El jardín de la casa de Chamartín habla. No es un jardín domesticado de hierba brillante. Es un recorte de monte bajo que parece haber llegado volando con sus olivos, sus arbustos salvajes, su lavanda y su jara… desde la sierra de Guadarrama, y se ha plantado aquí, de repente, como un parche. De una rama pende una urraca que primero ha revoloteado por un tupido madroño. Altiva y brillante, mira fuera, hacia el otro lado de un muro donde todo es normal: la ciudad, con sus ruidos y sus coches.
En una pequeña colina donde las vistas eran deliciosas y brillaba el sol, allí, al final de la Cuesta del Zarzal en El Olivar, decidieron edificar esta casa. Me imagino ahora a María asomada en el torreón esperando tal vez que el aire que pega hoy en Madrid, en esta parte de la ciudad que ya no está a las afueras, le traiga un romance. Mientras, Ramón se afana en su escritorio rodeado de ventanales que abre de par en par para que entre ese viento y ese sol:
“La casa ha de tener no ya ventanas sino balcones; que entre la luz y el aire para vivir hacia adentro, para sí mismos, no para los demás”… escribiría Menéndez Pidal.
La primera vez que estuve aquí fue el pasado verano, cuando el jardín crujía un poco doloroso; pero aún así, después de una larga caminata por la ciudad tórrida a finales de julio, me pareció un espejismo, como un sorbo reciente. Porque moviéndome por sus recovecos todavía se había quedado levemente pegada la ingenuidad de la mañana fresca. Y al fondo, en uno de los extremos, el sol hacía lo suyo, que era dar latigazos, ahora hacia un pequeño patio con arcos brillando en un alicatado blanco de ladrillos.
Justo debajo de uno hay un desagüe seco de una ducha en un solárium inundado, en estos tiempos, por algunas hojas secas. Y en ese pequeño espacio, entre la tapia y un olivo, me quedé sorprendida de sorprender, contemplada al contemplar a María y a Ramón desnudos, tomando allí los vigorizantes baños de ese sol.
Ramón Menéndez Pidal y María Goyri llegaron aquí en 1925 después de 25 años casados. Se instalaron en ella con Amalia Goyri (1875), la madre de María; con su hija Jimena (1901), licenciada en filosofía y letras y profesora en el instituto libre de enseñanza, y el marido de ésta, Miguel Catalán, que ya era entonces un científico brillante; y con Gonzalo, su otro hijo, entusiasta de la fotografía y el cine, que ya tenía 14 años.
(El pequeño Ramón (1904), había muerto con 4 años un verano en el Paular, en Madrid, donde acostumbraba la familia a veranear en las celdas alquiladas del monasterio y al que acudían muchos veranos con otros intelectuales y amigos).
Al llegar a la casa de Chamartín acababa de publicar Menéndez Pidal, su Poesía juglaresca y juglares, donde investigaba la vida de la poesía en Castilla y reconstruía en ella la primera serranilla.
Ramón es ese historiador, ese filólogo que intenta ir al origen, apasionadamente, buscando documentación de forma rigurosa y con un lenguaje sobrio y escueto cuyo motivo es sacar a la luz aquella tradición oral u escrita que pudiera estar oculta.
Hace de la Edad Media su época preferida y de la búsqueda del romancero tradicional, junto a María Goyri, una forma de vivir, apasionados como eran del senderismo por la Sierra de Madrid y de los viajes por España. Fue en 1920 cuando junto con su hija Jimena viajaron a Granada donde estuvieron guiados por un jovencito llamado Federico que con el tiempo, e influido sin duda por el matrimonio, se convertiría en el García Lorca del Romancero gitano.
Pero antes, los recién casados, también habían unido su instinto aventurero e hicieron un viaje de novios sin precedentes al recorrer a pie, en carro o en burro la topografía del Cantar de mio Cid. Porque fue, precisamente, su trabajo sobre el Cid el que le trajo el reconocimiento cuando en 1895 se hizo público el fallo del jurado del premio otorgado por la RAE (de la que sería años más tarde su director, en 1925).
Y en Osma estuvieron un día 28 de 1900 en esa peculiar luna de miel, dispuestos a presenciar un anunciado eclipse de sol, cuando sucedió que María tuvo la suerte de toparse con una lavandera. Y fue ésta la que, con sus canturreos que dejaba deslizar al sacudir la ropa contra la piedra, hizo que el matrimonio se olvidara prácticamente de ese fenómeno que estaba sucediendo en el cielo, ya que a Goyri le pareció que el gran acontecimiento sucedía entre esa señora y ella, y en la tierra.
