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Cartografías invisibles - Miguel Barrero - Zenda
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Cartografías invisibles

Los viejos amigos Mil veces más que todas las palabras A lo largo de los años me he venido encontrando con Daniel Mordzinski —siempre por puro azar y sin que ninguno de los dos sospechase que el otro iba a pasar por allí— en lugares que van de lo exótico a lo pintoresco: el claustro...

Los viejos amigos

«Cuando pienso en los viejos amigos que se han ido», reza el primer verso de uno de los poemas más conocidos de Luis Alberto de Cuenca. Hay algo asombroso y obsceno en la facilidad con que extraviamos amistades que llegamos a considerar imprescindibles, en ese desentenderse de personas que resultaron fundamentales en un momento concreto de nuestra vida y con las que de pronto perdemos el contacto o lo debilitamos de tal forma que no queda de ellas más que un simple recuerdo, una reminiscencia vaga que acude en alguna que otra tarde ociosa para provocarnos una sonrisa o un leve rapto de melancolía del que emergemos sin grandes daños. Cuando pienso en los viejos amigos me pregunto si ellos pensarán también alguna vez en mí, si será el mío uno de los rostros que acuden a su memoria de improviso, en horas de aburrimiento o de despiste, para recordarles que una vez existí y me tuvieron cerca y llegaron a hacer conmigo planes para un futuro improbable que nunca terminó de convertirse en presente. Se da también, por fortuna, el caso contrario, amigos muy queridos que lo siguen siendo y con los que existe un vínculo tan fuerte que es capaz de vencer los impedimentos a los que obligan el distanciamiento espacial y el paso de los años. Me encuentro en Madrid con Emilio y Jesús tras casi un lustro sin vernos —ha entrado desde entonces una nueva década, y ha pasado una pandemia, y ha ido aumentando el peso de los equipajes que cada uno llevamos a nuestra espalda— y no hay extrañeza ni incomodidad cuando nos vemos, más bien es como si los relojes retrocedieran para volver al punto exacto de la última despedida y se reanudaran las conversaciones y las risas en el preciso instante en el que las habíamos dejado e incluso más atrás, porque mientras tomamos asiento en la terraza de un bar de escasas ínfulas y nulo pedigrí y van llegando a nuestra mesa las primeras cervezas se materializa un raro sortilegio que nos lleva a parecernos a quienes fuimos veinte años atrás, y vuelven a nuestras bocas palabras y expresiones que ninguno empleamos ya y regresan episodios que languidecían en la memoria sin que ninguno de los tres sintiera hasta ese instante la imperiosa necesidad de rescatarlos. Van apareciendo así, como por ensalmo, espectros de antiguos compañeros que son ahora figuras inacabadas, sombras cuyos contornos se difuminan en la bruma del olvido involuntario y a las que en algunos casos ni siquiera acertamos a poner nombre, pero que se revelan parte ineludible de un paisaje extinto que recreamos, rellenando con la imaginación las lagunas que irremediablemente se han ido abriendo en nuestra memoria. Avanzan las horas como en un encantamiento mientras la noche cae sobre nosotros, se vacía la calle y se va despoblando la terraza de la que desertan los últimos parroquianos mientras nosotros continuamos extraviados en un oasis de risas y confesiones tardías, empecinados en mantener esa ficción que caracteriza a las amistades verdaderas y que pasa por fingir que, pese a todo, los de hoy seguimos siendo los que éramos entonces, como si ni la vida ni la muerte hubiesen pasado por nosotros.

Mil veces más que todas las palabras

"De avión en avión, de orilla a orilla, la mirada de Mordzinski ha sabido construir un alfabeto universal donde riman la lucidez y la belleza, el respeto y el humor, la seriedad y la fiesta"

A lo largo de los años me he venido encontrando con Daniel Mordzinski —siempre por puro azar y sin que ninguno de los dos sospechase que el otro iba a pasar por allí— en lugares que van de lo exótico a lo pintoresco: el claustro de un antiguo convento, la orilla de un estanque, una plaza extraviada en el recoveco más ignoto de una venerable ciudad universitaria, las rocas sobre las que diluye el mar su oleaje exhausto. La suya es una biografía peculiar. De joven quiso ser escritor, de mayor se hizo fotógrafo y al cabo del tiempo se ha convertido en el protagonista principal de una novela cuya trama soporta los virajes argumentales más arriesgados y los cambios de localización menos plausibles sin que su verosimilitud sufra el menor menoscabo. En su deambular frenético del lado de acá al de allá ha ido trazando las cartografías invisibles de un territorio que no sabe de fronteras y en el que caben todas las lenguas, las historias se entrecruzan y el lenguaje deja de ser un mero código para revelarse como una extensión del alma. De avión en avión, de orilla a orilla, la mirada de Mordzinski ha sabido construir un alfabeto universal donde riman la lucidez y la belleza, el respeto y el humor, la seriedad y la fiesta. Quienes, con mayor o menor fortuna, nos dedicamos a esta cosa tan rara de juntar letras e intentar que casen sentimos hacia él una devoción incondicional y una admiración sin mácula, pero también —no lo neguemos— una envidia insana: sabemos que las historias que laten tras sus imágenes valen mil veces más que todas las palabras que podamos escribir nunca.

Las palabras de entonces

"Cada vez que el azar pone ante mis ojos alguno de los artículos que escribí hace ya más de dos lustros, apenas me reconozco en quien los firma"

Que uno ha escrito demasiado, o desde hace demasiado tiempo, lo comprueba cada vez que aparece alguien que por lo que sea ha localizado un viejo texto del que ni siquiera conservamos memoria y nos lo lanza a la cara como quien aire una trapo sucio: «Tú escribiste…», y pronuncia a continuación unas palabras que asegura que nos pertenecen, por más que no las reconozcamos ni encontremos en ellas el sentido que sin duda si alcanzamos a ver cuando tuvimos a bien darlas a imprenta. «No cambies nunca», se suele decir a modo de halago cuando alguien nos cae bien o lo consideramos auténtico o queremos que conserve testimonio franco de nuestra amistad, y no nos damos cuenta de la maldición que supone eso, de lo estúpido que sería comportarse a los cuarenta años igual que se comportaba uno a los veinte, ser a las puertas de los sesenta los mismos que éramos cuando aún no habíamos llegado al medio siglo. La vida lo va proveyendo a uno de conocimientos y experiencias, va metiendo en su mochila los objetos más insospechados, lo hace más sabio o menos ingenuo o más consciente de que rara vez las cosas son blancas o negras, de que la realidad suele adornarse con todos los matices del gris, y en consecuencia cambia también su forma de ver el mundo, y asuntos que en su día le parecieron importantísimos se le antojan hoy banales, y cuestiones a las que no dio relevancia revisten al cabo del tiempo una singularidad que las hace merecedoras de la atención que no habíamos sabido prestarles hasta ahora. Cada vez que el azar pone ante mis ojos alguno de los artículos que escribí hace ya más de dos lustros, apenas me reconozco en quien los firma —unas veces por el fondo, otras por la forma, no pocas por la conjunción de ambos factores— y me congratulo en secreto de haber madurado con tino suficiente para que las palabras de entonces hayan envejecido antes que yo. Contra lo que suele creerse, cambiar de opinión no es malo si se debe a la adquisición de un conocimiento que antes no teníamos. Es peor enrocarse en las necedades antiguas para no tener que reconocer la evidencia enojosa de que era antes cuando andábamos errados.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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