Foto de portada: Olivier Roller.
Clara Dupont-Monod (París, 1973) es una escritora y periodista francesa. En 2021 obtuvo el premio Femina con Adaptarse, que ha sido publicada en España por Salamandra con traducción de Pablo Martín Sánchez. Esta novela, ambientada en un entorno rural, comienza con la llegada al mundo de un niño con un alto grado de discapacidad. Clara Dupont-Monod, con una delicadísima escritura, narra la relación que cada uno de los hermanos entabla con este niño: el amor sin límites del hermano mayor, la rabia de la hermana de en medio y los lazos que estrechará el último en nacer con su hermano fallecido.
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—No se imagina lo que he llorado con su libro.
—¿Con el hermano mayor?
—Sí, es mi parte favorita. Pero empecemos por el principio. ¿Cuál es el origen de esta historia?
—Es un origen autobiográfico, porque en mi familia tuvimos un niño discapacitado, que era mi hermano. Tenía la misma discapacidad que aparece en el libro, pero para mí no fue algo triste. Adoré aquella experiencia porque te obliga a ser más tolerante, más lenta, te obliga a adaptarte, y pienso que la cuestión que atraviesa todo el libro y a todos los personajes es: si hay que adaptarse al inadaptado, ¿quién es el inadaptado? Es decir, nosotros, los “normales”, entre comillas, somos tan discapacitados como los discapacitados cuando estamos frente a ellos. No sabemos cómo hablarles, si tenemos que levantar la voz, cambia también la forma de comer, no les gustan los portazos, ni los ruidos…Todo esto nos obliga, por tanto, a adaptarnos al inadaptado.
—Llama la atención el uso del término inadaptado, frente a otros como discapacitado, para referirse al niño. Es un término que ya aparece en la primera frase del libro, que dice así: «Un día, en una familia, nació un niño inadaptado». ¿Por qué optó por esta palabra?
—Fue por razones musicales. Cuando escribo tengo una relación extremadamente musical con la lengua. Y discapacitado (handicapé) no es bonito. Es áspero. Diferente ya es un poco más suave, pero me gusta inadaptado porque es también una idea que nos remite a nosotros, los adaptados, cuando en realidad todos somos inadaptados.
—Desde la primera frase, el tono de esta novela recuerda al de una fábula. ¿Era esa su intención?
—Sí, totalmente. Lo que quería reflejar con mi escritura es el cuento, y por eso la primera frase retoma el ritmo de los cuentos. Me gusta la idea del cuento como página en blanco. Por ese motivo los personajes del libro no tienen nombre. Si se fija en los cuentos, son todo sobrenombres, pero no nombres: Pulgarcito, Cenicienta, Caperucita Roja, Blancanieves… El hecho de que los personajes no fuesen nombrados me permitía tener una página en blanco para que el lector se proyectase, y también creaba un equilibro con el aspecto tan específico de la historia, porque hay una especificidad geográfica: estamos en las Cevenas, que es un lugar muy concreto de Francia. También la historia de un niño discapacitado que nace en una familia tiene muchas especificidades, así que era necesario contrarrestarlo con algo mucho más abierto.
—¿Tuvo la tentación de empezar esta historia con “Érase una vez…”?
—Sí, pero no lo hice porque era demasiado evidente.
—En las fábulas los animales representan arquetipos. ¿El orden de nacimiento de los hermanos también establece arquetipos?
—Sí, y por eso creo que los hermanos son un tema literario apasionante y, a mi modo de ver, no lo suficientemente explotado. Lo interesante, precisamente, es que los hermanos responden a arquetipos inamovibles. Eres el mayor para siempre, eres el benjamín para siempre, y eres el de en medio para siempre. Pero también se da exactamente lo contrario. Hay una plasticidad extraordinaria que hace que, con los trances de la vida, esos papeles se reinventen sin cesar, y así hay un benjamín que se comporta como un hermano mayor, hijos que se comportan como padres, o un hermano mayor que se comporta como un niño pequeño.
—A propósito del hermano mayor, escribe usted: «En una ocasión, un profesor le preguntó qué le gustaría ser cuando fuese adulto». Y él responde: «Hermano mayor». Curiosa profesión la de hermano mayor.
