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Chelsea Girls, de Eileen Myles - Zenda
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Chelsea Girls, de Eileen Myles

Se traduce por primera vez al castellano la novela autobiográfica en la que Eileen Myles relató sus vivencias de juventud en la Nueva York de los 70s y 80s. Pocas obras han descrito de un modo más explosivo, irreverente y honesto la escena underground de una ciudad que, en aquel momento, parecía el centro del...

Se traduce por primera vez al castellano la novela autobiográfica en la que Eileen Myles relató sus vivencias de juventud en la Nueva York de los 70s y 80s. Pocas obras han descrito de un modo más explosivo, irreverente y honesto la escena underground de una ciudad que, en aquel momento, parecía el centro del mundo.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Chelsea Girls (Las afueras), de Eileen Myles.

***

Bath, Maine. No tenía nada que hacer ahí. O sea, ¿qué coño hacía yo viviendo con mi exnovia, su nueva novia y su exnovia? ¿Cómo me podía sentir bien así? Podría estar escribiendo esto desde la cárcel. Suena gracioso, ¿no? Ted y Alice, antes de que me fuera, me dijeron: «Sales del fuego para caer en las brasas, Eileen». No sabía qué otra cosa hacer. Así que volé. A Portland. Judy y Chris me recogieron. Iba tan ciega en el avión… Elinor me había dado un poco de cristal, una buena raya, y tenía un puñado de las pastillas de Tom. Se había quedado en casa la noche anterior. Escribí un poco durante el viaje, unos poemas absurdos, en esas servilletas de cóctel que ofrecen durante el vuelo. Dios mío, eran espantosos. Sobre vitaminas y cosas así. Había dejado de fumar, cosa que me volvía particularmente loca, y llevaba uno de esos collares de abalorios rojos, que no recuerdo cuándo se rompió pero sí que fue en Maine. Bueno, me recogieron y fuimos directo a un bar. Creo que pedí un sándwich de ensalada de gambas y una cerveza. Chris ya estaba bebiendo margaritas heladas. El lugar estaba decorado con langostas y trampas de pesca y ese rollo. Después volvimos al coche de Judy. Esa noche fuimos al bar gay de Augusta. Dios, qué noche. Tomamos speed, nos emborrachamos, era todo muy sensual. Todos los tíos bailaban sin camiseta. Nos dio un subidón. Nosotras también queríamos quitarnos la camiseta. Y así lo hicimos. A todo el mundo le pareció genial la idea excepto al gerente del bar y a un par de camareros maricas. Vestíos. Los tíos no se tienen que vestir. Pues os vais a la calle. No podéis estar sin ropa en este bar. Poneos las camisas y a la calle. Nos fuimos. Pero antes nos quitamos los pantalones y caminamos hacia la salida. Chris les tiró una botella de cerveza. Ella siempre con tanto estilo. Todo esto fue hace tres años.

Después de eso, todo siguió en la misma línea. Una noche, yo estaba en plan cariñosa en el asiento trasero del coche de Judy con Darragh, su exnovia, pero en realidad, estábamos buscando a Chris, que nos había dejado porque estaba en busca de otra persona, un hombre. Estábamos todas borrachas, obviamente. A Chris la había detenido la policía por conducir colocada, en nombre de alguna de esas leyes de Maine. Era muy frecuente que te arrestaran por eso. Trabajábamos en una fábrica y cada mañana, o casi cada mañana, detenían a alguien por exceso de velocidad, por conducir bajo los efectos del alcohol, o por terminar en algún accidente y acabar a puñetazo limpio. Así es el estado de las gorras de béisbol y los camiones. Me encantaba. Todos los hombres eran muy hombres, y nosotras éramos todas lesbianas, y emborracharse era el plan favorito de todo el mundo. Después del trabajo, nos sentábamos en el césped y Casey, el jefe, traía cajas y cajas de cerveza (Bud Light y Labatt’s), y empezaba el desfase. Sheila era un problema. Era la chica rubia del grupo y la novia de Casey, y estaba muy interesada en el hecho de que Christine y yo fuéramos lesbianas. A ver, yo soy presa fácil para el paternalismo, me encanta tener como jefe a un buen chaval, y cuando su novia se pone seductora, aunque a mí me encante y quiera ser su objeto de deseo, hago un esfuerzo y salgo por la tangente.

