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El caracoleo del arroyo - Zenda
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El caracoleo del arroyo

Como aquellos poemas que nos gustaban en nuestra adolescencia y los copiábamos una y otra vez para hacerlos nuestros, así volví tres días después al mismo escenario, a repetir el mismo camino, esta vez a punto de ganar la espalda al amanecer. Atravesé el pueblo de pizarra mientras las casas aún dormían y me adentré...

Como aquellos poemas que nos gustaban en nuestra adolescencia y los copiábamos una y otra vez para hacerlos nuestros, así volví tres días después al mismo escenario, a repetir el mismo camino, esta vez a punto de ganar la espalda al amanecer.

Atravesé el pueblo de pizarra mientras las casas aún dormían y me adentré por la vereda como si la fuera inventando a medida que avanzaba, iba surgiendo de la semioscuridad mientras caminaba. El primer vuelo fue un fogonazo, un relámpago. Rasgó el silencio como una culebrilla eléctrica, y la claridad volvió a suavizarlo todo, a ir nombrando las piedras, el arroyo, las plantas, los contornos de la montaña. A todo lo iba dando forma, consistencia, densidad.

No es fácil reinventar cada día los colores, sus matices. Ni edificar de la nada el silencio y los sonidos que le darán eco y vigor. No pensamos en el atrezo oculto que supone una nueva mañana, cuando todo deja de ser sospecha para convertirse en promesa, en certidumbre.

"Con la ladera asciende el día. Y al paso surgen racimos de pájaros que huyen como si se les hubiera sorprendido en falta."

El camino se iba abriendo como un libro, como el dibujo que hacemos de un ave muy lejana, era una uve cansada. A su lado, el arroyuelo que aparecía o se escondía; de repente oía su rumor y más tarde le echaba de menos. Surgía después, cantarín, breve y tímido por entre los secretos íntimos de la tierra, y volvía a desaparecer. Era su canción la pirueta de la mañana.

El ascenso era largo a esas horas en que uno se siente un poco Robinson. Nada parece tener consistencia aún, pero se sigue adelante como si se buscara algo perdido. Pero qué podría encontrar allí, por aquella vereda que se abría o se ocultaba entre el hielo, la escarcha, el crujido de la tierra aún rígida. Venía en mi ayuda el agua, su gorgoteo, ese lenguaje que sólo entienden el musgo y el aire.

Con la ladera asciende el día. Y al paso surgen racimos de pájaros que huyen como si se les hubiera sorprendido en falta. Gorgotean nerviosos como el arroyuelo y revolotean como si salieran de un pañuelo verde y mágico.

"Y en esa vana ilusión viví unas horas, hasta el ecuador del último día de enero, envuelto entre algunas abejas que merodeaban los primeros embriones, la jara y el tomillo."

Todo tiende hacia la plenitud. Allá arriba se divisa la nieve lejana, el agua quieta y muda de los embalses, las enormes torres eléctricas siempre de camino hacia aldeas que se desperezan al arrullo del sol; allá se perciben las heridas de las montañas y el vuelo de las aves marca el perfil del aire. Todo parece a mano. Todo nos es posible, como a pedir de boca.

Y en esa vana ilusión viví unas horas, hasta el ecuador del último día de enero, envuelto entre algunas abejas que merodeaban los primeros embriones, la jara y el tomillo.

A nadie vi, a nadie buscaba. Me acerqué hasta el recoleto cementerio, con todas las lápidas mirando al este, con los nombres esculpidos en mármol, junto a flores de plástico y cruces corroídas por la herrumbre. Y ya de nuevo en el pueblo que atravesé entre el silencio, en la penumbra de la que luego brotaría la jornada, dos gatos esponjosos se desperezaban junto a una pared de pizarra vencida por la luz. Por allí revoloteaba el murmullo de una fuente con tres caños.

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Manuel Llorente

Periodista, redactor jefe de Cultura de El Mundo. Autor de dos libros de poemas: Desmesura y Si la palabra fuera un espejo. @llorente_manu

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