Siempre que tengo que hablar del destape, recuerdo el cuarto álbum de Luis Eduardo Aute, Espuma (1974). Su título aludía a un verso de Vicente Aleixandre en La destrucción o el amor (1934): “Sé tú espuma que queda después de aquel amor”. Más concretamente, el decimonoveno de un poema titulado «Hija del mar». De las canciones eróticas reunidas por Aute en aquella grabación, «Anda» me estremecía en lo más íntimo de mi ser: “Anda, quítate el vestido, las flores, y las trampas, / ponte la desnuda violencia que desatas”, empezaba la letra.
Afortunadamente, las chicas de entonces —como todas las chicas de mis edades perdidas— contaban entre las mejores que ha dado la humanidad. Y entre todos nos aplicamos en que toda esa moral, impuesta por el nacionalcatolicismo, todo ese mundo de los adultos que se creían capacitados para llamar la atención a los jóvenes que osasen besarse por las calles, se viniera abajo como un castillo de naipes. Mediados los años 70, al poco de morir Franco, mientras en las alcobas se empezaban a satisfacer con creces los apetitos pecaminosos, la revolución sexual libraba una de sus principales batallas con la implantación del topless en la mayoría de las playas españolas.
Ante tanto “libertinaje”, que lo llamaban los retrógrados, nadie hubiera dicho que, a comienzos de la década, todavía era frecuente que los matrimonios —e incluso los amantes furtivos—, para ocultar su desnudez, se quitasen la ropa interior, la última “trampa”, entre las sábanas del lecho del placer, o del pecado, según fuera el comentarista una “persona decente” o no.
Así las cosas, entre las chicas más libres y hermosas de los años 70, destacaban las musas del destape que, en las secuencias de las películas escritas por guionistas tan libidinosos como querían los productores que fueran, y en las páginas en color de Interviú y tantas otras revistas —masculinas y de información general—, descubrían los “montes de su mapa”. Todas eran igual de bellas y dejaron el mejor de los recuerdos entre sus admiradores de entonces. Me atreveré a decir que como el de aquellas novietas, que te regalaban las florecillas bordadas de su ropa interior, para que guardases la memoria de su cartografía más íntima. Pero si hubo una de esas chicas / actrices / heroínas de la revolución sexual que destacó entre las demás, por su didactismo en lo que a los peligros de la carne concernía, esa fue Susana Estrada. “Me quitaron el derecho al voto por abrir un consultorio sexual”, recuerda ahora cuando la entrevistan en su retiro de Benidorm.
Más que una chica de los años 70 —que cronológicamente lo fue—, Susana Estrada es un verdadero icono de la Transición. De hecho, entre las instantáneas más representativas de aquel tiempo, una de las que ilustran invariablemente las crónicas de aquellos años nos la muestra recibiendo un premio junto a Enrique Tierno Galván. Les había unido una celebración en la sede del diario Pueblo. El escote de su vestido jugó una mala pasada a la actriz, yendo a descubrir uno de los encantos que debía haber guardado. El júbilo que expresa el rostro del viejo profesor ante tan grata sorpresa sintetiza el que las fotos, de César Lucas, de Susana Estrada despertaban en los lectores cada vez que aparecían en una publicación.
“Fue algo absolutamente espontáneo. Llevaba la chaqueta sujeta con un par de clips que me fallaron” y la cámara de Marisa Flórez estaba allí para captar uno de los grandes momentos de la historia sentimental de España. Aquel “señorita, tápese, no se vaya a constipar”, que le aconsejó Tierno, ya forma parte del florilegio de la Transición. “De resfriarme nada. Yo nunca me resfrío, le dije al profesor. Además, no hacía nada de frío y tenía un abrigo de piel en el guardarropa”.