—Al igual que le sucede a usted, el hermano mayor es mi preferido, pero es también el que más perturba a los lectores porque adopta una misión que va más allá de su condición de hermano mayor. Tiene una cosa que me gusta mucho, y es que es el más revolucionario de los tres, como se ve cuando muere el hermano pequeño. Vivimos en una sociedad en la que constantemente nos dicen que el movimiento es positivo, que hay que pasar página, hacer el duelo y seguir adelante. Y el hermano mayor dice: “No”. Hay que ser muy valiente para decir “no” a eso. Él se aleja del mundo y dice: “Yo he amado una vez, y ha sido tan poderoso y tan doloroso que para mí es suficiente, así que me quedo en este recuerdo y en esta nostalgia”. En último término, no es algo tan triste. Es una opción que él elige. No se casará y no tendrá hijos ni amigos. Esto es algo que también nos perturba porque se valora mucho hoy en día estar rodeado de gente. Por eso él es tan revolucionario. La hermana sigue más la norma y se casa y tiene hijos. Es una persona mucho más combativa, pero en realidad es mucho más estándar. Yo adoro al hermano mayor porque dice: “Esta condición de hermano mayor me ha aportado tanto dolor como alegría y amor”. Y eso me parece genial.
—Es usted autora de varias novelas históricas, con personajes como Leonor de Aquitania o Ricardo Corazón de León. ¿Cómo ha sido el proceso de escritura de esta novela tan intimista con respecto a sus obras anteriores?
—Pienso que uno escribe siempre el mismo libro. Si se analizan los textos que he escrito sobre la Edad Media, el papel de la naturaleza es idéntico al de Adaptarse, esa idea de que la naturaleza no pide perdón, que es majestuosamente indiferente, pero que tampoco condena, esa idea de humildad del ser humano frente a la naturaleza y no a la inversa. Todo esto está presente en mis novelas medievales, al igual que la idea de los hermanos. En La révolte, es Ricardo Corazón de León el que cuenta la historia de Leonor de Aquitania, así que es un hijo que habla de su madre a sus hermanos. Pero en lo relativo a la historia de Adaptarse, creo que hay un momento en la vida en que la alegría por haber conocido a alguien es más fuerte que la tristeza por haberlo perdido. Ese día resulta posible escribir una novela. No creo que se escriba nunca para hacer el duelo. No existe la escritura terapéutica, no al menos en el caso de una novela. Pienso que sucede al contrario: solo cuando hemos hecho el duelo podemos escribir.
—Este libro se divide en tres partes, marcadas por la relación que cada uno de los hermanos establece con el niño inadaptado. La primera parte es la del amor desmedido del hermano mayor. La segunda, la de la rabia de la hermana de en medio. La tercera, la del último en nacer, para quien la ausencia del niño va a ser una presencia muy fuerte. ¿Cuál fue la parte que le resultó más difícil escribir?
—En verdad, ninguna de las tres. De hecho, tengo el recuerdo de una gran alegría. Es la primera vez que me ha sucedido algo así. Escribir un libro, en general, suele ser bastante difícil, y con los otros tuve que bregar con el tema. Pero de este tengo recuerdos exclusivamente sensoriales. Recuerdo que escribía y que sentía frío, hambre, calor… No me di cuenta de que, al escribir, me ponía en el lugar del niño, que tiene una percepción del mundo únicamente sensorial, puesto que no puede reflexionar, ni hablar, y su acceso al mundo se hace a través del oído y del tacto. Fue genial para mí. Estaba muy contenta de reencontrar esos fantasmas. Creo que vivir sin alguien es muy diferente de vivir con el recuerdo de alguien, así que reanudar el contacto con el niño, brindarle un libro, sentir el calor del sol y escuchar el ruido del río por medio de la escritura fue algo maravilloso. Solo la literatura te permite algo así.
—La variedad de texturas y de sonidos que describe en el libro es amplísima. ¿Cómo se preparó para poder detallar todas esas sensaciones con las que el hermano mayor pretende que el niño conozca el mundo?