Chris dejó de beber después de la noche en que la detuvieron. Igualmente tenía que ir a juicio. Era un follón. Me encantaba su versión sobria, se ponía cada vez más guapa, estaba radiante y se deshacía de la barriga cervecera. Nunca vi a nadie cambiar tanto con esa decisión. Era un verdadero alivio. Una noche, yo estaba en la cama con Judy y ella fue a por mí con una barra de hierro. Te voy a deformar la cabeza, idiota. Qué miedo ese momento. Veía su sombra levantando la barra, contra una luz potente que la iluminaba desde atrás. Había pasado una semana allí el mes anterior y me sentía en Valhalla. Estaba en el paraíso. La casa de Judy está en medio del campo de Maine, con ovejas balando fuera, y tenía perros como Myles, un labrador negro, gatitos, gallinas, un gallo, huevos siempre frescos y desayunos increíbles con patatas fritas y Tía María en el café que tomábamos en la cama. Cuando logré levantarme, una de esas noches, Chris y yo nos emborrachamos y nos volvimos a enamorar al instante. Nos besamos en el pasillo, preguntándonos: qué hacemos con Judy. Así que terminamos las tres en su cama gigante. En un momento me monté encima de Judy. A Christine no le gustó tanto el asunto. Se suponía que yo tampoco me tenía que involucrar demasiado. Todo eran peleas y choques desde el principio, aunque solo hubo una explosión importante esa semana: Chris se había ido a correr, Judy y yo nos quedamos en la cama. Cuando volvió, estábamos justo en medio de (¡¿por qué coño nunca me haces eso a mí, Judy?!) la acción. Judy le daba todo lo que quería. Chris era una tirana emocional. Habíamos vivido un par de años juntas en Nueva York antes de que se mudara a Maine. Solo había que fijarse un poco en los vaivenes de la relación que tenía con Judy para ver lo imposible y demandante que era. Yo era como una nube de bondad que flotaba y se movía lentamente, y esperaba ser reconocida. No entendía por qué la vida se me hacía tan insignificante. Siempre sentada en cualquier sofá o bebiendo whisky ajeno en mi piso, hasta que se me ocurría decir: Ahora salgamos. ¿Tienes algo de pasta? No tengo un duro hoy. Lo siento.

Una noche después del trabajo salimos todas a beber por Bath, Maine. «Todas» éramos Chris y yo. Ella, completamente desatada. Me pareció muy bien. Sheila quería ir de fiesta con nosotras también, y teníamos que ir a casa a recoger a Judy. Creo que esa noche iban a tocar con un tipo de Bath, Mr. Michael, una especie de arquitecto que vivía en un loft. Los amigos de Judy eran todos profesionales con empleos fijos que se hacían los artistas. Daban bastante asco y tenían de todo: coches, casas, lofts, etc. Eran mamis y papis insípidos sin nada que decir, pero resultaban fantásticos durante un rato. Para mí, eran todos una farsa.

No creo que Judy estuviera loca de amor por mí. Mi rol era neutralizar un poco las cosas. A veces, Christine se emborrachaba y me llamaba. Otras, se dedicaba a hablar de mí sin parar. Vale, detengámonos en esa imagen para analizarla. Algunas noches Judy y su pandilla de tíos sarnosos rondaban por casa. Uno de los que siempre aparecía era Ron, el leñador, con quien siempre estaba a punto de montárselo o el otro que era un poco falso y que sabía mucho de electricidad o de no sé qué. Eran unos antiintelectuales que morían por follarse a Judy y ella los mantenía cerca, ni idea por qué, entretenimiento supongo, y también porque le servían, la ayudaban, y a ella le parecían pintorescos y admirables. La hacían sentir parte de ese mundo rural. Ella era consultora de una asociación ambiental, iba a visitar piscifactorías y volvía borracha. Pasó de tener una vida de bróker en San Francisco a ser parte del mundillo del cine. Judy parece muy correcta y nunca se cansaba de hablar de todas las escuelas de niñas bien que había abandonado. Su madre es alcohólica y Judy es la típica persona que desprecia a su madre, pero es exactamente igual que ella.

Así que un día Judy le dijo a Chris, dando una vuelta con el coche: no entiendo por qué Eileen se cree la dueña de la verdad y siempre tiene que tener la última palabra. Eso dijo. Lo más gracioso es que yo me imagino a su coche diciendo esa frase. O sea, un plano de uno de esos Datsun blancos, medio destartalados, por una carretera estrecha y ventosa de la costa central de Maine, y el coche que dice «… siempre tiene que tener la última palabra». Vete a la mierda, Judy.

Me acuerdo muy bien de esa noche fatídica. Yo, de pie en la parte de atrás del camión, bebiendo una Bud Light y pensando: no va a ser una salida perfecta, aunque en ese momento lo parecía, mientras íbamos de camino a Bath. Judy y Chris iban a tocar con Michael: Judy al bajo, Christine a la percusión y Michael como vocalista. Sheila y yo nos íbamos a dedicar a deambular por los bares. Suena genial, pero ¿qué pasó?

Eso era lo que quería decir sobre Judy y su cuadrilla de rústicos. Que esa noche ella había invitado a todos esos tipos cachondos y apestosos. Preparamos una jarra de daiquiri de fresa y le pusimos Mount Gay, un ron que yo bebía compulsivamente. Chris se emborrachó y le pasó un papelito a Judy que más tarde descubrí que ponía: te quiero comer. Así es como Christine pagaba el alquiler. Así que les dio la risa tonta y se fueron tambaleándose, y me dejaron de árbitro de sus encantadores amigos. Para eso me invitaron a Maine. Esos tíos hablaban muy lento y paraban después de cada frase a la espera de una «reacción femenina». Lo máximo que me salía era un «je» de vez en cuando. Después de un rato, me limité a mirar el suelo.

(…)

—————————————

Autora: Eileen Myles. Título: Chelsea Girls. Traducción: Flor Braier. Editorial: Las afueras. Venta: Todos tus libros.

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