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Ciudad de los sueños, de Don Winslow - Zenda
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Ciudad de los sueños, de Don Winslow

Don Winslow, probablemente el autor que mejor ha sabido adentrarse en las cloacas de las mafias surgidas al calor del siglo XXI, publica la segunda parte de la trilogía que arrancó con Ciudad en llamas. En esta segunda entrega, el protagonista huye de la Costa Este, donde tanto la mafia como el FBI y la...

Don Winslow, probablemente el autor que mejor ha sabido adentrarse en las cloacas de las mafias surgidas al calor del siglo XXI, publica la segunda parte de la trilogía que arrancó con Ciudad en llamas. En esta segunda entrega, el protagonista huye de la Costa Este, donde tanto la mafia como el FBI y la policía quieren matarlo, y se refugia en California. Allí tratará (inútilmente) de rehacer su vida.

En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Ciudad de los sueños (HarperCollins).

***

PRIMERA PARTE

En alguna tierra abandonada

Rhode Island
Diciembre de 1988

Exiliados ahora, en busca de un hogar
en alguna tierra abandonada.

Virgilio,
Eneida, Libro III

1

Salen poco después de que amanezca.

Un viento frío del noreste —¿acaso hay otro?, se pregunta Danny— sopla del océano como si quisiera echarlos a patadas. Danny y su familia —o lo que queda de ella—, detrás en varios coches su banda, a cierta distancia unos de otros para no parecer lo que son: una caravana de refugiados.

Marty, su viejo, va cantando.

Adiós, muelle de Prince’s Landing,
río Mersey, adiós.
Voy rumbo a California…

Danny Ryan no sabe bien adónde van; solo sabe que tienen que largarse de Rhode Island.

No es dejar Liverpool lo que me apena…

No es de Liverpool de donde se marchan, sino de la puñetera Providence. Tienen que alejarse de la familia mafiosa de los Moretti, de la policía de la ciudad y la del estado, de los federales… Prácticamente de todo el mundo.

Es lo que pasa cuando se pierde una guerra.

Danny no se lamenta, aun así.

A pesar de que su mujer, Terri, murió hace apenas unas horas —el cáncer se la llevó como una tormenta parsimoniosa pero implacable—, no tiene tiempo para la pena: lleva a un niño de año y medio dormido en el asiento trasero.

… sino, amor mío, pensar en ti…

Habrá una misa, piensa, habrá un velatorio y un entierro, y yo no estaré allí. Me atraparían la policía o los federales o, si no, los Moretti, entonces Ian se quedaría huérfano del todo.

El niño duerme pese a los gañidos de su abuelo. No sé, piensa Danny, quizá esa vieja canción irlandesa sea una nana.

No tiene prisa por que el niño despierte.

¿Cómo voy a decirle que no va a volver a ver a su madre, que «está con Dios»?

Si es que crees en esas cosas.

Y él ya no está seguro de creer.

Si existe Dios, piensa, es un cabrón cruel y vengativo que ha hecho pagar a mi mujer y a mi niño por lo que he hecho yo. Creía que Jesús había muerto por mis pecados, es lo que decían las monjas. Claro que quizá mis pecados superen el límite de crédito de su tarjeta.

Has robado, se dice, has dado palizas. Has matado a tres hombres. Al último lo dejaste muerto en una playa helada hace cerca de una hora. Pero él intentó matarte primero.

Sí, cuéntate ese cuento, que aun así sigue estando muerto. Que aun así sigues siendo tú quien lo mató. Tienes mucho por lo que rendir cuentas.

Eres un narcotraficante, ibas a poner en circulación diez kilos de heroína.

Ojalá nunca hubiera tocado esa mierda.

Sabías que era un error, piensa ahora mientras conduce. Puedes poner todas las excusas que quieras: que lo hacías por sobrevivir, por tu hijo, por tener una vida mejor, que ya lo compensarías de algún modo más adelante. Pero la verdad es que aun así lo hiciste.

Sabía que era una barbaridad, que estaba inundando de maldad y sufrimiento un mundo ya rebosante de ambas cosas. Y que iba a hacerlo mientras veía a su mujer morirse de cáncer con un tubo por el que circulaba esa misma mierda conectado al brazo.