—Fue algo bastante loco y un poco obsesivo. Mis padres viven en las Cevenas y yo soy de allí, así que estoy familiarizada con el lugar. Crecí con un padre que les ponía nombres a las piedras, así que el elemento mineral de la naturaleza forma parte de mí. Además, cuando creces en una región como esa, la naturaleza es como una amiga y vigilas su humor. Si el cielo se pone gris oscuro y hay una tormenta, te tienes que adaptar. Hay un vínculo muy íntimo con la naturaleza. De hecho, hay gente que vive junto al mar que me ha dicho: “Es curioso, nosotros tenemos la misma relación con el mar que sus personajes con la montaña. Conocemos sus caprichos y cuando va a portarse bien, y ajustamos nuestra vida en función del color del mar o del viento”. Hubo alguien incluso que me dijo: “La montaña es el mar en sólido”, lo cual es muy bonito. Lo que quiero decirle, por tanto, es que yo ya tenía esa complicidad con la naturaleza, y además me fui a escribir a las Cevenas. Ahí la naturaleza y yo nos hicimos una. La primera ráfaga de viento eran tres líneas de texto. Después me iba a la orilla del río y era una página. Me concentraba en las sensaciones y buscaba la palabra exacta. Fue un trabajo de inmersión muy intenso. El problema es que no he logrado salir de ahí y, cuando vuelvo a las Cevenas a ver a mis padres, no puedo estar en la naturaleza sin que se me ocurran páginas y páginas. Es como si la novela me hubiese robado una especie de inocencia. Ahora cada ruido o cada ráfaga de viento me parece una escena de Adaptarse y empiezo a escribirla en mi cabeza, y me temo que es algo que durará mucho tiempo.
—¿Es este libro, entre otras cosas, un canto de amor a la naturaleza y, en particular, a las Cevenas?
—Es una tierra que adoro, aunque no es generosa. A mí me gustan las naturalezas ásperas, difíciles, incómodas, y la idea de adaptarse también vale para esto. No se trata solo de adaptarse a un niño discapacitado, sino también a esa naturaleza inmensa. Ahí se establece una relación que hemos perdido con la naturaleza. Durante demasiado tiempo le hemos pedido que fuese ella la que se adaptase a nosotros y estamos pagando el precio por ello.
—Hay un momento en que la abuela le habla a la hermana del mundo de su infancia y de los criaderos de gusanos de seda que había conocido, y dice usted: «La muchacha, maravillada, intentaba imaginar el ruido que podían hacer cien mil orugas mordisqueando cien mil hojas de morera». Pero la abuela le dice que no se esfuerce, que el progreso se lleva consigo muchos ruidos.
—Es verdad, y usted mismo puede hacer la prueba. Cuando estamos con un niño, todavía tenemos el reflejo de decirle: “El tren hace chu-chú”. Pero no es cierto, el tren ya no hace chu-chú. Hay ruidos como este que ya no tenemos, pero no pasa nada, tendremos otros nuevos. La abuela no se refugia en la nostalgia. Eso es algo que me gusta, y de nuevo estamos en lo sensorial. En este caso, el paso del tiempo se expresa a través del oído. El otro día un amigo me contó que les había dicho a sus hijos: “Vamos a ver una película en DVD”. Los niños, que tienen nueve años, preguntaron: “¿Qué es un DVD?”. Y este amigo me decía: “Es terrible, ya nunca más tendremos ese ruido”. Se refería a ese ruido que hacía el disco al meterlo en el ordenador, que es un poco como el que hacían los disquetes. ¿Se acuerda usted también del ruido de las casetes en el magnetoscopio? Hacían chac-chac al meterlas. Todo eso son ruidos que hemos perdido.
—Escribe usted: «A un niño fuera de la norma le correspondía un saber fuera de la norma, pensaba. Aquel ser no iba a aprender nunca nada, pero iba a enseñar mucho a los demás». ¿Es Adaptarse una novela de aprendizaje?
