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Cartas a Mateo (XVIII): Papá - Zenda
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Cartas a Mateo (XVIII): Papá

¿En qué momento lo cotidiano se vuelve historia? Gueorgui Gospodínov, Las tempestálidas Hace pocos días, no recuerdo si para resguardarnos del mal o del buen tiempo, estuvimos tomando algo en el bar de la plaza, al que eres asiduo desde el regreso familiar a Galicia en el verano de 2021. El caso es que, al...

¿En qué momento lo cotidiano se vuelve historia?

Gueorgui Gospodínov, Las tempestálidas

Querido Mateo,

Hace pocos días, no recuerdo si para resguardarnos del mal o del buen tiempo, estuvimos tomando algo en el bar de la plaza, al que eres asiduo desde el regreso familiar a Galicia en el verano de 2021. El caso es que, al despedirte tras nuestra merienda, decías adiós a las dos personas que en ese momento atendían el local, mencionando a cada uno por su nombre, y activando así una modesta cadena de pequeños sucesos que intentaré resumirte en estas líneas.

"Por algún capricho, mental o del contexto, cuando hace pocos días te despediste pronunciando los nombres de los camareros, recordé tu curiosa frase"

Uno de los camareros fue padre hace cosa de un año y medio. En su momento habíamos hablado del tema para explicarte por qué no lo ibas a ver trabajando durante algunas semanas. Pocos días después de aquella charla, tomando tu habitual zumo, el nombre del ausente E. salió por algún motivo en la nueva conversación. Al tratar de resaltar su juventud y concluir la frase con la afirmación de que “E. aún es un chico”, algo pareció llamar repentinamente tu atención, porque levantaste la mano, con el índice bien estirado, como si así pudieses enderezar el error dialéctico que se acababa de producir: “No, no. E. no es un chico. E. es un papá”. Y pronunciaste la palabra “papá”, o al menos yo la escuché así, como si debiese estar preparada para soportar el peso de todo un universo.

En aquella tarde original de hace muchos meses, tu particular sentencia no me causó un gran impacto, más allá de la habitual sorpresa al escucharte aportar razonamientos innovadores a las conversaciones, más triviales, de los adultos. Pero por algún capricho, mental o del contexto, cuando hace pocos días te despediste pronunciando los nombres de los camareros, recordé tu curiosa frase. Y en esta ocasión ella me trasladó, con una nitidez que merecería mejor explicación, al día de tu nacimiento: al domingo más largo de mi vida, y en particular al instante en que alguien me llamó, a mí, “papá” por primera vez.

"Me costó un momento asimilar que aquello iba conmigo, pendiente como estaba de ti y, claro, novato en la tarea de ser padre que ahora me estaban adjudicando por vez primera"

Después de un día de preparativos médicos que no habían dado demasiados resultados, yo llevaba un buen rato esperando noticias, en lo que me parecía la antesala de la zona de quirófanos, cuando, de repente, apareciste. Venías acostado en una especie de incubadora que rodaba sobre una camilla, y la persona que te guiaba me confirmó que eras tú, Mateo. Que habías dejado la forma de imagen y sonido en las pantallas, el eco de latidos infinitas veces acechados, para convertirte en una persona real, a quien ahora yo, por fin, contemplaba con una mezcla de asombro, emoción y una nueva, mucho más intensa, modalidad de amor al que me iría acostumbrando con el paso del tiempo. Me informó de que tu madre había sido trasladada a otra planta, para permanecer en observación, pero que todo estaba bien, y a continuación me indicó que os acompañase. Llegamos así a un pequeño cuarto donde, casi antes de ser consciente de lo que estaba ocurriendo, te tenía ya sobre mi cuerpo, bien cubierto con una toalla para que no pasases frío. Fueron apenas unos momentos, porque tu lugar seguía estando dentro del ambiente controlado de la pequeña incubadora, pero nunca olvidaré la impresión de esa primera e irrepetible proximidad y el modo en que me mirabas, entre precavido y curioso. Me sonrío ahora, pero no sé si debería, al pensar que todavía te veo observar así el mundo en muchas ocasiones. Y entonces, mientras yo permanecía absorto contemplando el interior de la mágica urna donde seguías despierto, alguien comenzó a formularme varias preguntas, dirigiéndose a mí como “papá”. Me costó un momento asimilar que aquello iba conmigo, pendiente como estaba de ti y, claro, novato en la tarea de ser padre que ahora me estaban adjudicando por vez primera. Habrían de pasar unos cuantos meses antes de poder escuchar de ti la misma palabra. Con menos sorpresa pero, te puedes imaginar, con mucha más felicidad por mi parte.

