Me cae bien Ana Pastor, la presidenta del Parlamento español. Sólo he conversado con ella dos veces, pero creo que es eficaz y honorable, y por eso me enternecen los disgustos que se lleva. Los esfuerzos que hace para controlar, o limitar al menos, la zafiedad y la grosería de algunos políticos que han tomado el palacio de las Cortes por un patio de facultad, una taberna de borrachos o una porqueriza donde criar cerdos.
No debe de ser fácil lidiar, por ejemplo, con la soez condición populista del diputado Cañamero, que suele confundir la carrera de San Jerónimo con una feria de animales y gañanes, o con la asombrosa estolidez intelectual del diputado Rufián, cuyo oportunismo y desvergüenza crean verdaderas obras maestras para YouTube. Aunque es justo reconocer que no se trata de elementos aislados, sino que forman parte de un conjunto o una tendencia. De unas maneras nuevas, pintorescas, dispuestas, como hacen los chuchos, a mear territorio. A hacerse también su hueco y su clientela. A darle un aspecto nuevo al viejo negocio de medrar y trincar.
Pensaba en eso el otro día, viendo imágenes de un pleno municipal, no sé en qué ciudad española. Y allí estaba la cámara, en la sala noble, mostrando a un sujeto en pleno discurso, vestido con una camiseta y un pantalón corto, largando con una grosería verbal y un desparpajo escalofriantes. Fue eso lo que me hizo pensar en Ana Pastor y sus problemas de protocolo. Y los que vendrán, me dije. Al final acabarán subiendo a la tribuna del Parlamento en pantalón corto y chanclas. Y de algo estoy seguro: nadie se atreverá a prohibirlo. Ni siquiera a reprochárselo. Porque es lo que tenemos y vamos a tener: la ausencia de educación, la falta de respeto a las instituciones, sin considerar que por imperfectas que sean, por mucho golfo con balcones a la calle que anide en los escaños, degradarlas es una ofensa a los ciudadanos que sí creen en tales instituciones. Incluso a quienes votaron a esos nuevos representantes para que hagan oír su voz en ellas.
Y no se me cuelguen de lo fácil. Hay gente en camiseta perfectamente honrada, y corbatas llevadas por desvergonzados ladrones de traje a medida, gentuza atildada que ha robado sin escrúpulos. Naturalmente. Pero hoy hablo menos de honradez, aunque también, que de educación y maneras. Y de nuestra responsabilidad en todo eso, pues todos nosotros, por acción u omisión, somos causa de que unos y otros estén allí. Hay quien vota a Rufián y a Cañamero, hay quien vota a los que saquearon Cataluña envueltos en la señera, hay quien vota al partido del chófer, la cocaína y las putas, o al de ese don Tancredo que decía «sé fuerte, Luis» al sinvergüenza de su amigo Bárcenas. Y hay quien no vota a nadie; pero no por resultado de un proceso intelectual que lo lleve al escepticismo, sino por apatía, desidia, indiferencia. Porque prefiere quedarse en casa viendo el fútbol.
No es verdad que no nos representen. Nos representan todos ellos, los unos y los otros. Los decentes, y también los corruptos y los guarros de ambos sexos. Da igual que digan usted y su señoría o que eructen su zafiedad y baja estofa: todos representan a la España que los ha votado. Aunque esa España sea un lugar grotesco y a ratos bajuno, es una democracia. Alguna vez escribí que de poco aprovechan las urnas si quien vota es un analfabeto sin criterio, presa fácil de populistas y sinvergüenzas. Pero también es cierto que a ese analfabeto llevamos varias generaciones fabricándolo con sumo esmero y entusiasmo suicida. Somos lo que nosotros mismos hemos hecho de nosotros. La marca España.
Por eso no conviene olvidar que a esos parlamentarios y políticos los hemos llevado hasta allí ustedes y yo. Entre los españoles hay ciudadanos dignos y honorables, pero también gentuza. Y la gentuza tiene, naturalmente, derecho a votar a los suyos. Eso prueba que somos una democracia representativa, porque es imposible representarnos mejor. Nuestros diputados son el trasunto de millones de ciudadanos que los eligieron. Podemos protestar al verlos manifestar nuestras más turbias esencias, podemos asistir boquiabiertos al repugnante espectáculo que dan, podemos, incluso, ciscarnos en sus muertos más frescos. Pero no debemos mostrarnos sorprendidos. Esto es España, vivero secular de pícaros y criminales, donde ser lúcido, valiente u honrado aparejó siempre mucha desgracia y gran desesperanza. Un Parlamento sin gentuza, lleve corbata o lleve chanclas para rascarse a gusto las pelotillas de los pies, no sería representativo de lo que también somos. Así que ya saben. A disfrutarnos.
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Publicado el 4 de junio de 2017 en XL Semanal.
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