Sale uno a la calle, echa un vistazo y demasiadas veces tiene la impresión de que el mundo se está apueblerinando. Vamos, que se está haciendo cada vez más pequeño. Y eso que fenómenos como Putin, el Brexit o Irán pueden invitar a pensar que se está haciendo cada vez más grande: tan grande que para algunos resulta inabarcable.
El poeta español Miguel Hernández, otro cosmopolita, sólo que veintidós años más joven, es decir, con edad para ser su hijo, elogió al “soldado internacional caído en España”: lo hizo con imágenes que han trascendido la circunstancia, como entendió muy bien Joan Manuel Serrat, para convertirse en monumento al “alma sin fronteras” de aquellas generaciones que, si se formaron traduciendo a Plutarco, también lo hicieron leyendo a Verne. E incluso a Marx.
“Si hay hombres que contienen un alma sin fronteras,
una esparcida frente de mundiales cabellos,
cubierta de horizontes, barcos y cordilleras,
con arena y con nieve, tú eres uno de aquellos”.
Dos años más joven que Hernández, el “alma sin fronteras” de Celso Emilio Ferreiro, otro poeta, se soñaba regresando a su Galicia natal. Por desgracia, no podía encontrarla porque estaba en él y, sencillamente, era imposible que regresara a un sitio del que nunca se había ido. Él era su propia Galicia ideal, circunstancia que lo alejaba más de la real que si se hubiera ido al otro lado del mundo.
“Un día voltarei, nativa terra,
a descansar en ti dos meus camiños,
mais non te alcontrarei. En min te levo,
pero eu estou moi lonxe, lonxe, lonxe».
El pequeño drama del autor de la Longa Noite de Pedra, del Soño sulagado (al que pertenece este poema), y de un hermosísimo libro de relatos, A fronteira infinda (o sea, La frontera infinita) fue ser un desarraigado. Como León Felipe, veintiocho años más viejo (y sólo cuatro más joven que Lawrence) que se pasó la vida añorando una comarca, una patria chica y una tierra provinciana.
“¡Qué lástima
que yo no tenga una patria!
¡…que yo no tenga comarca,
patria chica, tierra provinciana!”
León Felipe quería ser propietario y tener una patria suya: en realidad arrastraba un cajón de contradicciones, igual que T. E. Lawrence y C. E. Ferreiro. Después de lamentar la carencia de patria propia en propiedad, terminó por cursar una invitación (a no se sabe muy bien quién) a que tomara posesión de todas las patrias “para que sean todos los pueblos y todos los huertos nuestros”. Este “internacionalismo posesivo” fue una destacada conquista mental de la época que vio como las diligencias dejaban paso al automóvil.
Al cabo de cien años —y qué cien años—, instalados en la “instantaneidad”, el palo-selfi y rayaner, hemos dado en reivindicar casa-tarradeias (“como en casa, ni hablar”), en añorar un impostado pais petit y en soñar con un televisor, un sillón y una hipoteca, bonito belén mental que, de momento, nos mantiene a salvo de la tiniebla exterior “donde todo es llanto y crujir de dientes”, como amablemente nos recuerda San Mateo. Entre tanto, los telediarios desgranan espectáculos como los fuegos artificiales de la “gran madre-patria Rusia” en los campos del este. O como el Britain Exit y el Make America Great, con performance en nada menos que el Capitolio de los Estados Unidos de América. Exhibicionismo, impudicia, vanidad, horror… la pornografía legal de una época en la que el no va más es apuntarse al tour Anatolia Misteriosa, al Vietnam Mon Amour o al Uganda Salvaje. O a cualquier otro similar para, a la vuelta, encontrar refugio en un tresillo convertido en trinchera desde la que suscribirse a netflis dando vivas a “la república independiente de mi casa”. Un tresillo bordeado de concertinas y torres de ametralladoras en las cuatro esquinas. En fin: que por mucho que llamen a la puerta, yo ya no abro ni al mensa de Amazon.
Porsia.
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