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Carmilla, de Joseph T. Sheridan Le Fanu - Zenda
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Carmilla, de Joseph T. Sheridan Le Fanu

Joseph Thomas Sheridan Le Fanu (Dublín, 1814-1873) es conocido sobre todo por sus relatos de misterio y de terror. Estudió Derecho en el Trinity College, pero nunca llegó a ejercer la abogacía, dedicándose al periodismo. En 1838 comenzó a publicar relatos en la Dublin University Magazine y desde 1940 se hizo con el control de...

Joseph Thomas Sheridan Le Fanu (Dublín, 1814-1873) es conocido sobre todo por sus relatos de misterio y de terror. Estudió Derecho en el Trinity College, pero nunca llegó a ejercer la abogacía, dedicándose al periodismo. En 1838 comenzó a publicar relatos en la Dublin University Magazine y desde 1940 se hizo con el control de varios periódicos. Poco a poco se fue involucrando en política debido a su campaña contra la indiferencia del gobierno británico hacia la hambruna irlandesa. Cuando su esposa fallece deja de escribir, y no volvió a hacerlo hasta la muerte de su madre en 1861. Publica en la Dublin University Magazine, tras hacerse dueño de la revista, sus novelas de manera seriada.

Traducida por José Luis Piquero, Zenda publica el prólogo y las primeras páginas de Carmilla (Navona editorial), la primera novela vampírica, publicada 25 años antes que que el Drácula de Bram Stoker.

Prólogo

En una hoja unida al relato que sigue, el doctor Hesselius ha escrito una elaborada nota que acompaña con una referencia a su ensayo sobre el extraño tema del que trata este manuscrito.

En su estudio aborda ese misterioso tema con la sabiduría y perspicacia que le son propias, y con franqueza y concisión notables. Formará un único volumen dentro de las obras reunidas de ese hombre extraordinario.

Al publicar ahora el caso en este libro, con el único propósito de captar el interés de los «legos», no me adelantaré en nada a la inteligente dama que lo relata; y tras la debida reflexión he decidido, por tanto, abstenerme de presentar cualquier precisión a los argumentos del doctor, o de glosar sus comentarios sobre una cuestión que él describe como «relacionada, no improbablemente, con algunos de los más profundos arcanos de nuestra existencia dual y sus estados intermedios».

Tras descubrir este documento sentí verdadera ansiedad por proseguir con la correspondencia entablada muchos años atrás entre el doctor Hesselius y una persona tan inteligente y meticulosa como parece haber sido su informante. Sin embargo, descubrí con gran pesar que ella había muerto en el intervalo.

Pero, probablemente, poco podría haber añadido al relato que presenta en las páginas siguientes, dada su minuciosidad ya mencionada.

1

Un primer susto

Vivimos en Estiria, en un castillo o schloss, aunque en modo alguno podemos considerarnos gente acaudalada. Una pequeña renta, en esta parte del mundo, cunde muchísimo. Ochocientos o novecientos al año hacen maravillas. En nuestro país apenas habríamos pasado por una familia acomodada. Mi padre es inglés y yo llevo un nombre inglés, aunque nunca he visto Inglaterra. Pero aquí, en esta comarca solitaria y primitiva, donde todo es tan maravillosamente barato, no veo realmente de qué manera tener más dinero hubiera podido añadir más comodidades materiales o incluso lujos a los que ya disfrutábamos.

Mi padre había servido en el ejército austriaco y se había retirado con una pensión y su patrimonio, tras adquirir a precio de ganga esta residencia feudal y la pequeña hacienda que la rodea.

Nada puede ser más pintoresco y solitario. El castillo se alza sobre una suave colina en un bosque. El camino, muy antiguo y estrecho, pasa ante su puente levadizo, que nunca he visto levantado, y su foso, lleno de percas, con muchos cisnes nadando sobre su superficie, entre blancas flotillas de nenúfares.

Dominando el conjunto, el schloss muestra su fachada de múltiples ventanales, sus torres y su capilla gótica. Ante sus puertas el bosque se abre en un claro irregular y muy pintoresco, y a la derecha un empinado puente gótico conduce el camino sobre un riachuelo que serpentea en sombras a través del bosque. He dicho que era un lugar muy solitario. Juzgad si digo la verdad. Mirando desde la entrada del castillo hacia el camino, el bosque junto al que se alza nuestro hogar se extiende quince millas a la derecha y doce a la izquierda. El pueblo habitado más cercano se encuentra a unas siete millas inglesas por el lado izquierdo. El schloss habitado más cercano con alguna importancia histórica es el del anciano general Spielsdorf, a casi veinte millas a la derecha.

