Estimado, admirado Mario:
Podría tratarte de usted, pues apenas te conozco personalmente, pero creo que quedaría una carta muy artificial, teniendo en cuenta la cantidad de libros tuyos que he leído, lo que he disfrutado leyéndolos, lo que he aprendido con ellos. Está claro que a un escritor se le puede “querer” sin haberlo conocido. Por eso tal vez debería haber puesto “querido” en mi encabezamiento: “Querido Mario”. En fin, he sido conservador, respetuoso: “Estimado, admirado Mario”. También eso es adecuado, porque es cierto que te tengo un gran respeto y una gran admiración.
Te sigo leyendo, por supuesto, y sobre todo vuelvo a tus libros que más me han gustado, como La guerra del fin del mundo, La fiesta del Chivo o La orgía perpetua. O los artículos de El lenguaje de la pasión, pues eres también un gran articulista. La verdad es que eres muy completo; lo digo con sinceridad, tampoco creo que sea una gran novedad decirlo. Hace poco le escribí una carta a Luis Alberto de Cuenca, buen amigo y también admirado escritor, y decía lo mismo, que era un escritor muy completo, también una persona muy completa, en mi opinión. A mí me gustan mucho tus novelas, tus ensayos, tus artículos…
Una vez asistí a una conferencia tuya sobre la utopía en la Universidad de Comillas, en Madrid, y me encantó también. Asimismo he asistido a presentaciones tuyas de libros en la Facultad donde estudié, mi querida Facultad, la de Filología de la Universidad Complutense de Madrid. Recuerdo que allí, por ejemplo, presentaste La fiesta del Chivo, y me llamó la atención que hablabas sin papeles. Es cierto que con todo el esfuerzo que lleva escribir un libro, con todo lo que conlleva, para un escritor resulte bastante sencillo hablar de él sin papeles, pero me llamó la atención. Tampoco creo que llevaras muchos papeles, quizá ninguno, en esa maravillosa conferencia sobre la utopía, tema muy grato para ti, que te acabo de citar.
Recuerdo cómo entraste solemnemente en el auditorio con un riguroso y brillante traje, traje claro si no me falla la memoria, con corbata. No siempre la llevas, pero muchas veces sí, más antes que ahora, quizá. Recuerdo cómo fuiste, solemnemente, insisto, pero también sonriente, hacia el estrado, cómo te sentaste, cómo te quitaste el reloj de la muñeca y lo pusiste encima de la mesa. Pequeños gestos de escritor que nunca olvidaría, y que luego los he visto en otros, escritores y conferenciantes.
Hace poco me decía Ana Godoy, que es experta en tu obra y que también tiene una estupenda pluma literaria, que teníamos que aprender mucho de ti. Por supuesto, pero también de “muchos”, le dije, y lo pienso. Yo he aprendido mucho de ti, en la distancia, como lector y como escritor. Me acompañas desde una gran parte de mi vida, porque le gustabas mucho a mi padre. A aquella conferencia fui con él, y te hizo una pregunta sobre las democracias latinoamericanas; a mí me hizo mucha vergüenza que te la hiciera, pero yo noté que te gustaba la pregunta.
Es cierto que te he sentido como un maestro literario en la lejanía. Pero también estoy convencido, claro, en lo que le dije a Ana Godoy. Hay muchos grandes escritores, de ayer y de hoy, incluso de mañana, y de todos ellos tenemos mucho que aprender.
De ti muchísimo, ayer y hoy, pero también de otros.
De ti tenemos que aprender tu vocación, si es que de esto se puede aprender, si es que esto se tiene o no se tiene. En todo caso hay que alimentarla y fortalecerla, y en esto sí que nos puedes ayudar mucho, porque yo creo que eres un gran maestro del esfuerzo.
De ti podemos aprender una barbaridad de tu disciplina, del orden y concierto con el que trabajas. Podemos aprender de tu pasión. Y tu inteligencia nos puede inspirar. Tal vez ahora todo esto lo estás haciendo conmigo, cuando escribo esta carta, muy de mañana. He vuelto a algunos libros tuyos estos días, pero el impulso creativo para escribirte lo he encontrado ahora, con un par de tazas de café.