"Que te permitiesen marchar a casa con aquellos dos extraños y cansados seres que pasaban el día sentados a tu lado, como si intuyeses que aquél sería apenas el comienzo de una maravillosa aventura"

Y así, querido Mateo, fue como esa rutinaria merienda me trasladó al comienzo de nuestra pequeña historia en común. Tras el parto, tu madre fue dada de alta rápidamente, pero tú seguiste ingresado un total de diez días adicionales, para compensar la prisa con la que habías decidido llegar. Recuerdo con mucha nitidez la sala que compartías con otros tres o cuatro bebés, sobre todo a tu vecino de la cuna de al lado, al que venían a explorar con bastante frecuencia, y a un par de gemelas que no eran capaces de comer tan bien como tú. Y aunque en aquellos días no pensaba tanto en el tema, con el paso del tiempo creo valorar en su justa medida la suerte de haber contado con una asistencia sanitaria pública, a la altura de lo que necesitabas, sin tener que estar pensando si el cuidar de tu vida en aquellos primeros días tan críticos nos iba a arruinar o, al menos, a colocar el camino de la vida muy cuesta arriba. No olvidaré la amabilidad con la que todo el personal iba ejecutando, al ritmo de un armonioso caos, la rutina diaria: las pruebas, tomas de temperatura, cambios de ropa y pañales, aquellas tomas cada tres horas, llevadas puntualmente noche y día, y que venían a marcar por lo general nuestras horas de entrada y salida. Después de darte el último biberón o el pecho, y de tenerte un poco en brazos para que volvieses a quedarte dormido, la vuelta a casa siempre se prolongaba al demorarnos, todavía unos minutos, observándote descansar en tu cuna, tan pequeño y tan frágil en apariencia, pero también tan fuerte desde el comienzo: ganando peso cada día, llorando con ganas siempre que la ocasión lo permitía, como queriendo indicar a los médicos que confiasen en ti. Que te permitiesen marchar a casa con aquellos dos extraños y cansados seres que pasaban el día sentados a tu lado, como si intuyeses que aquél sería apenas el comienzo de una maravillosa aventura. Una en la que los adultos dejan de ser chicos para convertirse, sin anestesia y sin manual de instrucciones, en mamás y papás.

Muchos besos, hijo.

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Octavio Pernas

Octavio Pernas vino al mundo en Ferrol, a la orilla del Océano Atlántico, hace ya más años de los que a él le parece. Es Licenciado en Veterinaria, aunque los animales han tenido suerte de que una tesis doctoral lo alejase muy pronto de la práctica clínica. Desde entonces, ha trabajado siempre en el ámbito de la investigación, pero ha vivido todo ese tiempo en el mundo de los libros. Autor de “La sonrisa del espejo”, publicada por Editorial Titanium en 2020, año que él recordará siempre por el nacimiento de su hijo Mateo, a quien dedica estas Cartas. En ellas, aspira a dejar abierta una ventana para que él pueda asomarse a la realidad de un particular mundo de ayer, cada día un poco más lejano, en el que las manzanas sabían a manzana, los músicos tocaban en directo, se veía la vida pasar en la calle, en lugar de leerla en la pantalla de un teléfono móvil y, por encima de todo, los niños tenían tiempo de serlo.

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