A comienzos de los años 70 era tan frecuente que los hijos de los prohombres del franquismo abrazasen la causa antifranquista que más que una paradoja, fue una prueba del agotamiento del Régimen en el tardofranquismo. Josefina López López-Gay, Pina López Gay —una chica mítica en aquellos días, cuando ocupaba la secretaría general de la maoísta Joven Guardia Roja de España— era hija de quien fuera secretario general del gobierno civil de Sevilla durante 38 años, el falangista Mario López Rodríguez. Sin embargo, su familia no impidió que se enfrentase a dos consejos de guerra por sus actividades revolucionarias, ni que sufriera varias agresiones de los comandos ultra. “Tienes la cara muy bonita y te la vamos a dejar más bonita aún”, le amenazaron sus asaltantes, machistas a carta cabal, después de haberla cortado en el rostro y en el tórax durante uno de aquellos ataques. Afortunadamente, no le quedó cicatriz. Inés, se hacía llamar en la clandestinidad. Pero parecía una de esas gentiles maoístas que nos muestra Godard en Le chinoise (1967).
Elegida para el cargo en el 76, fue la primera lideresa de la incipiente democracia. “Nosotros, antes que nada, éramos una organización juvenil. Es decir, todo eso del centralismo democrático marxista, de las organizaciones adultas no nos iba”, recordaría con el curso del tiempo, ya al final de los felices 80, empleada por el PSOE como vicepresidenta de la Comisión del Quinto Centenario. “Éramos jóvenes, después de reunirnos íbamos a una discoteca e incluso celebramos reuniones en una discoteca”.
Y como Pina decenas de jóvenes, adolescentes aún, que a veces morían de un disparo al aire en una manifestación. A mí me llamaban “reaccionario” porque, como el individualista nato e irreductible que soy, nunca ha sido mía ninguna causa común; a mí me llamaban “reaccionario” porque nunca me ha gustado que me pastoree un líder dando voces por la calle; a mí me llamaban “reaccionario” por mi afición a los cubalibres y mi afán de rock & roll, que para ellas, entonces, no era más que otra aberración del imperialismo estadounidense. Su música: los Quilapayún, La cantata de Santa María de Iquique y los 3.600 obreros asesinados ¡Tela!… Ante semejante planteamiento, a mí me llamaban reaccionario porque lo era y lo volvería a ser. Sin embargo, ignorando sus dogmatismos, el coraje de las revolucionarias de mi adolescencia me merece mucho más respeto que su revolución. El de los tíos también.
Las madres de muchos de aquellos antifranquistas, hijos de la burguesía franquista, lloraban, decían que les habían estropeado al hijo en la facultad. O a la hija porque las chicas —y Pina López-Gay era la prueba— conspiraban exactamente igual, con los bolsillos llenos de panfletos y el spray de pintura para escribir, arriesgando sus vidas, la consigna, firmada por la organización, en la pared.
Mediados los años 70, la militancia antifranquista había transcendido de la universidad, donde venía siendo una constante desde los 50, a los centros de enseñanza media. No eran raros los elementos trotskistas, maoístas y anarquistas, tanto en los institutos más populares como en los colegios y liceos bilingües, donde se educaban los hijos de la burguesía ilustrada. El comunismo ortodoxo (PCE) estaba muy denostado entre aquellos adolescentes revolucionarios a quienes la militancia, toda una liturgia de la época —que algunos aún echan de menos con esa perversa añoranza del “contra Franco vivíamos mejor”—, convertía en adultos prematuros.
Ahora apenas se recuerda, pero el levantamiento parisino de mayo del 68 —que aquí tuvo una repercusión fabulosa— entre los objetivos a derribar, incluyó ese comunismo ortodoxo. De hecho, entre quienes se parapetaban tras aquellas barricadas parisinas, que “cerraban las calles pero abrían los caminos”, —tal nos indica el lirismo de sus pintadas, a imitación de los versos de Mao— predominaban los maoístas. En esa misma crítica de la ortodoxia comunista se abundó a partir del 21 de agosto de aquel año, a raíz del aplastamiento, por los tanques de la URSS y las tropas del Pacto de Varsovia, de los aires aperturistas que venía conociendo la Checoslovaquia comunista desde comienzos de aquel año 68. Pero yo tiendo a pensar que, si la Joven Guardia Roja llegó a contar con 15.000 militantes, más que ninguna otra organización juvenil comunista, fue por el ejemplo de Pina López-Gay.
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