Querido Robert Louis:
Ahora he vuelto a tus libros que tengo en casa, que son bastantes, y he leído por aquí y por allí. Debería leer mucho más para estar bien informado, pero tampoco quiero hacer un ensayo o un estudio erudito, ni siquiera un artículo, o un artículo convencional. Quiero en cambio escribir una carta, y ya sabemos que en las cartas ponemos tanto de nosotros mismos como de las personas a las que escribimos.
Decir que ha sido siempre un placer leerte parece caer en la obviedad. Pero decir que contigo he aprendido mucho a narrar ya no será tan evidente, o quizá sí. Me acuerdo de que uno de los consejos que dabas a los escritores jóvenes era que simplificaran, y no he olvidado nunca ese consejo, aunque supongo que no siempre lo he seguido. En mis novelas, sobre todo en las históricas, he procurado pensar mucho en el lector, ponérselo fácil —creo que me entiendes—, y me parece que el lector me lo ha agradecido.
Otro detalle tuyo que siempre me ha gustado es algo que leí en una carta o en un ensayo que escribiste sobre la carrera literaria. No lo he olvidado desde que lo leí. Decías, y creo que se lo decías a un joven que estaba pensando dedicarse a la literatura, que cuando uno trabajaba en algo que no le gustaba tenía que buscarse otras diversiones en otros campos para entretenerse, para descansar, pero que el escritor vocacional, digamos, ya se estaba divirtiendo siempre, y no tenía que buscar en otros lugares lo que ya tenía en su campo de trabajo, de su vocación.
Imagino que a ti te pasaría también, pero a mí me ocurre. No todo en tener una vocación tan marcada es bueno, porque hay que enfrentarse a múltiples problemas y dificultades. Pero tenías mucha razón en lo de la diversión, por decirlo de algún modo, y en que uno siempre es feliz haciendo lo que hace.
Eres un escritor entrañable, y para muchísimos lectores: el carácter de tus obras así lo ha remarcado. Sólo por haber escrito La isla del tesoro y muchos otros relatos, como “El diablo de la botella”, ya te haces entrañable para mí. Y además de esto, por si fuera poco, un gran narrador; parece que tienes el don de la narración, y así lo creí durante mucho tiempo, pero con el tiempo, al hacerme mayor, y al hacerme mayor, supongo, como escritor, me he percatado del gran trabajo de depuración que hay en tus páginas. No sé si corregías mucho o poco al escribir —sospecho que bastante, aunque cambiaría con las épocas de tu vida—, pero estoy seguro de que los años irían puliendo en ti el estilo, esa voz narradora que aparece en tus libros como magistral.
Sin embargo, este tema, como todos, tal vez, es complejo. Ahora pienso en Jorge Luis Borges, mi querido y admirado escritor, que tanto te admiraba, y cómo las páginas de su última etapa son mucho más transparentes, muchísimo más, que las anteriores, y yo debo decir que me gustan más precisamente ésas anteriores, por ejemplo las de El aleph o Ficciones. Aunque debo decir que las de su última etapa también me encantan. Ahora creo que me fascina el propio escritor, no importa bajo qué ropajes se me presente, pero para darme cuenta de eso, para darme cuenta de esa totalidad tenía que leerlo entero, o más o menos entero. Hace poco, en una conferencia o clase que dio, leí que Borges decía que a la hora de escribir procuraba eliminar todo lo que le parecía “trabajoso”. Y me parece que esto se relaciona muy bien contigo, con tu recomendación a los jóvenes escritores de “simplificar”.
Imagino que simplificas, ahora que recapacito, no sólo en el estilo sino también en lo que se cuenta, en el contenido, en la materia, en cualquier aspecto, si nos fijamos.
Seguramente esta carta ya me está quedando demasiado compleja, o técnica, pero éstos son los caminos por los que me estás llevando, y a los que me lleva el género. El epistolar es un género fascinante, que nos está abandonando, aunque tal vez permanezca como ejercicio literario, como lo estoy cultivando ahora. Aunque yo escribo estas cartas por algo más. Pero tú también escribiste cartas, muchas cartas. ¿Quién no lo hizo, antes?
Quien no las escriba ahora se lo está perdiendo, porque escribir una carta es bucear en uno mismo y en la persona a la que le escribimos la carta.
Tendrías que verme. En la mesa en la que escribo hay varios libros tuyos: una colección de Ensayos literarios, publicada por Hiperión, El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, publicado por Alianza Editorial, y que yo compré —está consignado—, el 30 de octubre de 1990, hace pues unos 33 años… Me lo mandaron leer en el colegio. También está la antología de tus poemas realizada por Javier Marías, De vuelta del mar, edición bilingüe, preciosa, asimismo en Hiperión. Recuerdo que entrevisté dos veces a Javier Marías y que en la segunda ocasión le dije que tenía ese libro, y que lo había leído, disfrutado; recuerdo que me dijo que la poesía no había sido precisamente tu actividad principal como escritor, y recuerdo muy bien que dijo de ti que eras “un grande”.
Esto de la grandeza creo yo que se puede comentar. A menudo oímos que alguien es “grande”, o incluso lo dicen de nosotros mismos, un elogio completamente desmedido, que suele venir de alguien que nos quiere o aprecia mucho, elogio que por su cariño hay que agradecer. Creo que no es lo mismo que alguien sea “grande” para unos o para otros. Desde luego me parece muy grande que Javier Marías diga que tú eras “un grande” —no “grande”, sino “un grande”—, entre otras razones porque para mí lo eres también, y mucho.
Cojo tus libros y están maravillosamente escritos. Esto se percibe incluso en las traducciones, no sólo en la de Javier Marías. Antes dije que tenías el don de la narración, en general el de la escritura, porque cultivaste muchos otros géneros. Esto del “don” a mí también me hace pensar, mucho. ¿Hay don o no hay don? Puede que lo haya, creo yo, pero hay que trabajarlo mucho. Uno no se puede relajar ni siquiera ante la propia facilidad. Tú desde luego no lo hiciste. Y a lo mejor me equivoco, pero creo que tu mala salud, paradójicamente, te ayudó, al menos en esto. Al igual que la ceguera creo que ayudó a Borges, aunque ya era escritor antes de quedarse ciego, pienso que la tuberculosis, al tener tan delicados tus pulmones, te ayudó a leer más y mejor, y a escribir más y mejor.
Las enfermedades son muy literarias; los libros son los mejores compañeros de muchos enfermos. Recuerdo muy bien cómo Camilo José Cela leyó todo el Ribadeneyra, gran colección de clásicos españoles, durante una convalecencia de tuberculosis, precisamente de tuberculosis. No estoy seguro de que las enfermedades hagan a los escritores pero, aunque parezca mentira, los ayudan, los refuerzan, tal vez les hagan saltar a otra dimensión. Lo que me da mucha pena es saber que moriste con tan sólo 44 años, querido Robert Louis, cuando tanto, seguro, te quedaba todavía por decir, por escribir, por vivir.
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