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Cinco poemas de Elogio del instante, de José Manuel Lucía Megías - Zenda
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Cinco poemas de Elogio del instante, de José Manuel Lucía Megías

1.- teoría  El instante cotidiano explota en el folio. No había nada antes de su entrega y nada tampoco debería quedar a su paso, ninguna huella, herida ni cicatriz mal curada.   Esta es su naturaleza. Esta es la esencia del instante cotidiano. Su razón de ser.   El instante surge en un blanco inesperado...

“En una sociedad caracterizada por la incomunicación, por la tiranía del ruido y de la interferencia, por el predominio compulsivo de la distracción banal, el poema sigue constituyendo un espacio de diálogo y comprensión, el punto de encuentro entre lo inefable y lo que ha de ser dicho. A lo largo de este sutil y lúcido Elogio del instante, José Manuel Lucía Megías consigue delinear la íntima esencia de nuestro paso por el mundo: da voz a las profundidades de la sensorialidad y del sentimiento; moldea los escenarios en los que somos máscara y realidad; retrata, con paciencia y maestría, los mil rostros sucesivos y simultáneos de la verdad y todas sus incertidumbres. Con un libro levantado desde el humanismo y el arte (alzado a partir del reconocimiento grato de nuestro lugar en la infinita línea de la cultura, sobre los fundamentos de la bendita insensatez que constituye la búsqueda poética) se abre la colección “De luz, piedra y espejo” (Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá), 2021 no podía desearse un augurio más propicio”. Francisco Martínez Morán.

1.- teoría 

El instante cotidiano explota en el folio.

No había nada antes de su entrega

y nada tampoco debería quedar a su paso,

ninguna huella, herida ni cicatriz mal curada.

 

Esta es su naturaleza. Esta es la esencia

del instante cotidiano. Su razón de ser.

 

El instante surge en un blanco inesperado

como el paréntesis de las sábanas sobre los muebles,

las festividades en los calendarios de otro siglo,

la mancha en la pared cuando desaparece el cuadro,

o el contorno exacto de los muebles que en la mudanza

no quieren abandonar su geometría de familia.

 

El instante cotidiano nace para desaparecer.

Al momento. Esta es su única naturaleza.

 

Instante cotidiano, ajeno a esos otros instantes

que llenan de anécdotas los libros de historia:

el instante de la pesada manzana que cae al suelo,

el instante de la certera aguja de la rueca envenenada

en los dedos inocentes de todas las princesas,

el instante de la mordedura del áspid, plena, asesina,

el instante de un pequeño paso del hombre

en el cinematográfico horizonte de la luna,

el instante en que la daga encuentra un hueco

y se abren las venas suicidas de la derrota,

esa que es presagio de un bosque que camina.

 

Pero no es ese instante el que ahora comienza

su tembloroso deambular por el folio en blanco,

ese instante que te quiebra en un abrir y cerrar de ojos,

ese instante que ilumina en la noche un nuevo paisaje,

o ese otro que termina por condenarte al silencio,

el instante de un grito que hace enmudecer al asesino,

que vuelve inútil el piolet que se alza traidor en el aire.

 

Pero no es este instante el que ahora enmudece el folio,

el de la muerte diaria del dios atado a la roca de su destino,

el del sonido del olifante recorriendo fronteras en la montaña,

o el de las gotas de sangre que marcan el ritmo lento del suicidio,

o el de la entrega de las llaves ante las puertas abiertas

de una derrotada ciudad, escondida tras el horizonte de las lanzas,

o el de la palabra que se enmudece en el aire contaminado

de una declaración de amor, de guerra o de virginidad.

 

Es otro el instante que inunda mis versos en este momento.

 

Hablo del instante cotidiano de la esquina de un paisaje,

del árbol que ni florece ni se desnuda en el invierno,

del camino sin curvas, que no lleva a ninguna parte

y que, en ninguna parte, parece tener su origen,

o de las estrellas que, sin existir, son la misma estrella

vista desde la noche de insomnio de los veranos adolescentes.

