Cartas a la hija es un gran clásico de la literatura epistolar, un clásico radicalmente moderno. Los apegos feroces de Vivian Gornick están ya presentes en estas cartas del siglo XVII: con su afecto vehemente y excesivo, Madame de Sévigné muy bien podría ser el modelo de madre de los libros de la escritora norteamericana. Selección y traducción a cargo de Laura Freixas.
Marie de Rabutin-Chantal, marquesa de Sévigné, nació en París el 5 de febrero de 1626, descendiente de la aristocracia borgoñesa. Huérfana desde niña, contrajo matrimonio a los dieciocho años con Henri de Sévigné, hombre galante y vividor del que enviudaría muy pronto. A partir de entonces, con dos hijos, su queridísima Françoise-Marguerite, futura condesa de Grignan, y el díscolo Charles, madame de Sévigné vivió la efervescencia intelectual de los salones del Grand Siècle, donde las mujeres administraban la vida cultural. Tras la boda de su hija y su marcha a la Provenza, madame de Sévigné le escribió más de ochocientas cartas que son una de las cumbres de la literatura epistolar de todos los tiempos. Los últimos años de su vida los pasará con su hija en el castillo de Grignan, donde murió de viruela en abril de 1696.
Zenda reproduce un adelanto de esta obra.
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A MADAME DE GRIGNAN
París, lunes, 21 de febrero de 1689
Es verdad, mi querida hija, que estamos muy cruelmente separadas una de otra: aco fa trembla [algo que me hace temblar]. Estaría bueno que, además, hubiera yo añadido a esa distancia el camino desde aquí a Les Rochers o a Rennes. Pero eso no ocurrirá tan pronto: madame de Chaulnes quiere resolver varios asuntos pendientes, y sólo temo que se vaya demasiado tarde, dado mi propósito de regresar el invierno siguiente por varias razones, de las cuales la primera es que estoy convencida de que monsieur de Grignan estará obligado a volver por su caballería, y que para vos no habrá mejor ocasión que ésa para alejaros de vuestro castillo, que está manga por hombro [estaba en obras] y es inhabitable, y venir a hacer un poco la corte con el Caballero de la orden, que no lo será sino en ese momento [Joseph-Adhémar de Grignan tomó el título de Caballero tras la muerte de su hermano Charles-Philippe].
El otro día hice yo la corte en Saint-Cyr, con mayor deleite del que había imaginado. Fuimos el abad, madame de Coulanges, madame de Bagnols, el abad Têtu y yo. Vimos que nos habían guardado el sitio. Un oficial le dijo a madame de Coulanges que madame de Maintenon había mandado guardar un asiento junto al suyo: ya veis qué honor. «En cuanto a vos, madame –me dijo– podéis elegir.» Me puse con madame de Bagnols en el segundo banco detrás de las duquesas. El mariscal De Bellfonds vino a sentarse, por voluntad propia, a mi derecha, y delante estaban las señoras De Auvergne, De Coislin, De Sully. El mariscal y yo escuchamos esa tragedia con una atención que no pasó desapercibida, y murmurando, en los momentos oportunos, ciertos elogios, que quizá no habrían podido salir de debajo de los peinados llenos de lazos de todas aquellas damas. No puedo deciros hasta qué punto es deliciosa esa obra. No es fácil de representar y jamás será imitada: lo que tiene es una relación entre la música, lo versos, los cantos y los personajes tan perfecta y completa que no deja nada que desear; las niñas que hacen de reyes y otros personajes parecen hechas expresamente para el papel; concita la atención del público y el único pesar es ver que una obra tan grata llegará a su fin. Todo en ella es sencillo, inocente, sublime y conmovedor. Su fidelidad a la historia sagrada impone respeto; todos los cantos se adaptan a las letras, que están sacadas de los Salmos o de la Sabiduría, e insertados así en la obra son de tal belleza que es imposible contener las lágrimas. La gente le da su beneplácito por el buen gusto de la obra y el modo en que capta la atención. A mí me hechizó, y también al mariscal, que se levantó de su sitio para ir a decir al rey lo muy contento que estaba y que se hallaba con una dama que era muy digna de haber visto Esther. El rey se acercó adonde estábamos y, volviéndose hacia mí, me dijo: «Madame, estoy seguro de que habéis quedado contenta». Yo, sin asombrarme respondí: «Su Alteza, me ha encantado; lo que siento está más allá de las palabras». El rey me dijo: «Racine tiene mucho talento». Yo le contesté: «Su Alteza, tiene mucho; pero en verdad lo mismo puede decirse de esas jovencitas: se meten en la piel de sus personajes como si nunca hubieran hecho otra cosa». Él me dijo: «Ah, eso, desde luego, es verdad». Y después Su Majestad se fue y me dejó a merced de la envidia; puesto que