El dinero que ganara sería dinero manchado de sangre.

Por eso, minutos antes de matar al policía corrupto, Danny Ryan había tirado al mar dos millones de dólares en heroína.

*

La guerra había empezado por una mujer.

Al menos así es como lo cuenta casi todo el mundo: dicen que la culpa la tuvo Pam.

Danny estaba allí ese día, cuando ella salió del agua, en la playa, como una diosa. Nadie sabía que aquella doncella de hielo, blanca, anglosajona y protestante era la novia de Paulie Moretti. Ni que este la amaba de verdad.

Y si Liam Murphy lo sabía, poco le importó.

Claro que a Liam nunca le había importado nada, aparte de sí mismo. Solo pensó que ella era una mujer hermosa, y él, un hombre hermoso y que por tanto debían estar juntos. Se apoderó de ella como de un trofeo que hubiera ganado solo por ser él.

¿Y Pam?

Danny nunca entendió qué veía en Liam ni por qué se quedó tanto tiempo con él. Siempre le había caído bien; era inteligente, divertida, parecía preocuparse por los demás.

Paulie no pudo soportarlo: perder a Pam, que le pusiera los cuernos con un guaperas irlandés.

El caso era que hasta entonces irlandeses e italianos se habían llevado bien. Eran aliados desde hacía varias generaciones. Marty, el padre de Danny —que por suerte se ha quedado dormido y ahora ronca en lugar de cantar—, fue uno de los hacedores de esa amistad. Los irlandeses tenían los muelles, y los italianos, el juego, y se repartían los sindicatos. Juntos mandaban en Nueva Inglaterra. Estaban todos en la misma fiesta en la playa cuando Liam intentó ligar con Pam.

Cuarenta años de amistad rotos en una noche.

Los italianos dejaron a Liam medio muerto de una paliza.

Luego, Pam se presentó en el hospital y se fue con Liam.

Y así comenzó la guerra.

La mayoría de la gente culpa a Pam, claro, piensa Danny, pero la verdad es que Peter Moretti llevaba años queriendo hacerse con el control de los muelles y utilizó como pretexto la humillación sufrida por su hermano.

Eso ya no importa, se dice Danny.

Da igual por lo que empezase la guerra, el caso es que ya ha terminado.

Y nosotros hemos perdido.

No solo los muelles y los sindicatos.

También ha habido pérdidas personales.

Danny no era un Murphy, estaba emparentado por matrimonio con la familia que mandaba en la mafia irlandesa. Aun así, era poco más que un soldado raso. John Murphy y sus dos hijos, Pat y Liam, manejaban el cotarro.

Ahora John está en una cárcel federal, a la espera de que lo procesen por narcotráfico y lo manden a prisión de por vida.

Liam ha muerto, abatido por el policía al que luego mató Danny.

Y a Pat, el mejor amigo de Danny —su hermano, más que su cuñado—, lo asesinaron. Un coche se lo llevó por delante. Arrastraron su cuerpo por las calles, desollándolo hasta dejarlo irreconocible.

A Danny le rompió el corazón.

Y Terri…

A ella no la ha matado la guerra, piensa Danny. Al menos no directamente, pero el cáncer apareció después de que asesinasen a Pat, su hermano del alma, y a veces Danny se pregunta si no sería ahí donde se originó. Como si la pena que le brotaba del corazón se le hubiera extendido por el pecho.

Dios, cuánto la quería…

Aunque en aquel mundo la mayoría de los tíos follaban con unas y otras o tenían amantes o «amiguitas», él nunca había engañado a su mujer. Era fiel como un golden retriever, y Terri hasta le tomaba el pelo por eso, aunque no esperaba menos.

Danny y ella estaban allí el día que apareció Pam. Estaban tumbados juntos en la playa cuando emergió del agua con la piel brillante de sol y sal. Terri le vio mirarla y le dio un codazo, y cuando volvieron a casa hicieron el amor con frenesí.

