Casi todos los visitantes traspasan el zaguán sigilosos, incluso los grupos de estudiantes guasones y despistados cortan las risas en seco y empujan la puerta con timidez. Un señor de avanzada edad se ha quedado plantado al lado del pozo. Dirige primero una mirada circular entre las columnas de granito del patio y las vigas de madera, y después echa la vista, de arriba abajo, desde el lucernario que lo cubre todo hasta la piedra del suelo. Ya en la recepción, una vez aconsejado con las indicaciones de la visita, y en la mano un díptico de la Casa Museo, se aparta las gafas para escudriñar el relieve de un capitel antes de perderse lentamente por uno de los corredores.
Es curioso dedicarse a observar las caras de aquellos que están entrando. Lo llevo haciendo una media hora desde la balaustrada de la planta superior. La mía ha debido de ser de asombro ante un un espacio tan recogido, pautado, pulido y luminoso como es ese. Las de la mayoría son de expectación, tal vez de respeto. No en vano entrar en la casa del otro es algo más, es destriparle la parte que te oculta, es ponerle cara a la intimidad y al refugio que se vuelve más interesante según más profundo es el conocimiento que tenemos del inquilino, ahora ausente.
Mi primera idea al apostarme allí era hacer retornar del tiempo pasado la imagen de un niño llamado Miguel. Pero, aunque hago ese esfuerzo e intento verle corretear, me resulta imposible, sobre todo cuando me doy cuenta de que sólo estuvo aquí —en lo que fuera la casa de sus abuelos paternos— sus tres primeros años de vida. Así que reduzco el niño a bebé (rubio, castaño, delgado… quién sabe, nadie lo sabe) arropado en brazos de Doña Leonor, su madre, que atraviesa el patio una mañana de noviembre de 1547 entre una corriente de aire frío en busca de Don Rodrigo, el padre, que tiene en una de esas estancias su botica de “zurujano” donde recibe… Al sentir ahora el confort y el calor de la calefacción a mis espaldas, la criatura, que ha empezado a llorar, desaparece y así, en ese momento de tránsito, de viaje en el tiempo para atraparlos, Eva Jiménez, la directora del museo, me sorprende: “Es curioso que de la casa original sólo quede el pozo (que no el brocal) y una pared; y que sin embargo este sitio se haya convertido en un gran centro de peregrinaje”.
Llevo pensando en ello toda la mañana y, por fin, empiezo a ver las dos direcciones:
Asistimos a la vida de una casa vacía abandonada (como fue la de Vicente Aleixandre) y devolvemos con el conocimiento y el estudio al escritor, a la persona, llenando de él y de su espíritu las paredes yertas.
Porque aquí son muchos los que llegan con sus apuntes, con sus lecturas… tras la pista de Cervantes, del viajero, del aventurero, del hombre; llenos de sus penurias, sus éxitos y sus fracasos.
La casa original fue derribada, construida de nuevo y varias veces remodelada, para recrear finalmente en forma de museo el universo familiar de los siglos XVI Y XVII: el estrado del respeto, del cumplimiento, de cariño… Las salas, los aposentos, la alcoba del caballero… la cocina… etc. En definitiva, una puesta en escena decorada con muebles de la época y con un excepcional fondo bibliográfico.
Con casi 200.000 visitas al año la casa Museo de Alcalá de Henares parece ganar en popularidad a la de Valladolid o la de Esquivias (donde vivió Cervantes con su esposa Catalina de Palacios, pariente de Don Alonso Quijada de Salazar, el dueño de la casa. Aquel que los biógrafos cervantinos interpretan como un primer molde del Quijote).
En Madrid algunas placas recuerdan en el Barrio de las Letras la casa de la calle Magdalena, la del 18 de las Huertas, o la de la calle Francos, actualmente calle Cervantes. La estela de aquellos sitios que visitó, que habitó, en los que vivió… sea quizás interminable, confusa y a veces discutida. Un hombre entre el renacimiento y el barroco. Una guerra, una cárcel, una casa, una guarida, “un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme”, y que más de uno se disputa. Es gloriosa la fama de Don Quijote de la Mancha y vertiginosa la vida de su autor, como delirantes son los senderos del caballero andante.
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