—Sí, absolutamente. Es un aprendizaje de tres niños junto a un ser que no tiene conocimiento, y eso es lo bonito. Creo que esta novela puede leerse también como un alegato por la diferencia. Le aseguro que se sale mucho menos estúpido de una experiencia como esta, y es terrible que la sociedad –al menos en Francia, no sé cómo será en España– no sea nada inclusiva. En la calle no se ven ciegos ni gente en silla de ruedas, y además no podrían avanzar por las aceras. No se hace nada por esa gente. En Francia hay una torpeza administrativa casi criminal, cuando lo que se debería hacer es ayudar a las familias. Piense que un 20% de los franceses tienen algún tipo de discapacidad. No es una cifra menor. Y ahí están esas familias valientes, en la sombra, que rellenan impresos y que suplican que alguien les ayude en la escuela y en los transportes, o que les reembolsen el coste de los tratamientos, y que tienen que soportar varios meses de espera. Es una situación infernal.
—Precisamente sobre este asunto dice usted: «Los diferentes molestaban. No había nada previsto para ellos. Los colegios les cerraban la puerta, los transportes no estaban equipados, la red viaria estaba llena de trampas. El país ignoraba que, para algunos, un escalón, un bordillo o un agujero eran sinónimo de precipicio, de muralla o de abismo».
—Es cierto, y lo que resulta conmovedor es que, al haber tenido el libro tanto éxito, mucha gente ha venido a darme las gracias por contar ese día a día del que no se habla, porque estas familias no hacen ruido ni se manifiestan, sino que están ocupadas buscando una solución para sus hijos. Es una labor que admiro enormemente, y lo mínimo que podía hacer era rendir homenaje a esos héroes silenciosos.
—En el libro también aborda el sentimiento de vergüenza por la mirada de los demás. Hay un momento en que dice: «Los otros permanecían a su alrededor, aquellos mismos otros que habían levantado, con una simple mirada, un muro entre su hermano y el resto del mundo». Y más adelante dice: «Había tenido que renunciar a invitar a casa a sus amigas. ¿Cómo iba a invitarlas con semejante ser allí? Le daba vergüenza».
—Quería que la hermana expresase la brutalidad que supone también el nacimiento de una persona discapacitada, porque tampoco es algo que debamos idealizar. Me gustaba la idea de que superase los obstáculos y de que acabase por aceptar la situación, pero no había que eludir esos obstáculos. Son cosas de las que nunca se habla, como la vergüenza por la mirada de los otros al ir con el carrito por la calle. Ese “los otros” te remite sin cesar a una norma de la que has sido privado. Por eso hay un momento en que la hermana ve un anuncio en la tele con un eslogan que dice: “Rechaza lo banal”, y las piedras dicen: “Ella habría dado su vida por lo banal”. No quería dejar de lado ese sentimiento, como tampoco el del desagrado físico que siente hacia el niño. No quería que esto fuese un tabú. El miedo hay que escucharlo, porque si no lo escuchas no lo puedes vencer. Si lo apartas diciendo: “Eso no está bien”, culpabilizas a la persona y así no se puede avanzar. Ese desagrado que ella siente es legítimo. Le parece brutal la situación y lo es. Le parece injusta y lo es. Le parece desagradable y también puede serlo. Hay que dejarle la posibilidad de que le resulte desagradable. A fin de cuentas, la mirada también se educa y, si nadie le ha dado el manual de instrucciones, no la puedo culpar por sentir todo eso.
—Yo vivo en Lisboa y me parece que en su novela se trasluce, por el cariño que sienten la abuela y la hermana por Portugal, que tiene usted un vínculo profundo con este país.
—Sí, con el pueblecito del que habla la abuela, Carrapateira, que existe realmente y que está en el sur de Portugal. Es un lugar donde nadie lee, lo cual está muy bien, porque así nadie sabrá que lo he citado (risas).
—Al contrario, creo que si se enterasen estarían muy orgullosos.
—Puede ser. En cualquier caso, es un lugar que existe y que conozco muy bien porque voy allí a menudo. Portugal es un país maravilloso. Creo profundamente –y así lo dice el hermano mayor, si no me equivoco– que hay un vínculo entre las personas y los lugares, que hay un lugar que te define. Hay una fuerza identitaria, en el sentido noble del término, que ata a una persona a un lugar. A veces se producen flechazos con los lugares, como me sucedió a mí con Portugal. Es algo que no se explica, pero sientes que estás exactamente en tu lugar. Es como encontrar a alguien en medio de una multitud. No sabes por qué, pero es como si hubiese alguna fuerza misteriosa. De hecho, pienso que no es casualidad que en francés solo haya una letra de diferencia entre vínculo (lien) y lugar (lieu), porque en verdad un lugar de alguna forma nos define.