El sexo entre ellos —aplazado durante mucho tiempo porque eran católicos irlandeses y porque ella, además, era hermana de Pat— siempre había sido placentero. Danny nunca había necesitado buscar satisfacción fuera del matrimonio, ni siquiera cuando Terri cayó enferma.

Menos aún cuando cayó enferma.

Las últimas palabras que le dijo antes de sumirse en el coma terminal inducido por la morfina fueron:

—Cuida de nuestro hijo.

—Lo haré.

—Prométemelo.

—Te lo prometo —contestó él—. Te lo juro.

*

Mientras cruza New Haven por la interestatal 95, repara en que los edificios están decorados con guirnaldas gigantescas. Las luces de las ventanas son rojas y verdes. Un árbol de Navidad enorme sobresale de una plaza rodeada de oficinas.

Navidad, piensa Danny.

La puta feliz Navidad.

Lo había olvidado por completo, se había olvidado del chiste estúpido y repugnante que hizo Liam sobre la heroína y el soñar con una blanca Navidad. Aún falta una semana o así, ¿no?, piensa. ¿Qué más da? Ian es todavía tan pequeño que no se entera, ni le importa. Quizá el año que viene… Si es que hay año que viene.

Así que hazlo ya, se dice.

No tiene sentido posponerlo, no se hará menos amargo con el tiempo.

*

Sale de la autopista en Bridgeport y sigue una calle en dirección este hasta llegar al océano. O, al menos, al estrecho de Long Island. Se detiene en un aparcamiento de tierra junto a una cala.

Unos minutos después llegan los demás.

Danny sale del coche. Se sube el cuello de la trenca, a pesar de que le agrada el afilado aire invernal.

Jimmy Mac, su amigo desde que iban al parvulario, baja la ventanilla. Cada año que pasa está más rellenito; tiene el cuerpo como un saco de ropa sucia, pero es el mejor conductor del negocio. Pregunta:

—¿Qué pasa? ¿Por qué te has desviado?

Suéltalo de una vez, se dice Danny. Dilo ya, sin rodeos.

—He tirado la heroína, Jimmy.

La sorpresa de Jimmy se hace visible en su rostro fofo y cordial.

—¿Qué cojones, Danny…? ¡Era nuestra única oportunidad! ¡Hemos arriesgado la vida por esa droga!

Y no deberíamos haberlo hecho, se dice Danny.

Porque era una trampa.

Desde el principio.

Frankie Vecchio, un lugarteniente de los Moretti, había acudido a ellos con la proverbial oferta imposible de rechazar. Estaba a cargo de un alijo de cuarenta kilos de heroína que Peter Moretti les había comprado a crédito a los mexicanos. Creía que los Moretti iban a quitarle de en medio y le propuso a Danny que robase el cargamento.

A él le pareció una oportunidad de asestarles el golpe de gracia a los italianos y poner fin a la guerra.

Por eso me lancé a hacerlo, piensa ahora.

Robar los cuarenta kilos fue fácil.

Demasiado fácil, joder, ese era el problema.

Un federal, un tal Phillip Jardine, estaba compinchado con los italianos. El plan era conseguir que los Murphy robaran el cargamento para luego detenerlos. La mayor parte de la heroína volvería a manos de los Moretti.

Era todo una trampa para acabar con los irlandeses.

Y había funcionado.

Picamos, piensa Danny: nos tragamos el anzuelo, el sedal y la plomada.

Los Murphy acabaron detenidos y los Moretti se quedaron con la droga.

Menos con los diez kilos que había escondido él.

Era su red de seguridad, el dinero de la huida, los fondos que les permitirían escabullirse hasta que las cosas se calmaran.

Solo que Danny se los ha entregado al océano, al dios del mar.

Jimmy se limita a mirarlo fijamente.

Ned Egan se acerca. El guardaespaldas de Marty es ya un cuarentón. Tiene la robustez de un hidrante y es aún más duro. A Ned Egan nadie le toca los huevos, ni siquiera bromea con tocárselos, porque él solo ha matado a más gente que el colesterol.

Marty se queda en el coche: no va a salir con el frío que hace. Años atrás, había hombres hechos y derechos que se cagaban de miedo con solo mentarles a Marty Ryan, pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora es un anciano medio ciego por las cataratas y casi siempre borracho.