prácticamente yo era la única recién llegada, no le desagradó ver mi sincera admiración, sin ruido ni aspavientos. El príncipe y la princesa vinieron a decirme algunas palabras. Madame de Maintenon pasó como un relámpago: se iba con el rey. Respondí a todo, pues estaba de suerte. Por la noche volvimos con antorchas. Cené con madame de Coulanges, a quien el monarca también había hablado con una expresión de encontrarse a gusto que le prestaba una dulzura de lo más amable. Por la noche vi al Caballero y le conté con toda ingenuidad mis pequeñas alegrías, no queriendo andar con tapujos sin saber por qué, como lo hacen ciertas personas. Se fue contento, y ya está, ya se lo he contado. Estoy segura de que no ha encontrado en mí ni una necia vanidad ni un entusiasmo de burguesa [es decir, no acostumbrada a tratar con la realeza]: preguntádselo. Monsieur de Meaux [otro título de Bossuet] me habló mucho de vos; el príncipe, también. Sentí que no estuvierais presente. Pero ¿cómo habría podido ser, mi querida niña?, no se puede estar en todas partes. Estabais en vuestra ópera de Marsella; como Atys no sólo es sumamente feliz [cita de la ópera homónima de Lully], sino sumamente encantador, es imposible que os hayáis aburrido. Pauline se habrá quedado sorprendida ante el espectáculo: no tiene derecho a desear otro más perfecto. Guardo un recuerdo tan grato de Marsella que estoy segura de que no habéis podido aburriros, y apuesto a que allí encontráis más distracción que en Aix. Pero ese mismo sábado, después de esa bella Esther, el rey se enteró de la muerte de la joven reina de España, en dos días, con grandes vómitos; me huele a chamusquina. [María Luisa de Orleans, esposa de Carlos II, era hija de Monsieur, el hermano de Luis XIV. Madame de Sévigné insinúa que pudo haber sido envenenada.] Su Majestad se lo dijo a Monsieur al día siguiente; es decir, ayer. Madame sufrió unos dolores atroces y se quejaba a voz en grito. El rey salió de sus aposentos llorando.
Llegan buenas noticias desde Inglaterra: no sólo el príncipe de Orange no ha sido elegido ni rey ni protector, sino que se le ha dado a entender que él y sus tropas no tienen más que volver por donde vinieron, lo cual nos ahorrará muchos quebraderos de cabeza. Si las cosas siguen así, nuestra Bretaña estará menos agitada, y mi hijo se evitará el disgusto de tener que acaudillar la nobleza del vizcondado de Rennes y de la baronía de Vitré: lo han elegido contra su voluntad para encabezarlos. Otro estaría encantado de semejante honor; para él, en cambio, ha sido una contrariedad, pues no le gusta esa manera de hacer la guerra.
Vuestro hijo fue a Versalles para divertirse aprovechando el fin de la Cuaresma; pero se ha encontrado con el dolor de la reina de España y habría regresado si no fuera que su tío va a ir a buscarlo. Qué carnaval tan triste y qué gran duelo. Ayer cenamos en casa del Civil [Le Camus, lugarteniente civil] la duquesa de Lude, madame de Coulanges, madame de Saint-Germain, el Caballero de Grignan, monsieur de Troyes, Corbinelli: lo pasamos muy bien; hablamos de vos con mucho cariño y estima, y lamentamos vuestra ausencia; en una palabra: un recuerdo muy vivo; ya vendréis para renovarlo. Madame de Dufort se muere de un hipo de una fiebre maligna; madame de La Viuville también, de viruela. Adiós, queridísima hija. De cuantos están al mando de las provincias, estad segura de que monsieur de Grignan es quien está mejor situado.
Nuevamente, es ésta una de las más célebres cartas de madame de Sévigné, por el pasaje en que cuenta la acalorada disputa, literaria y teológica, entre el poeta Boileau (aquí llamado Despréaux) y un jesuita a propósito de Las cartas provinciales, de Pascal. Es éste un episodio de la llamada querella de los Antiguos y los Modernos, tan viva a finales del XVII y principios del XVIII, que marca la frontera entre el antiguo humanismo y el naciente Siglo de las Luces. Precisamente Boileau (1636-1711), junto con Racine, La Fontaine, La Bruyère y algunos otros, fue el principal defensor de la superioridad de las obras griegas y latinas sobre las contemporáneas, y del deber, por lo tanto, de los nuevos autores de imitar a los antiguos. Pero, como veremos, hay un autor moderno al que Boileau admira por encima de todos, Blaise Pascal (1623-1662), no por su obra hoy más conocida, los Pensamientos (obra, de hecho, incompleta y póstuma), sino por Las cartas provinciales, en las que ataca el laxismo moral de los jesuitas.
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Autor: Madame de Sévigné. Título: Cartas a la hija. Editorial: Periférica. Venta: Todostuslibros
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