta es vuestra abuela. Os quedaréis con ella un tiempo, hasta que acabe la guerra.

Nuestra abuela dice:

—Puede ser mucho tiempo. Pero yo les haré trabajar, no te preocupes. La comida no es gratis aquí tampoco.

Nuestra madre dice:

—Os mandaré dinero. En las maletas está su ropa. Y en la caja, sábanas y mantas. Sed buenos, pequeños. Os escribiré.

Nos besa y se va llorando.

La abuela se ríe muy fuerte y dice:

—¡Sábanas y mantas! ¡Camisas blancas y zapatitos de charol!

¡Ya os enseñaré yo a vivir, ya veréis!

Le sacamos la lengua a nuestra abuela. Ella se ríe más fuerte aún, dándose palmadas en los muslos.

La casa de la abuela

La casa de la abuela está a cinco minutos andando de las últimas casas del pueblo. Después ya solo queda la carretera polvorienta, pronto cortada por una barrera. Está prohibido ir más lejos, un soldado monta guardia allí. Tiene una metralleta y unos prismáticos y, cuando llueve, se mete dentro de una garita. Sabemos que más allá de la barrera, oculta entre los árboles, hay una base militar secreta, y detrás de la base, la frontera y otro país.

La casa de la abuela está rodeada por un jardín al fondo del cual corre un río, y después está el bosque.

En el jardín tiene plantado todo tipo de verduras y árboles frutales. En un rincón hay una conejera, un gallinero, una pocilga y una caseta para las cabras. Hemos intentado montar al lomo del cerdo más gordo, pero es imposible permanecer encima.

La abuela vende las verduras, las frutas, los conejos, los patos y los pollos en el mercado, así como los huevos de las gallinas y patas y quesos de cabra. Los cerdos se los vende al carnicero, que le paga con dinero, pero también con jamones y salchichones ahumados.

También hay un perro para ahuyentar a los ladrones y un gato para cazar ratas y ratones. No hay que darle de comer, para que tenga hambre siempre.

La abuela posee también una viña al otro lado de la carretera.

Se entra en la casa por la cocina, que es grande y está caliente. El fuego está encendido todo el día en el hogar de leña. Junto a la ventana hay una mesa enorme y un banco de rincón. En ese banco dormimos nosotros.

Desde la cocina, una puerta lleva a la habitación de la abuela, que siempre está cerrada con llave. Solo va la abuela por las noches, para dormir.

Existe otra habitación donde se puede entrar sin pasar por la cocina, directamente desde el jardín. Esa habitación está ocupada por un oficial extranjero. La puerta también está cerrada siempre con llave.

Bajo la casa hay una bodega llena de cosas de comer y, debajo del tejado, un desván donde la abuela ya no sube desde que le serramos la escalera y se hizo daño al caer. La entrada del desván está justo encima de la puerta del oficial, y nosotros subimos con la ayuda de una cuerda. Allí es donde guardamos el cuaderno de las redacciones, el diccionario de nuestro padre y los demás objetos que nos vemos obligados a esconder.

Pronto nos fabricamos una llave que abre todas las puertas y hacemos unos agujeros en el suelo del desván. Gracias a la llave, podemos circular libremente por la casa cuando no hay nadie y, gracias a los agujeros, podemos observar a la abuela y al oficial en sus habitaciones, sin que se den cuenta.

La abuela

La abuela es la madre de nuestra madre. Antes de venir a vivir a su casa no sabíamos que nuestra madre aún tenía madre.

Nosotros la llamamos abuela.

La gente la llama la Bruja.

Ella nos llama «hijos de perra».

La abuela es menuda y flaca. Lleva una pañoleta negra en la cabeza. Su ropa es gris oscuro. Lleva unos zapatos militares viejos. Cuando hace buen tiempo va descalza. Su cara está llena de arrugas, de manchas oscuras y de verrugas de las que salen pelos. Ya no tiene dientes, al menos que se vean.

La abuela no se lava jamás. Se seca la boca con la punta de la pañoleta cuando ha comido o ha bebido. No lleva bragas. Cuando tiene que orinar, se queda quieta donde está, separa las piernas y se mea en el suelo, por debajo de la falda. Naturalmente, eso no lo hace dentro de casa.

La abuela no se desnuda jamás. La hemos visto en su habitación, por la noche. Se quita una falda y lleva otra debajo. Se quita la blusa y lleva otra blusa debajo. Se acuesta así. No se quita la pañoleta.

La abuela habla poco. Salvo por la noche. Por la noche, coge una botella que tiene en un estante y bebe directamente a morro. Al cabo de poco se pone a hablar en una lengua que no conocemos. No es la lengua que hablan los militares extranjeros, es una lengua completamente distinta.

En esa lengua desconocida, la abuela se pregunta cosas y ella misma se responde. A veces se ríe o bien se enfada y grita. Al final, casi siempre, se echa a llorar, se va a su habitación dando traspiés, se deja caer en la cama y la oímos sollozar mucho rato por la noche.

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Autora: Agota Kristof. Traductoras: Ana Herrera y Roser Berdagué. Título: Claus y LucasEditorial: Libros del Asteroide. VentaAmazonFnac y Casa del Libro.

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