Es el error central de la imaginación literaria: suponer que los otros son nosotros y que deben sentir como nosotros.
FERNANDO PESSOA, Livro do Desassossego
Querido Mateo,
Ya sabes que siempre despotrico de las redes sociales pero, hace pocos días, me llegó precisamente a través de ellas un fragmento de entrevista con un escritor de este tiempo (reconocerás su nombre en muchos ejemplares de la biblioteca que, espero, te llegue) hablando sobre la cuestión: cuando alguien muere, no se marcha sólo esa persona. Se lleva con ella los recuerdos que tiene, desaparece el mundo que conoció, se borran las imágenes que vio y que, en muchos casos, nadie más habrá visto. Esto puede no resultar una gran pérdida para la humanidad, por ejemplo en un caso como el mío, por ser limitado lo vivido. Pero a nivel personal, sin duda, la situación es otra: somos quienes somos por recordar lo que fuimos, por saber lo que aprendimos o lo que nos han contado, por pensar y actuar de determinada manera, por estar rodeados de quien nos quiere para poder quererlos también a ellos. Somos, en fin, lo que sentimos, las lágrimas que hemos vertido y las risas compartidas.
El pequeño fragmento de entrevista fue la pieza que ayudó a encajar en su correcto lugar las reflexiones en este sentido que había tenido durante los días previos. La cosa empezó del modo más trivial posible: tarde donde te despertaste de la siesta algo acalorado, demasiado temprano como para haber descansado suficiente. Te recojo de la cuna, te susurro un poco y me siento, contigo en brazos, en el sofá cercano, donde vuelves a estar profundamente dormido en apenas unos segundos. Al momento, tras haberte acomodado como puedo sobre mí, apoyado en los brazos del sofá, en mis piernas, en el cojín que tengo siempre allí para ocasiones como ésta, pienso en lo mucho que has crecido en poco más de dos años y medio. En mi mente, tu imagen actual, la figura que ya está acabando de pasar de bebé a niño, aparece todavía muy próxima a aquella otra tan pequeña, tan frágil, que yo acostaba por primera vez sobre mí, dejándola reposar sobre mi piel bajo la sábana del hospital, con apenas unos días de vida, para darte calor y permitir así que nos conociésemos, que nos recordásemos. Que se formase el vínculo que debería mantenernos unidos a partir de ese momento a lo largo de los años.
En la tarde a la que antes me refería, cuando al fin te levantaste definitivamente, nos marchamos a la playa. La visita, ya habitual contigo, resultó especial porque fue el primer día en que te bañaste, digamos, de forma continuada y totalmente voluntaria, entrando y saliendo del agua con tu madre, luego conmigo, que te ayudábamos para que comenzases a mover pies y brazos, acompañándote. Vino la merienda, y el paseo al pequeño puesto playero para comprar un helado, todavía más juegos en la arena, más baños y, en fin, toda una serie de escenas que eran poco o nada diferentes de las que otros niños estaban protagonizando, pero a las que yo no podía prestar atención, concentrado como estaba en vivir estos momentos que ahora trato de evocar para ti. Todo lo que estábamos compartiendo, la luz, las gotas del mar impulsadas por tus manos o tus pies, las velas de los barcos visibles desde la orilla, las sencillas imágenes de ti comiendo el helado… Sentía todo lo que sucedía a mi alrededor como escenas de una hermosura más que suficiente para convertirlas en literatura, de esa que no resulta fácil escribir.
Ya lo sé, ya lo sé… Lo habrás leído infinidad de veces: la clásica historia de la novela sobre la imposibilidad de escribir una novela. Pero ponte en mi lugar, Mateo: intenta notar sobre la piel un agradable calor que el viento del norte templa. Ahora imagina cómo me siento al verte metido en el agua con tu madre, siendo consciente de que es la primera vez, la única primera vez, que te veo en el momento de aprender a nadar, grabando en mi mente tu cara de felicidad, la sensación de orgullo al ir a comprar el helado, cuando te escucho decir gracias o adiós a la persona del puesto, la alegría cuando vienes a llamarnos porque quieres volver al agua… En fin, la sensación de plenitud que sabes que no se puede transmitir fielmente al papel. La misión (casi) imposible de reflejar adecuadamente lo que viviste y la dificultad añadida de que, incluso aunque lograses plasmar del modo más minucioso lo sucedido y lo sentido, esto no supone que esas frases vayan a hacer sentir igual, o ni siquiera que tengan un sentido parecido, para otras personas.
La cita de Pessoa que encabeza esta carta lo refleja perfectamente y, si no recuerdo mal, en el libro había otro pequeño párrafo en la misma línea. Por qué escribir sobre algo que nos ha sucedido o que hemos pensado: si no le ha pasado a nadie más, cómo podrían entenderlo; y si les ha pasado a otras personas, qué novedad supone el contarlo. Esto resulta hasta cierto punto una paradoja, si tenemos en cuenta que llevamos miles y miles de años de historias que, en algunos casos, por sus propios méritos, siguen atrayendo nuestra atención muchos siglos después de que hayan sido escritas. Estoy seguro de que estos recuerdos de familia convertidos en modesta literatura de cada día no formarán parte de un futuro canon, querido Mateo, pero espero de corazón que muchas más generaciones disfruten de paisajes y sensaciones así. De vidas con la mitad de la felicidad que yo experimenté a tu lado durante aquella tarde en la playa.
Muchos besos, hijo.
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