 

Hablo del instante cotidiano de una comida compartida

en el humo añorado de las conversaciones y las confidencias,

de ese verso que un día se clavó como una espina

y hoy no ha conseguido dejar costra de su memoria,

o de ese libro que nunca se ha terminado de leer,

que casi es un misterio, una aventura desde sus primeras páginas,

olvidadas en el abismo cuadriculado de cualquier biblioteca.

 

Hablo del instante cotidiano de un saludo, de un gesto

que es preámbulo de nuevos pliegues en la vida,

de una charla sobre la épica de lo cotidiano en el aula,

el esperado pan nuestro de los desvelos universitarios:

la búsqueda de una mirada de complicidad –añorada;

el encuentro fugaz de una idea compartida –cómplice.

 

Es hora de que se vuelvan mudos los libros de historia.

Es hora de cerrar las gramáticas y los manuales de literatura,

de que los versos se vistan de instantes cotidianos,

ese instante que da sentido a la costumbre de respirar,

a esta tenaz, cabezona, firme, pertinaz, porfiada

costumbre de esforzarnos en abrir los ojos,

ese sueño, el instante pocas veces alcanzado,

de un deseo compartido en la caída fugaz de una estrella,

en las volteretas circenses de una hoja suicida.

Explosión de vida cotidiana atrapada en la espera de las horas.

Instantes cotidianos, imperfectos futuros en la escritura.

Instantes cotidianos que terminan por desbordar el folio.

Como estos versos. Como este libro. Como tus ojos

en el instante fugaz antes de darme la espalda.

El instante cotidiano de despedirnos con un beso,

un abrazo o el nudo de un apretón de manos.

 

Se nos están muriendo los poetas

en el instante de la muerte

de Guadalupe Grande

 y Joan Margarit

 

Se nos están muriendo los poetas,

están quedando sin versos las esquinas

y las gargantas que solo saben volver,

una y otra vez,

a esta voz que un día les dio la vida,

que un día las creó a su imagen y semejanza.

 

Qué gris, qué desolador, qué muerto un mundo

sin poetas y

sin poesía.

 

Qué deshabitado.

Qué inhumano.

Qué mudo.

 

Se nos están muriendo los poetas

que un día pusieron voz a nuestro grito de libertad,

a la alegría desbordada en las avenidas

de las revoluciones y de los futuros compartidos.

Aquel día fuimos felices porque había versos

que echarnos a la boca,

que echarnos a la cara;

versos que se confundían con el tacto

de nuestras manos,

de nuestros cuerpos,

de nuestras orillas

y puños por encima de las banderas.

Aquel día fuimos humanos porque soñamos

con revoluciones permanentes, construidas con los versos

de tantos y tantos y tantos poetas;

ladrillos de vida y de esperanza

a golpe de metáforas y encabalgamientos.

Muros de versos para contener la infamia.

 

Pero se nos están yendo todos,

uno a uno.

Se nos están muriendo, uno a uno, los poetas.

Y uno a uno se van enmudeciendo nuestros recuerdos,

el necesario murmullo de nuestras conciencias,

sombras en los espejos de cada una de nuestras historias.

 

Uno a uno

somos cada vez menos humanos

a medida que

uno a uno

se nos van muriendo nuestros poetas,

llaga viva de nuestra conciencia, de nuestro destino,

faro impreso en las páginas de sus libros.

 

Se nos están muriendo los poetas.

El gris de los océanos cada vez está más cercano.

 

Son invisibles

A Francisco Peña,

desde una noche de guerra

en el Museo del Prado

Son invisibles

por más que aparezcan en todas partes:

En los detenidos pasos de cebra.

En las aceras multicolores de las avenidas.

En los rincones de los cajeros ambulantes.

En los huecos escondidos de los hoteles.

 

Son invisibles.

Están en todas partes, pero tú no los ves.

 

Quizás en alguna ocasión escuches sus susurros,

sus palabras encadenadas de memoria

o los mudos letreros en sus rodillas.

Pero nunca los ves. Nunca te fijas en ellos.

Aunque se te crucen delante de los cristales

y te ofrezcan unos pañuelos con una sonrisa

tímida y las manos abiertas y cerrada la boca.

Aunque te hablen de familias lejanas

y de cercanos ecos de hambre y de miseria.

Tú nunca los ves. Tú nunca los sientes.

