Mientras fui el niño más feliz del mundo, me daba miedo salir de Madrid por si en mi ausencia se lo llevaban. Mi ciudad guardaba mi pequeño limbo y creía que en mi paraíso el tiempo no pasaba, que todo habría de seguir igual, hasta la consunción de los siglos, conmigo siempre resguardado en mi afortunada miniatura.
Sólo me equivocaba en lo del curso del tiempo: los días pasan inexorables. Y así como se acelera el agua en su caída por el sumidero a medida que se acaba, las horas parecen minutos cuando el tiempo apremia. Esa vana ilusión de detenerlo, tras la que me parapetaba en mi paraíso perdido, tuvo que deberse a que todos los días, casi a cada instante, una sorpresa o un nuevo descubrimiento me aguardaban: las tartas de moka que me invitaba a merendar mi madre en una cafetería del final de la avenida de la reina Victoria; aquel álbum de Tintín —primera edición española (1960) de La estrella misteriosa— que por halagar a mi progenitora me obsequió uno de sus alumnos; las maravillas del cine de los sábados… Entre aquellos primeros gozos destacó un descubrimiento en una emisión televisiva. Su recuerdo, más de medio siglo después, aún me reconforta: era una chica yeyé que cantaba descalza. Se llamaba Sandie Shaw y media Europa hablaba de su gracia después de verla ganar el festival de Eurovisión en 1967 interpretando Puppet on a String. Sandie, que básicamente era buena persona —todas las yeyés lo eran— deseosa de agradar, tenía la costumbre de grabar sus éxitos en los distintos idiomas donde sus discos entraban en las listas de éxitos.
Y así fue como comenzó a radiarse en nuestro país la versión española de Puppet on a String bajo el título de Marionetas en la cuerda. Con todo, yo la recuerdo en el bis de la pieza original, ya sabiéndose ganadora del festival. El entusiasmo que irradiaba al volver a interpretar la canción fue la primera expresión de estos arrebatos en el rostro de una persona que me fue dado apreciar, o al menos la primera que recuerdo. Creo que, desde entonces, el entusiasmo es una de las cosas que más admiro en los demás y una de las pocas que, a menudo, me contagian.
Siempre fui a colegios mixtos, de modo que supe con mis primeras compañeras de clase —a las que prefería mirar obnubilado antes que atender a la profesora y sus explicaciones, ¡faltaría más!— que la perspectiva que el niño encuentra en la niña; el chico, en la chica; el hombre, en la mujer —sin entrar en otras consideraciones— es la visión más halagüeña que puede encontrar la mirada masculina. Sin connotación alguna —insisto—, la imagen femenina es tan apacible que irradia sosiego. Por eso, en las clínicas de mis primeros años, para indicar que había que guardar silencio, se colgaba un cartel que mostraba a una enfermera llevándose el dedo índice a los labios. Y, hasta no hace mucho, en las redacciones, si se podía elegir llegado el momento de ilustrar una pieza, primaba la foto de la chica antes que la de un tío.
Aún no había terminado de descubrir lo maravilloso que era que el tiempo se detuviese para que yo me pasase el día mirando a las compañeras de clase, cuando empezaron a proliferar las fotos de Sandie: en las portadas de las revistas, en las carátulas de los discos, en los planos que precedían a sus actuaciones televisivas… Junto a Twiggy fue de las primeras en posar con las minifaldas, recién creadas por Mary Quant, y lo que se dice ilustraciones de ella no faltaban.
Mi feliz miniatura, mi universo en ciernes, además de uno de los primeros asientos en su banda sonora, tuvo uno de sus primeros iconos en aquella chica yeyé que el pasado invierno cumplió setenta y cuatro años. Al leerlo en la prensa me sentí aún más lejos de aquel limbo en que la descubrí cantando descalza Marionetas en la cuerda.
Aunque apuntó maneras en Reviewing the Situation (1969), su último álbum, la adorable Sandie tuvo poco que ver con el rock & roll y el rhythm and blues. Lo suyo fue un pop sencillo con el que sintonicé plenamente en mi infancia y aún escucho cuando quiero reconfortarme. Vista en aquellas imágenes, había un encanto impreciso en la mirada que me devolvía. Aún no sabía del atractivo que puede dar a una mujer la miopía cuando se quita las gafas.
Y tampoco sabía lo que fue el Swinging London cuando me deslumbró la modernidad de Sandie. De Marianne Faithfull, de Pattie Boyd, de Twiggy… De las grandes musas de aquel tiempo supe después, y a través de su leyenda. De la adorable Sandie, por el fulgor de su estrella, en su momento, admirándola en los medios de comunicación de mediados los años 60. Fue la chica yeyé por antonomasia. Long Live Love (Viva el amor en su versión española), Tell the Boys (A los chicos les dirás), Message Understood (No lo comprendí)… El repertorio de Sandie, al que puso fin Monsieur Dupont en el 69, era tan simple como mi vida entonces.
Debo confesar que cuando el tiempo empezó a pasar y se complicaron las cosas tuve sed y bebí mucho. Dejé la priva al cumplir cincuenta años. Ya hace doce que no piso un bar. No puedo con la teatralidad de los borrachos. La intransigencia del converso es ahora mi guía. Eso sí, cuando le daba al “frasco” —que decía un buen camarada de mil borracheras— lo mío era el ron, igual que los piratas. Puesto a reconfortarme, había noches que caía una botella escuchando a Sandie interpretar Love Letters, Love me, Please Love Me o Smile, las que me resultan sus canciones más íntimas. Y juro que creía que me las cantaba a mí porque la recordaba con el cariño que evocaba mi inocencia.
Banda sonora de aquel reino afortunado de mis primeros días, Sandie Shaw se fue con ellos cuando empecé a aprenderme los créditos de los discos y a pedirle a la música algo más que mera alegría. Y veinte años después, ya avezado en el culto al rock & roll y ávido de esos placeres colindantes, una de esas mañanas que suceden a otras muchas en que las cosas vienen mal dadas de forma inexorable, estando ya a punto de maldecir mi suerte, la bendije. Y fue porque escuché Long Live Love en una emisión radiofónica que me devolvió a mi pequeño reino afortunado durante los dos minutos y treinta y ocho segundos que dura tan entrañable pieza.
La estrella de Sandie Shaw dejó de brillar a comienzos de los años 70, cuando el rock sinfónico, por un lado, y el eterno agravio de la canción comprometida por el otro, se enseñorearon de la escena musical y mandaron a las yeyés a la memoria de quienes tanto las admiramos. A comienzos de los años 80 fue reivindicada por The Smiths, pero su tiempo ya había pasado. Después, ya en épocas más recientes, se operó los pies. Después de tanta historia, resulta que nunca le gustaron. Ahora siempre va calzada. Pero yo prefiero verla sin zapatos.
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