Otros dos tipos se acercan.

Sean South no podría parecer más irlandés ni con una pipa en la boca y un traje verde de duende. Con su pelo rojo encendido, sus pecas y su aspecto pulcro y aseado, parece tan peligroso como un gatito recién nacido, pero si le das motivo, te pega un tiro en la cara y luego se va a tomar una cerveza y una hamburguesa.

Kevin Coombs lleva las manos metidas en la misma chupa negra de cuero que usa desde que Danny lo conoce. Tiene el pelo castaño, largo hasta los hombros y desgreñado, barba de tres días y parece el típico macarra de la Costa Este. Si a eso le sumas su afición a la bebida, ya tienes el combo completo: irlandés, católico y alcohólico. Pero si necesitas a alguien que arrime el hombro, ahí está Kevin.

A Sean y Kevin los llaman «los Monaguillos». Les gusta ir por ahí diciendo que dan «la última comunión».

—¿Qué pasa, jefe? —pregunta Sean.

—He tirado la heroína —dice Danny.

Kevin parpadea. No se lo puede creer. Luego se le crispa la cara en una mueca de ira.

—¿Te estás quedando conmigo o qué, joder?

—Cuidado con esa lengua —le advierte Ned—. Estás hablando con el jefe.

—Eran millones de dólares —responde Kevin.

Danny nota cómo le huele el aliento a alcohol.

—Eso, si podíamos ponerla en circulación —dice—. Ni siquiera sabía a quién ofrecérsela.

—Liam sí lo sabía —dice Kevin.

—Liam está muerto. Esa mierda solo nos ha traído desgracias. Seguramente nos habrán puesto en busca y captura. Eso por no hablar de los Moretti.

—Por eso necesitábamos el dinero, Danny —dice Sean.

—Van a ir todos a por nosotros —añade Jimmy—. Los italianos, los federales…

—Lo sé —dice Danny.

Pero Jardine no vendrá, piensa. Puede que otros federales sí, pero él no. No se lo dice a los demás; no tiene sentido contarles lo que ha hecho, por su propia seguridad y por la de ellos.

—La heroína era una prueba, por eso me he deshecho de ella.

—No me puedo creer que nos hayas hecho esto —responde Kevin.

Danny ve que la muñeca le asoma un poco por encima del bolsillo de la chupa y comprende que tiene la pistola en la mano.

Si Kevin cree que puede hacerlo, lo hará.

Y Sean también.

Forman un dúo, los Monaguillos.

Pero Danny no echa mano de la pistola. No le hace falta. Ned Egan ya ha sacado la suya.

Apunta a Kevin a la cabeza.

—Kevin —dice Danny—, no me hagas tirarte al mar igual que he tirado la droga. Porque lo haré.

Están en la cuerda floja.

Puede pasar cualquier cosa.

Entonces Kevin rompe a reír. Echa la cabeza hacia atrás y aúlla:

—¡¿Tirar dos millones al mar?! ¡Y los federales nos persiguen y los italianos también! ¡Y todo dios! ¡Joder, menuda movida! ¡Me encanta! ¡Estoy contigo, hombre! ¡Soy de la banda de Danny Ryan! ¡Desde la cuna a la puta tumba!

Ned baja el arma.

Un poco.

Danny se relaja. Un poco. Lo bueno que tienen los Monaguillos es que están locos. Lo malo que tienen los Monaguillos es que están locos.

—Vale, no nos conviene ir todos en fila —dice—. Dispersaos. Estaremos en contacto a través de Bernie.

El viejo Bernie Hughes, el contable de la organización, está refugiado en New Hampshire, a salvo —por el momento— de los federales y los Moretti.

—Entendido, jefe —dice Sean.

Kevin asiente.

Suben a sus respectivos coches y se van.

Somos refugiados, piensa Danny mientras arranca.

Refugiados, joder.

Fugitivos.

Exiliados.

—————————————

Autor: Don Winslow. Título: Ciudad de los sueños. Traducción: Victoria Horrillo Ledesma. Editorial: HarperCollins. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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