Como tantas niñas de su época, de pequeña Susana Estrada soñaba con ser princesa de un cuento de hadas. Pero su estrella le reservaba otros honores, si no más altos, sí muy distintos. “Frente a la vida no soy más que una simple hormiguita y acabé siendo un mito erótico”, bromeaba en una entrevista telefónica que tuve oportunidad de hacerle en 2017, con motivo de la edición de un álbum compilatorio de toda su producción discográfica: The Sexadelic Disco-Funk Sound of… Susana Estrada. “Hay veces que te empeñas en ser algo y no lo consigues. Otras, sin proponértelo, las cosas te vienen solas. Las princesitas van al baile y las reinas tienen mucho curro”. Y trabajo, desde luego, no le faltó: actriz, vedette, autora de relatos eróticos en revistas masculinas, divulgadora sexual…
El pasado día 13, cuando Eva Amaral reivindicó la libertad de las mujeres cantando a pecho descubierto en Sonorama Ribera, la ya clásica cita de la música independiente en los veranos de Aranda del Duero (Burgos), lo hizo en solidaridad con las actrices y cantantes represaliadas recientemente, cuando se desnudaron —o al menos lo intentaron— ante su público. El de la veterana compositora y vocalista de Amaral —formación que ese mismo día celebraba su vigésimo quinto aniversario— fue un gesto noble. Yo lo aplaudo desde el convencimiento de que la mayor sedición que conoció mi amado siglo XX fue la revolución sexual. De que la libertad sexual, el sexo, cuenta mucho más, infinitamente más que la siempre infausta política, nos ha dado cuenta recientemente el debate nacional.
En mi adolescencia, en los primeros años 70, en los meses previos al destape y a Susana Estrada, si la señora de un ministro consideraba que el escote con el que Rocío Jurado interpretaba sus canciones era “una indecencia”, perfectamente podía llamar a Prado del Rey e interrumpir la emisión. Por eso, ya en la segunda mitad de los 70, los desnudos de las actrices y starlettes, los de Susana Estrada y los de todas las chicas del destape, eran actos revolucionarios. Mucho más incendiarios que la pintada con la consigna o el pastoreo de la manifestación. De hecho, muchas de aquellas heroínas de la revolución fueron brutalmente golpeadas por comandos ultras.
Entre los muchos hilos en las redes sociales que provocó la encomiable acción de Eva Amaral hubo uno que me llamó especialmente la atención. El tipo que lo abrió se preguntaba por qué esta compositora aragonesa, con su destape, era una heroína del neofeminismo. Mientras, para ciertos sectores del feminismo, que también aplaudían a Eva Amaral, aquellas otras que se destapaban en los 70, en el mejor de los casos, no eran más que un argumento para el onanismo machista. Hasta a la maravillosa Jane Birkin, tras la noticia de su óbito, fueron capaces de denigrar.
Está claro que no son todas, pues hay feministas que no condenan la pornografía, que, en última instancia, es de lo que se trata. Por no hablar de las Femen, perfectamente conscientes de que no hay mayor exaltación de la mujer que su pecho descubierto. Emociona verlas desnudas, exhalando esa fragilidad reivindicada por Eva Amaral, frente a los antidisturbios.
Pero esas feministas que denigran el destape de los años 70, en estas líneas sintetizado en Susana Estrada, son lo más parecido que he visto a aquellas señoras del nacionalcatolicismo, que llamaban la atención a las parejas que se besaban por la calle y protestaban indignadas a Prado del Rey si consideraban que el escote de una televisada era una indecencia.
Esa resistencia de Susana Estrada a los catarros dio mucho solaz a esos “machos”, a los que dedicaba una de las canciones señeras de su repertorio. Hubo quienes criticaron su espectáculo Historia del striptease (1977), otros despotricaban contra sus desnudos. Pero el escándalo que suscitaba entre los sectores más puritanos de la sociedad española, los que querían seguir prohibiendo el sexo al resto del país hasta la consunción de los siglos, alcanzó el paroxismo cuando la vedette, con el desparpajo que le caracterizaba, se puso a hablar de sexo con el sacerdote José Luis Martín Vigil en TVE.
Susana Estrada fue una chica a la que le gustaba marcharse de los sitios entre besos y aplausos. Y entre besos y aplausos permanece en la memoria de cuantos la admiramos en la Transición.
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