Mis iniciales son I.B.M., sí, como la multinacional tecnológica. A 28 de abril del presente año llevo gastados alrededor de 500 euros en médicos privados, amén de una cantidad indeterminada en medicinas y taxis de ida y vuelta de las consultas (y no me sobra el dinero). En seis meses he superado un cáncer colorrectal que arrastraba desde el año pasado (almorranas de tipo tres), un cáncer de huesos (dolores indeterminados en piernas), otro de pulmón (principio de asma) y hace solo unos días he salido ileso de mi fatídico cáncer de pene (el ridículo más absoluto, luego voy con ello). Tengo miedo a la muerte y a caer enfermo. Mi familia y mis amigos también tienen miedo a la muerte y a enfermar pero no dan tanto por saco como yo. Se lo guardan para ellos, intentan disfrutar de la vida y piden cita al médico de cabecera cuando ven que algo no va bien; no se gastan una burrada de dinero en internistas ni se hacen la prueba del glaucoma una década antes de lo recomendado. Me gusta estar vivo. Cuando salgo a pasear me fijo en las chicas jóvenes y todas me parecen hermosas, y el pecho se me llena de alegría y bondad y por un momento no pienso en la salud. A veces me cruzo con alguna hipocondríaca de mi quinta (nos reconocemos al instante) y veo que a ella también le sucede algo parecido: encuentra cierto consuelo en los rostros sanos, barbilampiños y jóvenes. A mí me ha dado por obsesionarme con la muerte sobre todo desde que falleció mi madre, y lo de la pandemia como que no ayudó. Antes ya apuntaba maneras, no lo niego, pero ahora es un disparate, y hago sufrir a mi mujer, a mi hija, a mi hermana embarazada y a mi cuñado australiano, que no se ha venido de Canberra para oírme hablar de mi pene, sino para disfrutar de unas condiciones laborales precarias. Amo a mi mujer (lo aclaro, por lo de las chicas más jóvenes) y le pido perdón (por la chapa que le doy y por lo de las veinteañeras). Cuando hace un mes mi prima me llamó para decirme que a mi tío le habían diagnosticado un cáncer de pulmón, y al día siguiente comenzó a dolerme el pene, Isabel me lo dejó muy claro: ¿No ves una relación directa entre la noticia de la enfermedad de tu tío y el hecho de que te pique y duela el miembro? Serán hongos, le respondí, aunque me moría por aventurar una necrosis o un melanoma en el glande, traumas que había descubierto en Google la noche anterior, durante el insomnio, como un bulímico confunde el amanecer con la luz de la nevera abierta. Una semana más tarde, y como el dolor no se me iba, aproveché que acompañaba a mi tío a su sesión de quimio para irme de extranjis a Urgencias, donde una médica me tomó una muestra de orina y me inspeccionó el glande, juzgándolo todo normal. Como no me convenció, al día siguiente me fui a un urólogo privado, que tampoco notó nada raro. Eso sí, me metió una aguja por la uretra para tomar muestras de tejido y ver si había infección, uno de los instantes más dramáticos de mi vida. Se sufre mucho, siendo hipocondríaco. Hay autores que afirman que la Odisea no es más que un intento desesperado por regresar a la cordura y que las islas que visitaba Ulises no eran más que metáforas de síntomas de enfermedades. El Quijote también era un hipocondríaco de manual: los gigantes no eran molinos, sino supuestas metástasis manchegas. El caso es que me seguía doliendo y molestando el pene y comencé, como ya había hecho antes con mis pulmones y mi ano, a comentárselo a todo el mundo. Se lo conté a mi hermana, a mi cuñado, a mi familia de Castellón, a mis amigos, a mis compañeros de trabajo, y lo hubiera aireado en redes sociales si no tuviera tan pocos seguidores. A la única persona que no le comenté nada fue a un amigo que se dedica a los seguros y que lleva tiempo intentado endosarme un seguro médico, y eso es porque si contrato uno quiero hacerlo sobrio, con la mente despejada, no en el estado de ebriedad paranoica en el que me encuentro desde hace años. Pero bueno, yo había dejado este canto en el punto en que el urólogo me metió la aguja por la uretra y me citó para la semana siguiente, para conocer los resultados. Ese tiempo de espera fue lo peor. Me examinaba el pene con lupa; veía manchas por todas partes; dormía tapado de cintura para arriba, para que ningún tejido tocase mi glande; me moría de