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Ceniza - Zenda
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Ceniza

[Imagen: Inés Valencia] LOS TRECE ESCALONES, XXIV: CENIZA Tenía que admitirlo, la casa era hermosa. Una construcción sólida, sobria y elegante, lejos de los a menudo estrambóticos gustos de los indianos, tan dados a demostrar su recién adquirida fortuna levantando palacios excesivos con torres picudas y vidrieras coloridas. Aquella no. Aquella era cuadrada, blanca, sencilla...

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XXIV: CENIZA

Tenía que admitirlo, la casa era hermosa. Una construcción sólida, sobria y elegante, lejos de los a menudo estrambóticos gustos de los indianos, tan dados a demostrar su recién adquirida fortuna levantando palacios excesivos con torres picudas y vidrieras coloridas. Aquella no. Aquella era cuadrada, blanca, sencilla y a la vez majestuosa, con su escudo de piedra en el frente, su galería de madera acristalada que se asomaba al valle, su portalón imponente, sus muros encalados.

El flamante propietario, Samuel, había tenido el buen juicio de mantener intacto su estilo, o, al menos, de no llenarla de modernidades innecesarias que sin duda le habrían restado encanto. Las recientes reformas no rompían la armonía del conjunto. Cada detalle se había escogido con cuidado: desde los delicados pomos de loza de las puertas, que imitaban a la perfección los gustos antiguos, hasta las pesadas lámparas de hierro forjado, que, aunque fueran imitaciones actuales, encajaban sin estridencia en el entorno.

Cada habitación era un pequeño tesoro de techos altos, vigas a la vista y generosos ventanales. Las camas, grandes y esponjosas, parecían centenarias, y estaban cubiertas por colchas blancas que casi podrían considerarse obras de arte.

—Una bañera con patas —exclamó Óscar, entusiasmado—. Siempre has querido bañarte en una de estas, ¿no?

Le di la razón, a regañadientes. No me había mostrado especialmente feliz con la idea de pasar el puente en un alojamiento rural. Como férreo urbanita, el plan de perdernos en un pueblito norteño de montaña me resultaba incluso inquietante. Mis pies no sabían moverse por caminos sin asfaltar. Mis pulmones encontraban excesiva la pureza del aire, que Óscar inhalaba a bocanadas, con placer de adicto. Él se había criado en el campo, al fin y al cabo. Decía que la urbe lo estaba matando lentamente. Yo sentí que a mí iba a ocurrirme exactamente lo contrario: la naturaleza acabaría conmigo. Toda esa… quietud… Contuve un suspiro y me repetí mentalmente que mi actitud era estúpida e infantil. Solo eran tres noches, por Dios.

—Esto es una maravilla —parloteaba mi amorcito, mientras deshacía la maleta y tomaba posesión del lugar—. El pueblo donde nací está a un par de horas caminando. Nos daremos un paseo, el paisaje es espectacular. Mañana comeremos en Casa Trini. Esa mujer hace unos cocidos que te caes de espaldas. Todo casero, olvídate de finuras. Te ponen la olla directamente en la mesa para que te hinches.

No pude disimular una mueca de horror. Lo estaba viendo, y, de hecho, casi lo estaba oliendo. Embutidos grasientos, quesos mantecosos, pucheros rebosantes de calorías y postres hechos con una cantidad de azúcar que yo no consumiría ni en tres meses.

—No pongas esa cara, Chus —me regañó Óscar—. Puedes saltarte la dieta por una vez, digo yo.

Desistí de explicarle que mi forma de comer no respondía a dieta alguna. Era una vocación. Concretamente la de cuidarme y estar sano, caray. Mi cuerpo es mi templo, y todo eso. Claro que era inútil debatir con alguien que vivía a base de ganchitos color naranja, refrescos carbonatados y chocolate, y tenía la desfachatez de estar más guapo y más en forma que yo, el Señor Acelga. Sí, el mote era cosa de mi novio, que siempre ha sido muy graciosillo.

—Vamos a dar una vuelta —propuso de inmediato—. ¿Oyes los cencerros? Seguro que al final hasta consigues ver una vaca o dos.

Cielos. Vacas. Nunca había tenido una cerca.

Bajamos las escaleras, que crujían de un modo lastimero. Toda la casa estaba llena de ruidos que me llenaban de aprensión, pero a Óscar aquello le parecía de lo más normal. Diría que hasta le gustaba.