He dicho «el pueblo habitado más cercano» porque, a solo tres millas hacia el oeste —es decir, en dirección al schloss del general Spielsdorf—, hay un pueblo en ruinas, con su característica iglesia, ahora sin techo, en cuya nave se encuentran las tumbas mohosas de la orgullosa familia Karnstein, hoy extinguida, la cual una vez poseyó el hoy igualmente desolado château, que en lo más espeso del bosque se erige sobre las silenciosas ruinas de la aldea.

Respecto a las razones del abandono de ese sorprendente y melancólico enclave, hay una leyenda que os contaré en otro momento.

Debo hablaros ahora del pequeño grupo que habitamos nuestro castillo. No incluyo a los sirvientes ni a los empleados que ocupan las estancias de los edificios adyacentes al schloss. ¡Os va a sorprender! Somos mi padre, que es el hombre más amable de la tierra pero que se va haciendo mayor, y yo, que en la época de mi historia solo tenía diecinueve años. Ocho han pasado desde entonces.

Mi padre y yo constituíamos toda la familia del schloss. Mi madre, una dama de Estiria, murió cuando yo era niña, pero conté con un aya de muy buen carácter que permaneció conmigo, podría decirse, desde mi infancia. No puedo recordar una época en que su rostro rechoncho y benévolo no fuese una imagen familiar en mi memoria. Se llamaba madame Perrodon, originaria de Berna, y sus cuidados y buen corazón suplieron en parte la pérdida de mi madre, a la que ni siquiera recuerdo, al haber muerto tan pronto. Era la tercera en nuestra mesa. Había una cuarta, mademoiselle De Lafontaine, una dama que ocupaba el puesto de institutriz. Hablaba francés y alemán, madame Perrodon francés y un inglés chapurreado, a los que mi padre y yo añadíamos el inglés, idioma que, en parte para evitar que se perdiera y en parte por motivos patrióticos, hablábamos a diario. La consecuencia era una torre de Babel que hacía reír a los visitantes y que no intentaré reproducir en este relato. Y había además dos o tres jóvenes amigas, más o menos de mi edad, que nos visitaban ocasionalmente, para estancias más o menos largas, visitas que yo a veces devolvía.

Estas eran nuestras relaciones sociales regulares; pero, por supuesto, de vez en cuando recibíamos la visita de algunos vecinos que vivían a solo cinco o seis leguas de distancia. Mi vida era, no obstante, bastante solitaria; puedo asegurarlo.

Mis cuidadoras ejercían sobre mí el poco control que podéis imaginar que ejercerían personas tan sabias en una muchacha consentida, cuyo único padre le permitía hacer prácticamente lo que quisiera.

El primer suceso que produjo alguna impresión en mi ánimo, tan terrible que de hecho nunca llegó a borrarse, es también el primero de mi vida que puedo recordar. Algunos lo encontrarán tan trivial que quizá piensen que no merece la pena reproducirlo aquí. Sin embargo, más adelante comprenderéis la razón de que lo mencione. La guardería, como se le llamaba a pesar de que era solo para mí, era una estancia muy grande en el piso superior del castillo, con un techo inclinado de roble. No podía tener yo más de seis años cuando una noche me desperté y al mirar el cuarto desde la cama no pude ver a la criada. Tampoco estaba mi aya, y creí que me encontraba sola. No estaba asustada, porque era una de esas niñas felices a las que se ha mantenido cuidadosamente ignorantes de historias de fantasmas, cuentos de hadas y todo ese acervo popular que hace que nos cubramos la cabeza con las sábanas en cuanto cruje la puerta o el parpadeo de una vela moribunda proyecta la sombra de un poste de la cama sobre la pared, cerca de nuestro rostro. Me sentí indignada y ofendida al verme, como creía, abandonada, y comenzaba a sollozar como preparación para un generoso llanto cuando, para mi sorpresa, vislumbré un rostro solemne pero muy hermoso que me contemplaba desde un lado de mi lecho. Era el rostro de una joven dama arrodillada, con las manos sobre la colcha. Me quedé mirándola con una especie de complacido asombro y dejé de llorar. Ella me acarició, se echó conmigo en la cama y me atrajo hacia sí, sonriendo. De inmediato sentí una calma deliciosa y volví a quedarme dormida. Me despertó una sensación de como si me hubiesen clavado dos agujas a la vez en el pecho, muy profundamente, y me puse a gritar. La dama retrocedió, con los ojos fijos en mí, se deslizó por el suelo y se escondió, o así lo creí, bajo la cama.

