Sólo podía sentir de ella el fino hilo de su respiración. Sus ojos y su nariz casi habían desaparecido. Su cabeza había aumentado de tamaño. De la bella Bettina no quedaba apenas nada. Unas pústulas infectas llenaban todo su cuerpo y al romperse envolvían el cuarto con un hedor insoportable. El único dulzor eran las gotitas de miel que poco a poco iban deslizando por su garganta y la mantenían con vida; y es sólo él, el que soporta a su lado sin moverse, sin abandonarla.
Ha traslado allí el escritorio y sus libros, pero Bettina apenas está; tampoco puede escuchar las notas del violín que, tal vez, hace sonar al pie de su cama.
Una mañana, imprevisiblemente, la fiebre se va, y ella resiste hasta un punto donde la vida empieza a ganar a una viruela que ahora se defiende con terribles picores. Una electricidad que la recorre de pies a cabeza. Él sujeta sus manos para que no se rasque y así su rostro no se desfigure:
¡Oh! bella Elizabetta, si lo haces, destrozarás tu cara y nadie querrá mirarte, le dice. Y ella, animada por esas palabras, se queda quieta.
Es la primera vez que se enamora. Era también ella una niña cuando cuidaba de él; porque desde que llegó a aquella casa acude a su cama a vestirlo, a ponerle las medias, a peinar sus cabellos de chico. La misma Bettina que le lava sus muslos y le ofrece caricias con juegos que despiertan su sexo, casi dormido hasta ese momento. La que le pone en el corazón la primera melancolía, y también los celos. Él es Giacomo Girolamo Casanova. Ella Elizabetta Gozzi ( hermana del abate Antonio María Gozzi). Tienen 11 y 14 años. Giacomo va a tener el resto de su vida tres marcas de viruela, imborrables, en su cara.
Gaetano Giuseppe Giacomo, el cómico, el actor… está tumbado en la cama en su dormitorio de la pequeña casa familiar en el sestiere de San Marco, en Venecia. En torno a él se ha juntado toda la familia. Está la abuela Marzia, que siempre se ha ocupado especialmente de Giacomo, y sus otros hijos que corretean alrededor. Los nobles Grimani también han acudido. El padre de Giacomo muere. Su madre Zanneta, actriz aún joven y bella, llora desconsoladamente. Está embarazada, de seis meses, de su sexto hijo.
Una semanas después acompañada de uno de los Grimani y el escritor Giorgio Baffo, amigo de la familia, cogen el burchiello rumbo a Padua. Con ellos el pequeño Giacomo que se sorprende del suave bogar de la barca justo al final de las ocho horas de viaje. Le llama la atención cómo “andan” los árboles que puede ver cuando se asoma al filo de la ventana desde el que no alcanza a ver la orilla.
Grimani, que es ahora su tutor, y su madre se echan a reír haciéndole saber que son ellos los que se mueven, y no los árboles. “Entonces…puede que tampoco ande el sol”, les dice el pequeño. Ellos, incrédulos, se ríen de nuevo.
Es Baffo, el genio sublime —dirá de él Casanova— el único sorprendido por la brillantez del niño que dará a éste su primera lección:
“(…) Tienes razón hijo mío…razona siempre de forma consecuente y deja que se rían”.
El aire es más limpio y fresco en Padua que en la pestilente Venecia, y eso mejora a Giacomo que por constantes hemorragias nasales, de las que desconocen el origen, se siente débil. Aquella bruja de Murano, rodeada de gatos negros a la que acudió en secreto con su abuela Marzia, lo encerró en un baúl, le cantó, le lloró y le gritó compulsivamente, incluso le envío un hada a visitarle en la noche…, pero no lo curó.
“Somnia terrores magicos, miracula, sagas, nocturnos lemures portentaque Thessala rides?”
“Te burlas en sueños de los fantasmas nocturnos y de los prodigios tesalios” ( Horacio)
Ahora su sueño ha mejorado y las hemorragias son menos frecuentes; pero en los tres años que lleva en Padua ya ha conocido la miseria, física y de espíritu.
“Mi alma sacaba provecho de la lucha de mis males”, dice cuando escribe sus memorias. Refiriéndose a que el miedo a que lo devoren los mosquitos resta el pánico que le producen las ratas que atraviesan tranquilamente su cama mientras intenta dormir. Está en una inmunda pensión en la que su madre, indirectamente, lo ha abandonado. Nuevamente Marzia lo rescata. La abuela que siempre lo ha cuidado, mientras sus padres pisan los teatros de Europa, enseguida llegará aun acuerdo con el abate Gozzi que se convierte en su maestro. Por veinticuatro cequíes al año, podrá vivir en su casa familiar, aunque tenga que compartir con él la cama; pero es allí donde conocerá a Bettina, su amada Elizabetta.