Samuel estaba sirviendo café («de puchero», me aclaró mi chico, y añadió un encendido «el mejor del mundo, ya verás»). Era un hombre de edad indefinida, seguramente mucho más viejo de lo que aparentaba. Alto, muy flaco, con la piel tostada y el pelo ya escaso, completamente blanco. Tenía unas manos gigantescas, de esas que pueden tumbarte de un bofetón sin mayor esfuerzo. Vestía unos tejanos gastados y una camisa de franela, de cuadros rojos. Probablemente no había salido de aquel pequeño rincón del mundo en su vida, y a mí me preocupaba especialmente qué pensaría de tener alojados bajo su techo a dos hombres que, a todas luces, eran pareja. Si el asunto le molestaba, desde luego no lo dejó ver. Se mostró atento y amable todo el tiempo, sobre todo con Óscar, que estaba en su elemento. Mientras tomábamos el café (que me iba a desvelar para una semana, eso como poco) y degustábamos una indecente cantidad de rosquillas (que, calculando así por encima, equivalían a mi ingesta alimenticia de quince días), mi novio mantenía una animada charla sobre cosas que me sonaban a chino mandarín. Sembrar esto y lo otro, ordeñar ganado, matanzas de animales y otros horrores similares.

—¿La casa era de su familia? —pregunté, más por cortesía que por genuino interés.

—No, no, qué va —respondió nuestro anfitrión—. Yo nací y me crié en el pueblo de abajo. Esta finca era de don Dimas, que de joven se fue a Cuba y volvió forrado en oro. A la vuelta se casó con la pequeña de los Piñera. Vivieron aquí siempre, con una reata de hijos, nueras, yernos y nietos. Una familia bien grande, la verdad, como se estilaba entonces. Algunos se fueron marchando a la capital, o a otros pueblos. Don Dimas quiso que estudiaran todos y se ganaran bien la vida, a pesar de que se decía que él tenía dinero como para aburrir. A las hijas las casó bien, con médicos y arquitectos. Menos a una, que salió monja, y a la mediana, que se quedó soltera y cuidó de los padres. Una familia de bien, aunque hubo mucho revuelo cuando desapareció Azucena.

—¿Que desapareció? —inquirió Óscar, intrigado—. ¿Quién era? ¿Una de las hijas?

—Una nieta, la mayor —aclaró Samuel—. Se esfumó sin dejar rastro, y mira que la buscamos… Yo era un chiquillo, pero me acuerdo. Se dijo de todo: que se había caído al pozo, que se había largado con los feriantes, que había perdido la cabeza y andaba perdida por el bosque… Hasta se oyeron rumores de un lío con el novio de su tía Hortensia, pero vete a saber. Cuentos de viejas. La cosa es que, al final, Hortensia no se casó, y el novio se volvió a Castilla, así que…

—Menudo drama —exclamó Óscar. Se lo estaba pasando en grande—. ¿Usted cree que pudo ser un crimen pasional, o algo?

—Yo no creo ni dejo de creer —repuso el anciano, rascándose la cabeza—. Mi hermana, que sirvió en esta casa de joven, no paraba de repetir que se oían los lamentos de Azucena, que andaba penando por los rincones. Y que debía de seguir enfadada, porque cambiaba las cosas de sitio y hacía desaparecer las llaves. Al final dejó el trabajo, y mira que se ganaba bien, pero andaba la pobre de los nervios.

—Estupendo, una casa con fantasma —mascullé, echándole a Óscar una mirada asesina.

—Te quejarás —soltó él, con una sonrisa de oreja a oreja, como si acabara de acertar una quiniela.

Nos despedimos de Samuel, que nos aconsejó volver antes de las diez para que no se enfriara la cena. Su mujer iba a hacer sopa de cebolla y a freír unos filetes con patatas y pimientos. Quise morir solo de pensarlo.