—En el libro menciona usted los gofres de naranja de Portugal. He preguntado a varios portugueses si los conocían, porque me encantaría probarlos, pero nadie había oído hablar de ellos.
—Lo de los gofres de naranja es porque quería que la abuela estuviese vinculada a un sabor, porque todo el libro está escrito con una obsesión: renunciar al vocabulario psicológico y emocional; no escribir nunca, por ejemplo, “estaba alegre” o “estaba triste”, sino encontrar la correspondencia sensorial que permitía expresar esa emoción o ese sentimiento. Por eso, la abuela tenía que estar asociada a un sabor. También está asociada a un olor, que es el azúcar avainillado mezclado con las castañas. Para mostrar el sufrimiento de la hermana, hay una escena en la que se pelea con un árbol y después se mete en el agua fría. Ahí la rabia tiene el tacto del agua fría. Tenía que haber siempre esa correspondencia sensorial. Y con la abuela son los gofres de naranja, que en realidad solo probé una vez en Carrapateira. Pero, como en el sur de Portugal hay cítricos, me dije: “Bueno, puede servir” (risas).
—Uno de los aspectos más llamativos de esta novela es la elección del narrador. ¿Por qué optó por las piedras para narrar esta historia?
—Para empezar, porque son nuestras amigas. Cuando vives en la montaña, vives con las piedras. Estaban allí antes que tú y seguirán allí después que tú. Es una presencia permanente que te sobrevivirá. En ese aspecto son como una vieja dama a la que se respeta. Aparte de esto, las piedras de un muro simbolizan para mí los hermanos y la familia, es decir, un muro puede derrumbarse, pero lo reconstruiremos, nos adaptaremos y se formará un nuevo equilibrio. En ese sentido tenían ese valor simbólico. Y, por último, las piedras me permitían, narrativamente hablando, tomar la distancia adecuada. De los tres años que tardé en escribir esta novela, me pasé la mitad, un año y medio, buscando la distancia adecuada. Corría el riesgo de caer en lo sensiblero, porque es la historia de un niño discapacitado que va a morir y no quería caer en la trampa de lo emocional, en el pathos, pero tampoco en la frialdad del aspecto clínico. La distancia adecuada me la proporcionaron las piedras. Hice una primera versión en la que los niños hablaban en primera persona, pero no funcionaba. Hice otra versión sin las piedras en las que solo había “él, ella, él”, pero era demasiado fría. Y cuando di con las piedras, que son los testigos, que no juzgan, que tienen una especie de ternura benevolente, que lo han visto todo y nada les espanta, me dije que era perfecto. Eran mi coro de viejas damas.
—Dice usted: «Nadie es consciente de esta paradoja, que las piedras ablandan a los seres humanos».
—Sí, porque está claro que pueden servir de proyectiles y ser peligrosas, que son duras y que podemos hacernos daño con las piedras, pero ¿quién aparte de ellas construye muros y casas para protegernos? ¿Quién tiene ese valor de testigo milenario y esa solidez? Me encanta la idea de que nos van a sobrevivir y de que están ahí desde siempre.
—¿Siempre tuvo claro que solo iba a contar la vivencia de los hermanos y no la de los padres?
—Sí, quería que los padres quedasen de fondo, como sombras chinescas. Lo único que tenía claro es que el libro se terminaría con una sonrisa de los padres. No sabía muy bien cómo se llegaría ahí, pero estaba segura de que esa sería la última frase y así lo hice. Pero más allá de eso, a mí lo que me interesaba eran los hermanos, porque es lo que conozco. Yo he sido la hermana de un niño discapacitado, y tengo hermanos y hermanas con los que tengo una relación magnífica. Pero ser madre de un niño discapacitado no sé lo que es.
—¿Qué lugar ocupa usted en el orden de nacimiento de sus hermanos?
—En el libro he mezclado las cartas, pero en la vida real yo soy la mayor.
—Es que ese primer capítulo del hermano mayor es maravilloso.