En mi casa circulaba un ejemplar de La guerra del fin del mundo, una edición, de las primeras, de 1981, en Plaza & Janés. Mi padre lo había comprado con un dinero ganado en una máquina tragaperras. Ya ves qué suceso. Pero él, que albergaba un escritor escondido y latente, en mi opinión, escribió en la primera hoja del libro esta anécdota, con muy buena prosa. Y ahí ha quedado. Luego fue tomando notas en un pequeño papel de los distintos personajes de la novela, para no perderse en la lectura, pues son muchos y complejos.
Éste es uno de tus libros que más me gustan, aunque lo sigo viendo difícil. También apasionante.
En casa circulaba también La ciudad y los perros, que leí por esas fechas —tenía unos quince años—, y que me pareció, según recuerdo, una “novela puzle” que al final adquiría todo su sentido, como si la última pieza terminara de dar sentido a todo el conjunto. Así la recuerdo.
Pero si no recuerdo mal —la memoria es muy literaria, pero no tiene por qué ser fiel— el primer libro que leí tuyo fue El pez en el agua, las memorias que escribiste tras tu derrota como candidato a la presidencia del Perú. Me encantó ese libro. Un día, una tarde, debía de ser un viernes o un sábado, quedé con mis amigos para ir al cine. Por lo que sea discutí con uno de ellos y me fui enfadado por mi cuenta —ya ves—. Entonces compré El País en un quiosco para entretenerme sentado en un banco, y en ese periódico leí una entrevista que te hacían sobre El pez en el agua. Me atrajo mucho y le pedí a mi padre que me comprara el libro. Así creo que empecé a leerte.
El pez en el agua tenía una parte tuya del pasado, de tu infancia, de cómo conociste a tu padre, entre otras cosas, que me gustó mucho. Luego tenía otra parte en la que contabas tu aventura política, y esa parte me costó más leerla, pero también la leí y me enriqueció.
Juancho Armas Marcelo, que tan bien te conoce y que tiene un libro fantástico sobre ti, Vargas Llosa: El vicio de escribir, me dijo en una entrevista que si llegas a ganar las elecciones hubieras dejado de escribir, o que en cualquier caso no hubieras ganado el Nobel de Literatura. Ana Godoy me dijo hace unos días algo muy parecido, que hubieras dejado de escribir.
Chencho Arias, al que también conozco y al que también tengo aprecio y admiración, cuando te presentó en un acto público en el Club Siglo XXI, una conferencia con coloquio, dijo algo muy similar, que entonces la literatura te ganó para sí.
A mi edad pienso que hay que tomarse todo con filosofía —quizá eso tenga que ver con la sabiduría—, y que donde se cierra una puerta se abre otra, o una ventana. O donde se cierra un semáforo se abre inmediatamente otro… dicho más cotidianamente. Eso es algo que me ha enseñado la vida, y lo he experimentado muchas veces.
Don Mario, querido Mario, tenemos tus libros para disfrutarlos, para aprender de ellos, tus maravillosos artículos, todo lo que has escrito y dicho, tu obra ancha y larga en todos sus terrenos.
Ahora has dicho que dejabas de escribir libros y que dejabas de publicar tu Piedra de toque en El País. Tengo entendido que sólo te has retirado de los focos, pero que sigues escribiendo. Me alegro mucho. Haz lo que veas, lo que en este momento de tu vida te haga más feliz. A tus lectores ya nos has hecho sobradamente felices. Tenemos toda tu obra para disfrutarla siempre, como una estrella brillante. Esa estrella siempre será bella, y a algunos, tal vez a muchos, nos orientará.
Es probable que ya no nos veamos nunca. Yo te he visto en algunos actos, una vez me acerqué más y hablé contigo. Eres una persona muy famosa, y tampoco es cuestión de molestar más de lo preciso. Por ello quizá esta carta tenga todo su sentido y cumpla el principal cometido de una carta: comunicar. Me acuerdo ahora de tu librito Cartas a un joven novelista, que por cierto ahora tengo aquí a mi lado. Yo fui uno de sus jóvenes lectores; y fui un “joven novelista” cuando lo leí, a los 22 años, tal vez en el momento preciso.
Tómate esta carta como una respuesta a ese libro, tantos años después, estimado, admirado Mario. Te deseo paz y felicidad. Mi gratitud, don Mario, querido Mario, ahora y siempre.
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