Pasan a tu lado dejando un rastro de olor

transparente de reproches y de denuncias.

Pero tú nunca los ves. Nunca los sientes.

Son invisibles.

Como el hambre de sus manos y de sus gestos,

como la rabia contenida en sus miradas,

como esa estúpida sonrisa que se te congela

cuando una vez más niegas con la cabeza.

 

Son invisibles.

Ni la caricia de nuestra voz merecen.

Ni la mirada certera de una respuesta

o el gesto cómplice de una pregunta.

 

Son invisibles.

Y eso que están por todas partes.

Nos rodean. Se sitúan a nuestro lado. Nos desprecian.

Invisibles también nosotros para ellos.

Nauseabundas, para siempre, nuestras miradas,

el gesto desordenado de nuestro silencio.

 

Son invisibles.

Espejos de nuestras posibles biografías.

Certezas de nuestros fracasos.

Somos invisibles.

Estamos en todas partes.

 

A las puertas de Cartago

A Claudia Demattè,

con la que comparto

más de una frontera

He borrado el nombre de todas las ciudades

en las que un día caminé alejado de tu cuerpo.

No conservo ningún recuerdo. No los quiero

si tú no estás sonriendo detrás de la memoria.

He vuelto, una vez más, a la ciudad de Cartago,

a las ruinas que un día fueron termas y palacios

que asombraron a los curiosos embajadores

y llenaron de leyendas los oídos de los marineros.

He llegado con la ilusión de siempre. La primera.

He dejado en el puerto mi barco y mi pasado,

los dioses que llenan de lágrimas las oraciones

en una lengua lejana porque ya no es tu lengua.

Y, como siempre, sin ti, sin la caricia de tu nombre,

me he quedado a las puertas de la ciudad de Cartago,

viendo sus ruinas de lejos, detrás de los muros caídos

y de los candados cerrados en la exactitud de los horarios.

 

A las puertas de Cartago.

 

A las puertas de Cartago soñando una vez más

que, junto a mí, un día traspasaremos juntos sus muros,

y juntos nos acercaremos a las Termas de Antonino

después de haber disfrutado, juntos, del deporte sudoroso,

y, juntos, sentir el abrazo del agua ardiente y fría

mientras nuestros cuerpos desnudos sonríen

uno junto al otro,  uno confundido con el otro.

 

He llegado a las puertas de Cartago.

Una vez más.

 

Y una vez más

me vuelvo con las manos vacías.

Sin más recuerdo que tu ausencia.

 

Yo sé quién soy

(inventario de una utopía cervantina)

 

Dos caras que se retan en una mirada,

en el horizonte ansioso de una aventura.

 

Una mano que empuña una lanza

con la destreza de ser herida de futuro.

 

Una venta que abre sus puertas de madera

a los pozos nocturnos de las gargantas sedientas.

 

Un camino que imagina gestos y caricias

en la cuadriculada lectura caballeresca.

 

Y una sonrisa escondida bajo la celada,

una sonrisa velada que todo lo ilumina.

 

Y un golpe tras otro golpe, tras otro golpe

sobre una espalda anónima y envejecida.

 

Y un grito, un grito que es una esperanza

por más que surja sin dientes de la boca.

 

Unas manos temblorosas que limpian

el rostro amenazante de victorias perdidas.

 

Unas manos que se vuelven un interrogante

cuando descubren al amigo tras la sangre.

 

Dos caras que se encuentran en el camino

de los saludos invisibles de todos los días.

 

Dos labios que terminan siendo un espejo,

reflejos de infancias casi olvidadas.

 

“Yo sé quién soy”, dice uno de los labios.

“Yo sé quién puedo llegar a ser”, responde el otro.

 

Dos susurros que terminan siendo un grito

en el amanecer que justo ahora comienza,

aunque hace siglos que lo contemplan.

—————————————

Autor: José Manuel Lucía Megías. Título: Elogio del instante. Editorial: UAH. Venta: Todostuslibros 

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Laura di Verso

Leo poesía, con o sin rima. Y me gusta que me cuenten cuentos. Frecuento las redes, poco, desde marzo de 2020, como @lauradiverso.

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