—Sí, para mí también lo es, pero en verdad el libro es un autorretrato en tres partes. En la novela las he compartimentado: el mayor es el amor sin límites, la hermana de en medio es la cólera, y el último en nacer es la reparación, pero en la vida real todo está mezclado. Yo amé profundamente a aquel niño, pero también estuve resentida con él y, como hermana mayor, también traté de reparar todo aquello.
—Ha mencionado la sonrisa final de los padres y yo creo que es algo que se traslada al lector. Este es un libro que se empieza llorando y que se acaba sonriendo.
—Muchas gracias. Es un cumplido muy hermoso.
—Hay un momento en que dice del hermano mayor: «Dejó de leer y se centró en las ciencias. Las ciencias, al menos, no hacían daño». ¿Leer puede hacer daño?
—Sí, pero la literatura está hecha a veces para explorar zonas que nos resultan desconocidas. Yo, a mi pesar, no soy nada científica ni matemática, no tengo nada de lógica, y me dije: “Haré del hermano mayor lo contrario de mí. Se le darán bien las ciencias”. También era una forma de decir que el niño ya le aporta tantas emociones potentes que, si añade más, explota. Me encantaba la idea de esa relación exclusiva entre él y el niño, aunque nos resulte perturbadora. Pero que sea perturbadora es lo que la hace interesante, que no necesite aportes exteriores, ya sean amigos, interacciones sociales o libros. Es lo opuesto a mí; yo necesito libros todo el tiempo. Él es lo suficientemente fuerte como para decir: “No los necesito”. Para mí el mayor es el más potente de los tres. Es un héroe para mí. Hay un momento en que llega a decir: “He organizado mi vida, tengo un trabajo que me permite ganar algo de dinero y que no me falte de nada, me organizo para que algunos compañeros me inviten a su casa y no pasar los domingos solo, y no necesito hacer nada más”. ¿Se da cuenta de la sangre fría que hay que tener para esto? Yo adoro al hermano mayor. Me habría encantado tenerlo como amigo.
—¿Hay libros que a usted le han hecho daño?
—(Se queda pensativa) No. Hay libros que me han hecho llorar, eso sí, pero llorar no es hacer daño. Está bien llorar, es una emoción. Creo que con los libros tenemos una relación de amistad. Si diese con un libro que me hiciese daño, pienso que lo dejaría. ¿Qué clase de amigo es alguien que te hace daño? Ese no es un amigo.
—El hermano mayor renuncia a los libros, pero hay uno que le conmueve especialmente. Escribe usted: «Recordó el impacto que había experimentado cuando su profesora de Literatura les había hecho estudiar el mito de Tristán e Isolda. […] el hermano mayor, que prefería las matemáticas a la literatura, sentía sin embargo debilidad por aquellos dos amantes». Según tengo entendido, Tristán e Isolda es un libro por el que usted siente predilección.
—Sí, es mi favorito.
—¿Por qué le gusta tanto?
—Porque Tristán e Isolda es un texto que lo dice todo de nosotros, pero con siglos de antelación. Cuando se dice que la Edad Media es un periodo oscuro, bárbaro, brutal, no es cierto. La Edad Media es luz, saber, fantasía, arte. Es extraordinaria. La Edad Media lo inventó todo. Además, al contrario de lo que se cree, es un periodo extremadamente elegante, moralmente hablando. En todo caso, es mucho más elegante que el nuestro, porque el siglo XX, en materia de barbarie, creo que se lleva la palma. Y en los textos como Tristán e Isolda está todo dicho sobre el amor, la traición, los celos, la familia, el odio, la desposesión o el sentido de la guerra. Y los personajes son de una modernidad increíble. Todo el mundo se ha olvidado del rey Marcos, que es el marido de Isolda, que se enamora de ella sin necesidad de filtro y que nunca llega a estar resentido con ella. Él es el rey y podría, con un chasquido de dedos, cortarles la cabeza, pero no. No le reprocha nada a su mujer e intenta comprenderla. Es un hombre y un rey desgraciado, y lo asume. Es de una potencia increíble. Me parece sublime. Lea Tristán e Isolda y ya verá. Es divertido y es trágico. Es una locura de texto.
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