María empezaba a tararear el romance de La boda estorbada y la lavandera, ante su sorpresa, continuaba:
“La reina, como era niña, todo se le va en llorar.
Pasan días, pasan meses, pasan años por allá;
han pasado los seis años del conde sin saber ná”
Después, con las manos aun mojadas, se arrancaría con otros cánticos que para el matrimonio eran desconocidos, aunque enseguida pudieron intuir su importancia y procedencia. Y así, de esta manera, empezarían a crear el gran Archivo del Romancero, para el que no dejaron pasar la oportunidad de encontrar recolectores el resto de sus vidas.
Al auditorio del Ateneo de Madrid no para de entrar gente. Ya entre los asientos de terciopelo rojo apenas queda un sitio. Los cortinones de la entrada incluso se retiran para que corra el aire encerrado. En el escenario una mujer de 19 años, de mediana estatura, tez blanca, pelo negro, ojos verdes y nariz aguileña habla acaloradamente:
“…¿Habíamos de reunirnos y de establecer una sección para decir que la mujer debe hacer lo que hasta ahora: estudiar para maestra? ¿Y si hay alguna que quiera estudiar más? ¿Que lo haga?
Las mujeres presentes asienten… y ella después continúa:
“…Es el miedo de los hombres a que les hagamos competencia…”, sigue diciendo entre aplausos.
La joven es María Goyri en el Congreso Pedagógico de 1892 con motivo del centenario del descubrimiento de América en el gran Ateneo de Madrid. María, que hasta entonces ha sido alumna de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer (cuna del feminismo), da una contundente réplica en apoyo al manifiesto leído de Concepción Arenal, que había sido duramente criticado en este mismo congreso. El auditorio se viene abajo, y a su término la mismísima Emilia Pardo Bazán se despide de María Goyri con un fuerte y acogedor abrazo. Será un momento crucial en su vida, a punto de ingresar, después de muchos obstáculos, en la Facultad de Filosofía y letras, convirtiéndose en la primera mujer que curse oficialmente una carrera en España.
A Ramón Menéndez Pidal le llegan los rumores de esa conferencia de María en el Ateneo, con la que coincidiría en ese mismo espacio unos años después, y empieza a sentirse atraído por su personalidad, dejando a un lado las proposiciones de su tío Alejandro (entonces presidente de las Cortes del Gobierno de Cánovas) para que se case con una rica heredera. Pero lo que le atrae a Ramón de María es su personalidad, su inteligencia, algo que la hace distinta. En efecto debe de serlo, ya que no tantas mujeres de su época pudieron acudir a clases de pintura, de música e incluso a un gimnasio rodeada de chicos. Una mujer diferente, hija y nieta de madre y abuela soltera. Una mujer dispuesta a conseguir sus metas, inquieta y con una gran cultura.
La casa de Chamartín tiene dos pisos, un torreón y un sótano. La madera pulida y la luz corriendo por las escaleras y los lomos de los libros. Es un centro de investigación y estudio con más de 30.000 volúmenes repartidos en distintas bibliotecas imposibles de resumir: La de autores clásicos, en la que destaca entre otras joyas un manuscrito de Góngora; de autores modernos con obras de contemporáneos a Menéndez Pidal, especialmente de la Generación de 27, con libros dedicados por sus autores y en muchos casos con anotaciones del propio Don Ramón; la biblioteca de Sainz de Bujanda con primeras ediciones de Azorín, Baroja o Machado; las revistas de filología románica en la Sala Rafael Lapesa; la biblioteca de Hispanoamérica y por supuesto la gran biblioteca del Romancero.
Algunos de esos espacios se conservan intactos y tal como los vivieron los Pidal Goyri: el despacho de María, más pequeño, donde se conservan sus gafas, sus recortes de revistas, sus fichas y sus escritos; o el de Ramón con los borradores de sus obras, los originales y pruebas de imprenta, separatas, el archivo de notas manuscritas, cartas o fotografías.
Una casa abarrotada sabiamente y que sólo abandonaron en tiempos de guerra, pero a la que regresaría después toda la familia, haciendo de ella un hervidero de cultura frecuentada por escritores, intelectuales y artistas. Incluso en el sótano Gonzalo, ya convertido en documentalista y cineasta, habría desplegado una gran pantalla de cine, un laboratorio de fotografía y un estudio de grabación donde recogía improvisadas entrevistas o archivaba las cintas magnetofónicas con las voces de Baroja o Neruda.
Actual Calle de Menéndez Pidal nº5.
Antiguamente Cuesta del Zarzal del Olivar de Chamartín de la Rosa.
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