Siete horas después, tras el «idílico» paseo con el que Óscar me amenazara, una cena para cuatro con la que podrían haberse empachado doce, y un baño de espuma que me devolvió a mi condición de ser humano, los dos caímos en una especie de coma profundo del que algo logró sacarme a eso de las tres y veinte de la madrugada. Me incorporé en la cama, sobresaltado. Agucé el oído, pero a mi alrededor todo era calma, salvo por los suaves ronquidos de Óscar. Estaba a punto de dar media vuelta y seguir durmiendo cuando lo oí de nuevo, alto y claro. «Chac». Una especie de golpetazo, un chasquido. Algo que sonaba como acero y madera. Se escuchó otra vez. Y otra más. Muchas veces. «Chac», «chac», «chac». Me pregunté si habrían llegado huéspedes de última hora, pero sabía bien que no. Samuel y su mujer ni siquiera dormían en el caserón, ya que tenían su propia vivienda a unos metros, al fondo de la finca. «Chac», «chac, «chac». Cada vez más claro, justo debajo de nosotros, en la cocina.

No sé si fue la sobredosis de azúcar, pero el caso es que salí de la cama y abandoné la habitación, descalzo, para fisgar desde lo alto de la escalera. Tenía el corazón desbocado, martilleándome las costillas. Por encima de aquellos ruidos rítmicos se distinguía perfectamente un lamento de mujer. Sollozos. Y una voz de hombre, ininteligible, pero seca, impaciente. «Chac», «chac», «chac»… Unos cuantos golpes más y todo quedó en silencio. Un silencio que parecía aún más aterrador después de aquellos sonidos lúgubres.

Pegado a la pared, descendí peldaño a peldaño, maldiciendo por los crujidos que me delataban. No hubo más voces. Ningún psicópata rural apareció en el recibidor dispuesto a asesinarme. Conseguí llegar a la cocina, y me adentré en ella, tratando de no desmayarme de pavor por las sombras que bailaban en la penumbra. Tanteé la pared buscando el interruptor. La visión duró apenas un segundo, el más largo de toda mi vida. Grité sin poder evitarlo y cerré los ojos, por puro instinto. Cuando los abrí, no había nada. Ni nadie.

Volé hasta el dormitorio. Estoy seguro de que mis pies no tocaron el suelo. Salté dentro de la cama y, como hacía de niño, me tapé con las mantas hasta cubrirme la cabeza. Temblaba de miedo. Me pareció una ofensa que Óscar no se despertara. Aunque, tras pensarlo bien, supe que habría sido peor. Él se hubiera burlado de mí, me habría acusado de tener alucinaciones a causa de una indigestión. Solo que yo sabía bien lo que había visto.

Pensé que no conseguiría pegar ojo tras aquella experiencia. Curiosamente, dormí como un lirón el resto de la noche, y cuando amaneció llegué a convencerme de que todo había sido una pesadilla. Samuel nos esperaba abajo, acompañado de un opíparo desayuno.

—¿Han pasado frío? —quiso saber, solícito—. Dejé la chimenea bien cargada, pero a veces esta mole no tira bien. Es como que se atasca…

Óscar le tranquilizó de inmediato, asegurándole que habíamos descansado como nunca.

Me bebí el café a sorbos rápidos, deseando salir al aire libre, tratando de no mirar hacia la chimenea. Ya no estaban allí, por supuesto, y reconozco que a plena luz todo me pareció irreal. Con todo, no quise volver a mirar. Por si veía otra vez las piernas de Azucena, manchadas de ceniza.

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Lenka Dángel

Lenka Dángel (pseudónimo, obviamente) nació en Gijón en 1978, por fortuna en una casa llena de libros. Fue desde niña una lectora compulsiva con un, a decir de sus profesoras, “exceso de imaginación”. Empezó a escribir poesía a los nueve años, en certámenes escolares y para rellenar secciones en la revista anual del colegio. Abandonó los versos muy pronto y se decantó por los cuentos y las obras de teatro, fascinada por Lorca y por su admirado paisano Alejandro Casona. Abrazó la fantasía con Ende, Durrell, Gripe y Dahl. Sus primeras lecturas adultas fueron obras de Márquez y Pérez-Reverte que su padre, marino de profesión, escamoteaba en los barcos. Estudió Educación Social, interesándose especialmente por impartir talleres de Animación a la lectura y de Escritura Creativa a jóvenes en riesgo de exclusión (en algunos de dichos talleres tuvieron la gentileza de participar los tristemente fallecidos Justo Vasco y Luis Sepúlveda, compañero y amigo de Zenda). Colaboró durante cinco años con la revista ‘La Brocha’, reseñando exposiciones artísticas. Tiene varios microrelatos publicados en diferentes antologías y aspira a que su primera novela vea la luz algún día.

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