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Celebrar las derrotas - Zenda
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Celebrar las derrotas

La novela que rechazaron sería la última de cuantas he escrito que se quedaría sin publicar, pero en aquel momento yo no era capaz de intuirlo. Contaba con escasos 26 años de edad y llevaba intentando abrirme camino desde los 18. Recuerdo que la carta me sentó como un tiro. A pesar de ser una...

Hace unos días estaba rebuscando en un cajón cuando encontré, por casualidad, una antigua carta de rechazo de una editorial. Tenía fecha de mayo de 2005 y estaba escrita en un tono cordial y respetuoso. Explicaba que se habían visto obligados a prescindir de mi texto por razones de saturación editorial, y no por cuestiones de calidad.

La novela que rechazaron sería la última de cuantas he escrito que se quedaría sin publicar, pero en aquel momento yo no era capaz de intuirlo. Contaba con escasos 26 años de edad y llevaba intentando abrirme camino desde los 18. Recuerdo que la carta me sentó como un tiro. A pesar de ser una de las pocas veces en las que habían respondido. O, quizá, precisamente por ello.

En el resto de los casos, la ausencia de respuesta me había permitido imaginar la razón que me hubiera dado la gana: tal vez no habían llegado a leer la novela; tal vez no habían llegado ni a abrir el sobre.

Pero aquella carta era una manifestación explícita de mi derrota.

"No hay peor derrota que la que sólo es conocida por quien la sufre"

Estaba cansado de intentarlo. Llevaba demasiados envíos a mis espaldas. Demasiados viajes a las tiendas de fotocopias para imprimir, copiar, encuadernar. Demasiadas cartas de solicitud. Demasiados certámenes.

No conocía a nadie del mundo editorial. Ni siquiera conocía a nadie que conociera a nadie del mundo editorial.

Empezaba a plantearme, seriamente, que nunca lo lograría.

No hay peor derrota que la que sólo es conocida por quien la sufre. El hipotético triunfo que se esfumó, y del que el mundo nunca llegó a tener noticia. Porque, al fin y al cabo, un fracaso con el que otros pueden identificarse está más cerca de la victoria. Pero la soledad del vencido es insoportable.

Todos nos vemos abocados a ello en algún momento: a quedarnos a solas con nuestras heridas. A pesar de que creamos que nos hemos estado preparando para lo peor.

La creación de una obra es un proceso de pertrecho constante de nuestra armadura. Nos vamos construyendo al tiempo que construimos el edificio, dejando algo de nosotros en él. Unimos nuestro destino al suyo, y sentimos que lo que termine por pasarle nos estará pasando también a nosotros. Una manera como otra cualquiera de desnudarse.

Pero después llega el final. La entrega. La mirada ajena. El juicio sobre lo construido. Y la derrota se hace presente, antes incluso de que pueda ocurrir. Y a veces no hemos tenido tiempo de volver a vestirnos.

No estamos listos para el impacto.

"Ni el mejor de los escritores sería capaz de desgranar todo lo que ha vivido durante la generación de una novela"

Nadie recibe más palos que un artista, porque nadie se expone tanto. Colocamos varios años de nuestra vida a merced del análisis de unos pocos días. Y pretendemos recibir justicia. Pero es imposible. Nunca existe. Ni el mejor de los escritores sería capaz de desgranar todo lo que ha vivido durante la generación de una novela. Hay demasiado detrás. Demasiados ratos de incertidumbre; de cabreo. Giros por esquinas equivocadas, que prometían amplias avenidas y que terminaron llevándonos a callejones sin salida. Pero esos los hemos borrado. Han desaparecido de la existencia, junto con los disgustos que acarrearon.

Lo que hemos entregado es sólo una parte de lo que ha ocurrido. Una fotografía del viaje, que ni siquiera pertenece a la misma dimensión del país en el que fue tomada.

No recuerdo exactamente lo que hice después de recibir aquella carta, pero puedo imaginarlo. Porque siempre hago lo mismo: salgo a celebrarlo. Es una lección que me enseñó mi mujer, y que considero una de las más importantes que he aprendido en la vida. De hecho, una vez lo puse como dedicatoria de una novela, tal cual: «Para Miriam, que me enseñó a celebrar las derrotas». Y no recibí ningún comentario al respecto.

No sé si fue porque lo entendió todo el mundo o porque no lo entendió nadie. O porque lo consideraron algún código secreto de mi matrimonio y decidieron respetarlo. El caso es que no significaba nada distinto de lo que decía: que lo que tiene sentido celebrar son los malos momentos. Es ahí cuando necesitas que te obliguen a salir de casa, para estar con tu gente. Para que te sostengan y te ayuden a caminar. Para que se emborrachen contigo, y se rían de tu mala suerte, y te ayuden a que tú también lo intentes. Es ahí cuando viene bien una fiesta, el champán o la buena comida.

"Eso convierte a esta carta en una medalla. La medalla del perdedor"

Los malos ratos son los que generan los mejores recuerdos. De los buenos momentos no te vas a reír tanto en el futuro, porque no tienen tanta gracia, ni son tan interesantes.

Los buenos momentos no hace falta festejarlos. Se festejan solos. Cuando te sonríe la suerte, todo el mundo te cae bien, todas las reuniones saben a verbena y cualquier comida es un manjar. No requieren el más mínimo esfuerzo.

A aquella novela le faltaba algo. Un toque de atrevimiento. Tenía una estructura aceptable, una construcción de personajes decente y el tema era interesante, pero seguía siendo demasiado correcta. Le faltaba locura; le faltaba esa sensación de estarse exponiendo demasiado. El miedo de lo que fueran a pensar de mí.

Le faltaba una derrota. Y por eso se la llevó.

Pero si esa carta estaba todavía en aquel cajón, tenía que ser por algo. No la había roto ni la había tirado a la basura, a pesar de la decepción. Seguía intacta, dentro del mismo sobre en el que llegó. Eso significa que quise conservarla.

Seguro que volví a leerla. La debí de sacar de vez en cuando del cajón, para asegurarme de que seguía diciendo lo mismo, o de que yo seguía interpretando los mismos matices en el mensaje: aquella cordialidad de la que era tan difícil sospechar. Aquella amabilidad que, en los días malos, debió de parecerme engañosa.

O tal vez se tratara de algo parecido a lo que he sentido esta vez al reencontrarme con ella. Esa sensación, tan extraña, al ver el título de mi novela escrito en cursiva en aquel papel, como dándole la oportunidad de acercarse, sólo un poco más que la novela anterior, a quedar impresa en las páginas de un libro.

Eso convierte a esta carta en una medalla. La medalla del perdedor.

Porque fue una derrota, sí, pero nunca estuvo sola. Formaba parte de un camino que me estaba llevando a alguna parte.

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Rodrigo Palacios

Rodrigo Palacios (Madrid, 1979) es escritor y guionista. Estudió interpretación, aunque nunca ha trabajado como actor. Ha publicado novelas que van desde el thriller a la fantasía medieval. Su último libro es «La cámara del oro», en el que presenta dos historias paralelas, una en la actualidad y otra en los albores de la Guerra Civil, ambas entrelazadas alrededor de un plan de robo del oro del Banco de España. @rpalacioscom

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