En una escena de Eyes wide shut, la adaptación cinematográfica de Kubrick de una novelita de Schnitzler, un señoritingo húngaro flirtea con la esposa del protagonista. En el intento de seducción, el hombre menciona El arte de amar de Ovidio, quien aconseja al pretendiente que, ante las reticencias de la pretendida, insista, suplique. Pésimo consejo. A estas alturas cualquiera sabe que, si no ha sonado el tilín a las primeras de cambio, lo que procede es replegar las tropas.
El libro de Despentes ofrece, claro, mucho más que una semblanza de los capullos. En ese estilo suyo de descarnado naturalismo, ofrece una estampa multiforme de las drogas. Siguiendo la tradición literario-cinematográfica de Trainspotting, las drogas se abordan sin fariseísmo ni mojigatería: su capacidad devastadora en una vida está a la par de la intensidad y el sosiego —valga la paradoja— que pueden aportar. Thomas Mann hacía apología del tabaco en La montaña mágica: «No comprendo que se pueda vivir sin fumar», dice el bueno de Hans Castorp. «Un día sin tabaco sería para mí el colmo del aburrimiento, sería un día absolutamente vacío e insípido». Pero en Despentes, como en su día con Irvine Welsh, vamos con todo: «Desde mi juventud en el caballo, conservo un desprecio enorme por quienes usan drogas legales —alcohol o somníferos—, lo mismo que por quienes gustan de las drogas blandas. Algo parecido a como deben de despreciar los gatos a los perros cuando los ven buscando la caricia humana». Encontramos aquí también, y se sienten los ecos literario-cinematográficos de El club de la lucha, las sesiones de grupo de Narcóticos Anónimos: «Esta cosa es la antítesis de Instagram. Un lugar donde se reúnen hombres y mujeres para hablar de sus debilidades, de sus incapacidades, de sus penas».
Querido capullo es también una obra sobre hacerse mayor; mejor dicho, sobre dejar de ser joven, evento que tiene lugar a eso de los cuarenta y algo, a los cincuenta con suerte. Y si en Philip Roth encontramos la visión masculina de la tragedia, Despentes nos ofrece la femenina. Que, francamente, tampoco es tan diferente. Punzantes las reflexiones sobre ver envejecer a los amigos: «Pocos son los que conservan la misma voz, la misma agilidad de razonamiento. A los viejos amigos con los que sigues estando bien los cuidas como oro en paño. Ahí se perfila una nueva élite. Aquellos a quienes la edad hace más sabios, o más interesantes, o más tiernos. A esos los guardas contigo como si fueran supervivientes de un terrible naufragio».
Lo más interesante de la obra, no obstante, viene dado por la estructura, en forma de mensajes privados intercambiados en una red social. La literatura no termina de incorporar con soltura las nuevas tecnologías. Difícil encontrar una buena novela donde aparezcan los teléfonos móviles y las redes sociales y WhatsApp con la importancia que, nos guste o no, tienen en nuestras vidas. Es un enorme mérito de la obra que la trama fluye y que el canal de comunicación no condena el mensaje a la banalidad. Que se trate de soliloquios por medio de una red social permite dotar a pensamientos enjundiosos de agilidad desprovista de grandilocuencia. Aunque, claro, no estamos ante una apología de las redes, más bien al contrario. De hecho, se nos muestra cómo movimientos reivindicativos tipo el MeToo acaban degenerando en algo destructivo (para todos los implicados) e irreconocible una vez que se convierten en hashtag. En el mundo de las redes sociales todos corremos el riesgo casi insalvable de convertirnos en capullos en un sentido nada técnico.
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