Entonces, por primera vez, me asusté y grité con todas mis fuerzas. Aya, sirvienta, ama de llaves… todas entraron corriendo, y al escuchar mi historia le quitaron importancia y me calmaron lo mejor que pudieron. Pero, aunque era una niña, pude percibir que sus rostros palidecían con una expresión inusitada de ansiedad, y vi que buscaban bajo la cama y por todo el cuarto, incluso bajo las mesas y en los armarios; y oí que el ama de llaves susurraba al aya:

—Pase la mano por ese hueco sobre la colcha; alguien ha estado tumbado ahí, puedo asegurarlo; aún está tibio.

Recuerdo a la criada acariciándome, y a las tres examinándome el pecho, donde les dije que había sentido el pinchazo; luego decidieron que no había ninguna señal posible de que aquello hubiese sucedido.

El ama de llaves y las otras dos criadas que estaban a cargo de la guardería se quedaron allí sentadas el resto de la noche; y a partir de entonces siempre hubo una sirvienta en la guardería velando mi sueño hasta que tuve unos catorce años.

Después de aquello me sentí nerviosa durante mucho tiempo. Llamaron al médico, un hombre pálido y anciano. Qué bien recuerdo su largo rostro saturnino, ligeramente picado de viruelas, y su peluca castaña. Durante una buena temporada, cada segundo día, venía y me daba una medicina, que por supuesto yo odiaba.

A la mañana siguiente de ver la aparición yo me encontraba en un estado de terror, y no podía soportar que me dejasen sola, aunque fuera de día, ni por un momento. Recuerdo que mi padre subió y se quedó junto a mi cama charlando alegremente; le hizo muchas preguntas al aya y se rio con ganas ante una de las respuestas. Luego me acarició el hombro, me besó y me dijo que no tuviera miedo, que no era más que un sueño que no podía hacerme daño.

Pero yo no me quedé tranquila, porque sabía que la visita de la extraña mujer no era un sueño; y me sentía terriblemente asustada. Algo me consoló que la sirvienta me asegurase que era ella la que había entrado a mirarme y se había acostado conmigo en la cama, y que seguramente yo estaba medio dormida y no había reconocido su cara. Pero eso, aunque confirmado por el aya, no me convenció del todo.

Recuerdo, en el curso de aquel día, a un venerable anciano con sotana negra que entró en el cuarto con el aya y el ama de llaves y habló un poco con ellas y muy amablemente conmigo; su rostro era muy dulce y gentil, y me dijo que iban a rezar, y me hizo juntar las manos y quiso que dijera muy bajito, mientras rezaban, «Señor, escucha nuestras plegarias, por el amor de Jesús». Creo que esas mismas fueron las palabras, y a menudo las he repetido para mí misma, y mi aya, durante años, me hizo decirlas en mis oraciones.

Me acuerdo muy bien del pensativo y dulce rostro de aquel anciano de pelo blanco, con su sotana negra, mientras permanecía en aquel cuarto tosco, de techo alto, todo de madera, con el burdo mobiliario de trescientos años de antigüedad y la escasa luz que penetraba en su sombría atmósfera a través de la pequeña celosía. Se arrodilló, y las tres mujeres con él, y rezó en voz alta con voz temblorosa durante lo que me pareció un largo intervalo. He olvidado toda mi vida anterior a ese suceso, y algunos momentos posteriores también son confusos, pero las escenas que acabo de describir permanecen tan vívidas como las imágenes remotas de una fantasmagoría rodeada de oscuridad.

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Autor: Joseph T. Sheridan Le Fanu. Traductor: José Luis Piquero. Título: Carmilla. Editorial: Navona. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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