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Chet Baker, el poeta de la autodestrucción - Javier Memba - Zenda
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Chet Baker, el poeta de la autodestrucción

Como trompetista, intervino por primera vez en un score en Piloto a la fuga (John Ireland y Edward Sampson, 1954). Siendo aquella una producción de Roger Corman, siempre tan atento a las inquietudes de la juventud de la época, confió la banda sonora al sexteto de Baker. Pero el cine quería más de aquel trompetista...

Traer a Chet Baker, el trompetista más carismático de toda la historia del cool jazz, a una nómina de actrices, cineastas y algún que otro notable en los diversos oficios de la gran pantalla requiere una explicación. Ya desde sus primeros éxitos, mediados los años cincuenta, cuando las fanáticas de su música, obnubiladas con la tristeza que irradiaba su trompeta, se agolpaban en las puertas de los clubes de jazz de Manhattan deseosas de entregarse a él, como sólo se había visto a hacer con Frank Sinatra durante la guerra y sólo se volvería a ver, ya en los años 60 y 70, con las estrellas del rock, el cine sintió la misma fascinación por Chet Baker que por cualquier otro joven emergente con semejante magnetismo.

Como trompetista, intervino por primera vez en un score en Piloto a la fuga (John Ireland y Edward Sampson, 1954). Siendo aquella una producción de Roger Corman, siempre tan atento a las inquietudes de la juventud de la época, confió la banda sonora al sexteto de Baker. Pero el cine quería más de aquel trompetista del que todo el mundo hablaba.

Coincidieron sus primeros éxitos con el estreno de Al este del Edén (Elia Kazan, 1955) y Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), las dos grandes interpretaciones de James Dean —Gigante (George Stevens, 1956) ya lo es menos—, y Baker, habida cuenta del parecido físico con el malogrado actor, no tardó en ser apodado el James Dean del jazz.

"Desde luego, Baker no dejó un cadáver bonito. Lo que sí es bonito, hermoso hasta el borde del síndrome de Stendhal, es su versión de Moon Love"

Y como Dean, Chet también se habría de matar. Eso sí, sería más de treinta años y once scores después. El último, ya póstumo, el de Filme socialisme (2010) de Godard. No sé si fue porque para eso hay que morir joven y no fue el caso. Desde luego, Baker no dejó un cadáver bonito. Lo que sí es bonito, hermoso hasta el borde del síndrome de Stendhal, es su versión de «Moon Love», con Russ Freeman al piano. ¡Arte mayor! Uno de los registros musicales más hermosos de toda la historia de la humanidad.

Defenestrado, en extrañas circunstancias, desde la segunda planta del hotel Prins Hendriky de Ámsterdam —en los aledaños de esa zona de la Venecia del Norte donde se centralizaba el menudeo de drogas—, James Gavin —el biógrafo de Chet Baker— recuerda su cadáver como el de un James Dean envejecido. Pero había algo que le había consumido aún más que los años trascurridos desde que era el trompetista triste, que con los sonidos que extraía de su Martin Committee estremecía al mundo entero: tres décadas de adicción a la heroína. Para el ajeno al jazz y al cine, el Chet Baker último, que había dado su penúltimo concierto en el colegio mayor San Juan Evangelista, en la ciudad universitaria madrileña, tenía cara de yonqui. Un yonqui cuyo último rictus, el de la muerte, se asemejaba a la sonrisa del diablo.

"Todo parece indicar que fueron las deudas con su último dealer las que acabaron tirándole por la ventana. La policía se lo encontró aplastado contra la acera"

Todo parece indicar que fueron las deudas con su último dealer las que acabaron tirándole por la ventana. La policía se lo encontró, aplastado contra la acera, a primera hora de la mañana del trece de mayo de 1988. Unos meses antes, el fotógrafo y realizador Bruce Weber había terminado Let’s Get Lost, un impresionante acercamiento a la figura de Baker que puede parangonarse con Don’t Look Back (1967), otro tanto a la de Bob Dylan por parte de D. A. Pennebaker. Esta última fue la cinta que sentó las bases del documental sobre músicos, un género que, desde El último vals (1978), ha tenido en Martin Scorsese a uno de sus más destacados cultivadores.

Con Let’s Get Lost —título que alude a una de las piezas señeras del repertorio del Baker vocalista, cuya traducción española, Perdámonos, no deja lugar a dudas— el cine fue a satisfacer esa curiosidad sobre el músico que aguijoneaba a la gran pantalla desde comienzos de los años 60. De hecho, fue en 1960 cuando Michael Anderson y Vincente Minnelli se acercaron por primera vez a la figura del trompetista en Los jóvenes caníbales. Ambientado en la Texas rural —aunque Chet había nacido en 1929 en Oklahoma—, hablamos de un melodrama sobre una supuesta novia, Salomé —incorporada por Natalie Wood en la plenitud de su belleza—, quien tras quedarse embarazada de Chad —el trasunto de Chet encarnado por Robert Wagner— decide casarse con un joven mejor situado socialmente. Con el correr del tiempo, los antiguos novios volverán a encontrarse, siendo Chad el trompetista más admirado en los clubes de jazz de Manhattan.