frío, consumido en mi propio escozor. Cuando me despertaba con el pene erecto, en lugar de considerarlo una buena señal, lo percibía como una especie de canto de cisne. Estaba tan agobiado, di tanto la vara en la oficina que mi jefa habló con el director general, para que me concedieran el teletrabajo. Flaco favor, porque en casa no hacía más que verme el pene, en detrimento del Outlook, y varios e importantes correos me pasaron inadvertidos. Llegó así el día de mi segunda consulta con el urólogo. El hombre comprobó los resultados, me miró por encima de las gafas y me dijo que todo era normal, que seguía sin ver nada raro, y que no tenía ninguna explicación para lo que me sucedía. Le pregunté si podía ser un cáncer y me dijo que los tumores ahí abajo no eran frecuentes, y que donde más casos se daban eran en el tercer mundo. Le pregunté si un lunar que tengo podía haber mutado en un melanoma y lo negó con la cabeza. Me recetó un antibiótico genérico por si las molestias continuaban y me dijo que las siguientes pruebas ya serían más agresivas: una ecografía Doppler, para la cual tendrían que inyectarme algo en el pene para ponerlo tieso; y una citología, que consistía en introducirme una cámara por la uretra y navegar río arriba en busca de El Dorado, algo que me dejó en shock. Le dije que me lo pensaría y regresé a casa hundido, porque de verdad que cada vez me dolía más la cosa. Me costaba conciliar el sueño y por la mañana me levantaba invariablemente con moquillo. Para entonces, ni mi mujer ni mi hermana querían oírme hablar una sola palabra más del tema, por lo que no me quedó otra que guardármelo para mí. Mientras tanto, mi pobre tío sufría un cáncer de verdad y yo lo acompañaba al hospital cuando mi prima no podía ir, lo que me hacía sentir como una rata; y eso porque, aunque estaba convencido de que esta vez me ocurría algo serio, consideraba también la posibilidad de que estuviese otra vez exagerando. A mi tío no le comentaba nada, por supuesto, aunque me veía rascarme la entrepierna y eso le extrañaba. Me quedé, pues, solo con mi cáncer de pene, y llegué a un punto en que nada me producía consuelo, ni siquiera la juventud de las chicas con las que me cruzaba de camino al bar o a la farmacia. Me tomé los antibióticos. Esperé una semana y el dolor no remitió. Desesperado, acudí por tercera vez a la consulta del urólogo, dispuesto a hacerme la citología y la eco-Doppler. El médico alucinó al verme. Me examinó otra vez el miembro y volvió a negar cualquier atisbo de enfermedad. Me desaconsejó realizarme más pruebas, que según él no iban a aportar nada. Me preguntó entonces que a qué me dedicaba. Le dije que trabajaba en una consultoría y que me habían publicado un par de novelas, pero que ya hacía mucho que no escribía en plan serio. Me preguntó que desde cuándo, y yo le dije que desde que falleció mi madre, aunque cada vez tenía más dudas de que ése fuera el hecho desencadenante. «He perdido la ilusión, eso es todo», admití, y ahí no pude más y me eché a llorar, mi rostro iluminado por la pantalla del ordenador y mi abundante historial médico. El urólogo me extendió un pañuelo y me dijo que me lo tomase con calma. Luego abrió un cajón y sacó un viejo artículo de periódico titulado El tiempo, firmado por Manuel Vicent, un texto que yo ya conocía y que animaba a vivir la vida y a disfrutarla como cuando éramos niños. «No eres el primer hipocondríaco que pasa por aquí; glandes de escritores ya llevo unos cuantos, sobre todo de autopublicados», bromeó el médico, antes de recomendarme a una psicóloga de confianza y despedirme con un apretón de manos. Pero cuando ya me disponía a abrir la puerta de la consulta, el urólogo me llamó una vez más. Me di la vuelta y contuve la respiración. «¡Y deja de verte tanto el pene!», exclamó finalmente, siendo éstas las últimas palabras que me dirigió, de modo que cuando salí a la calle yo ya era otro, y la luz tibia me envolvía, y las personas de toda edad eran hermosas. Sirva, pues, este canto hipocondríaco para disculparme ante mi gente y para reconciliarme conmigo mismo y con todo lo que sobresale de mi cuerpo. Sirva este canto para empezar a recobrar la ilusión, como cuando escribía sin esperar nada a cambio.
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