Quizás influido por la enfermedad de ella Giacomo quiere ser médico, pero el abate insiste en que tiene que estudiar leyes. Él las aborrece, sin embargo cuando regresa a Venecia estará a punto de ser doctor en ellas a la edad de dieciséis. Su madre, de nuevo, no estará para recibirle.
Es una día frío de febrero en Venecia. Mis pasos suenan mientras camino porque todavía no ha amanecido. Aún en esa soledad, hasta puedo escuchar los tacones de Giacomo apresurados después de pasar la noche con sus “ángeles”, como el se refiere a las dos hermanas: Nanette y Marton.
La persona que aparece delante de mí no lleva peluca sino un gorro de lana y eso rompe mi ensoñación.
La luz blanquecina va mezclándose con la bruma en el Gran Canal donde las cúpulas de Santa Maria della Salute todavía están definiéndose espléndidas. (Giacomo terminaría sus estudios allí al volver de Padua).
La niebla da paso a una lluvia fina que espabila el sueño, o es acaso todo lo que veo a mi alrededor el mismo sueño. Cambio la visión idílica del agua para meterme hacia las piazzetas y callejuelas, no menos deliciosas. Contemplo, sin querer, la Fenice solitaria porque me he perdido. Entonces se me pega la palabra fenice en la lengua, terminando lánguida para mis adentros…fenice, fenic, feni.…, mientras me sitúo, de nuevo, para buscar la calle Malipiero.
He llegado por fin a su soportego, que me adentra en en una calle estrecha y oscura que rezuma humedad. Las paredes de un lado y de otro, cuarteadas, apenas dejan el hueco de un metro. El cielo es un rectángulo desigual de color gris por encima de los tejados bajos de casas austeras. Por fin, semi escondida, y antes de la salizada, veo en una esquina la placa donde dice que vivió Casanova, y me entusiasmo mucho con el descubrimiento.
Estoy sola, no hay nadie alrededor, en el extremo del sestiere de San Marco, mirando la fachada de la casa ya casi frente al Dorsuduro, y en realidad…, no sé…, miro arriba y abajo, de izquierda a derecha, hago una foto…, y sólo puedo sentirla como anécdota, como una más en la vida de este personaje. Creo que para Casanova no hay casas ya que todas ellas se desmoronan en su su espíritu de huida, aventurero, desafiante… que vive en ningún sitio, pero que sólo puede haber nacido en Venecia.
La casa de Giacomo es toda Venecia. La Venecia del siglo XVIII, la del Santo Oficio, de los espías que tan bien se extiende, se estira como los mismos surcos que forman sus canales y laceran sus orillas. Sin complejos al libertinaje, a la lujuria, a la máscara, al teatro, a los buenos vinos y a la literatura. Casanova es la pieza que encaja en cada uno de sus rincones, que se mueve sin miedo trasladando su jergón, su ropa, sus pelucas, sus libros y sus escritos. No se entiende sin sus lecturas, sin Socrates, sin Cicerón, sin Horacio, sin Virgilio:
“fata viam invenient”
Deslumbra en los salones por su brillantez y por su ingenio. Todas las casas se abren para él, se acomoda en la del Sr. Malpiero —más tarde conquistará, casi sin querer, a su amada Teresa—.
Y se ofrece generoso al sexo y hacer el amor, casi como un favor, a las jóvenes cándidas con las que se va tropezando para así evitar que caigan en las manos de hombres desalmados, extraños y viejos ( y lo curioso es que lo cree, y parece no utilizarlo como excusa).
Pasará horas tomando el te con la Sra. Orio, mientras ella desconoce que duerme en la misma casa con sus sobrinas: las dulces Nanette y Marton, y que son ellas mismas, y a escondidas, las que le ofrecen la llave de su dormitorio.
Vivirá también en el fuerte Sant´Andrea; más bien ¿encarcelado?
Salvará al Sr. Bragadin sin ser médico y se quedará a vivir con él en su palazzio, le enseñara la cábala y la magia…. Se enamorará de una rica campesina y le buscará marido. Y lo más terrible y trágico para él es que acabará encarcelado en los Plomos.
Rodeado siempre de libros para pasar las horas, y engañando con su inteligencia al pobre Lorenzo, su carcelero, un día, después de 15 meses, se fugará vestido con su mejores ropas por el tejado del Palacio Ducal, y saldrá luego por la escalera de los Gigantes atravesando la piazzeta, con su sombrero de punto de España dorado y su penacho de plumas, como si acabara de salir de una fiesta, y desde allí una góndola se dirigirá al Mestre, y después al exilio, a 18 años moviéndose por Europa.
Luis XV, Madame Ponpadour, Voltair, Franklin, Mozart serán sólo algunos de los nombres que desfilarán por las 3.648 páginas de La historia de mi vida, sus memorias inconclusas.
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