Aunque Los jóvenes caníbales se acerca a la incipiente figura del poeta de la autodestrucción de un modo superficial, sí profundiza debidamente en un aspecto de su personalidad: la manera en que el músico utilizó a sus enamoradas. Los que le recuerdan en las secuencias de Weber nos hablan de cómo se valía de sus admiradoras para que le pasasen la heroína por las aduanas. Por eso precisamente le dejó su segunda mujer, Hallema Alli, cuando se vio delante del juez por haber llevado a su marido lo que ella creía era su medicina. En aquel tiempo el trompetista ya empezaba a manifestarse como ese poeta de la autodestrucción que acabaría siendo antes de que le defenestraran.

"Chet Baker nunca se arrepintió. Todo lo contrario: aseguraba que se chutaba porque le gustaba. Como él mismo reconoció, era un yonqui antes que ninguna otra cosa"

El óbito de Billie Holiday en julio de 1959, detenida por posesión de drogas en el que habría de ser su lecho de muerte, dio pie a un artículo en la revista Time donde se denunciaba que en Manhattan —muy especialmente en sus clubes de jazz— se consumía más heroína que en ningún otro lugar de Estados Unidos. Según la prestigiosa publicación, adquirirla allí era tan fácil como podía ser para un padre comprarle un paquete de palomitas a su hijo.

No hizo falta más para que la policía se aplicase en la represión del tráfico de heroína, y resultó que la práctica totalidad de la nómina del cool jazz, aunque tenía su feudo en la Costa Oeste —San Francisco y Los Ángeles— se habían hecho yonquis entre los boppers —cultivadores del bebop, la escuela jazzística de la Costa Este— de los clubes de Manhattan y Harlem. Más tarde o más temprano, todos los grandes del cool —Art Pepper, Gerry Mulligan, Bill Evans…— fueron detenidos y vieron cómo sus carreras se veían seriamente afectadas mientras daban con sus huesos en la cárcel. Más temprano que tarde, entonces acababa por imponerse el arrepentimiento.

Sin embargo, Chet Baker nunca lo hizo. Todo lo contrario: aseguraba que se chutaba porque le gustaba. Como él mismo reconoció, era un yonqui antes que ninguna otra cosa. La música, su familia… Todo, absolutamente todo lo demás, era secundario. Convertido en heroinómano en los clubs de Manhattan, a partir de entonces su primera inquietud en la vida fue buscarse la droga precisa para inyectársela cada sesenta minutos. Necesitaba tanto dinero para financiar semejante adicción que acabó grabando lo que fuera, incluso lounge como trompetista de estudio para bandas de falsos mariachis al estilo de Herb Alpert & The Tijuana Brass —quienes, por otro lado, son merecedores de todos nuestros respetos—. Baker intentó desarrollar una filmografía como actor en paralelo a la de compositor de bandas sonoras. Jockey, uno de los aviadores que protagonizan Hell’s Horizon (1955), un drama sobre la guerra de Corea dirigido por Tom Gries, fue su primer personaje.

Trasladado a Italia en 1959 para la grabación de Chet Baker en Milán y el resto de sus álbumes trasalpinos, entre los que cuentan algunos de los más preciados de su discografía, no tardó en convertirse en uno de los drogadictos oficiales de la alegre Roma que nos muestra Fellini en La dolce vita (1960). Como actor se puso a las órdenes de Lucio Fulci en la comedia musical Urlatori alla sbarra (1960). “Principalmente, hicimos aquella película para echarle una mano a Chet Baker. Lo estaba pasando muy mal. No tenía ni para comer”, recordaría Fulci. Aquellos todavía eran los tiempos en que el jazz y el rock se confundían en lo que los ajenos a ella creían que era la música joven del momento. De modo que junto a Baker, protagonizan Urlatori alla sbarra Adriano Celentano, el rocker italiano del momento, y Mina, la reina del pop del país en aquel tiempo. Baker recrea a un americano que se pasa la película durmiendo en los sitios más inverosímiles. Tanto sueño obedecía a sus constantes embriagueces, a esa dosis que requería a cada hora. Su sueño era el de los heroinómanos.

"Robert Burdreau, partiendo de ese episodio en que unos matones a sueldo le rompieron la boca a Baker para que no pudiera volver a tocar la trompeta, realizó Born to Be Blue"

En 1960 ingresaba en la prisión de Lucca, por falsificar recetas y por posesión de drogas. Permaneció encerrado algo más de un año. Al salir, su carrera actoral estaba concluida. Máxime tras las despiadadas críticas de las que fue objeto, en algunos medios de comunicación, por mujeriego y por drogadicto. Era de los pocos yonquis que no pierden la libido.

Y tampoco perdió el talento musical. Sin entrar en la música diegética —aquella interpretada o reproducida por algo o alguien presente en la escena que el campo visual del objetivo nos muestra, lo que nos llevaría casi al centenar de producciones—, Baker, en aquellos once scores compuestos por él mismo, llegó a colaborar hasta con Ennio Morricone. Fue expulsado de casi todos los países en los que residió.

Y en 2015, Robert Burdreau, partiendo de ese episodio en que unos matones a sueldo le rompieron la boca a Baker para que no pudiera volver a tocar la trompeta, realizó Born to Be Blue. Lástima que sea una obra fallida.

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Javier Memba

Tintinófilo, escritor y periodista con casi cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978–, Javier Memba (Madrid, 1959) es colaborador habitual del diario EL MUNDO desde 1990. Estudioso del cine antiguo, tanto en este rotativo madrileño como en el resto de los medios donde ha publicado sus cientos de piezas, ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción–La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008). Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014), un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada, es su última publicación hasta la fecha. Blog El insolidario · @javiermemba

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