Salamanca fue un lugar inesperado. Yo tenía que haber empezado a estudiar Periodismo en Madrid o en Sevilla, pero mi nota era insuficiente. Estudié otra cosa durante un año, sin motivación, esperando la oportunidad para cumplir mi vocación de niño. Llegué un mes de julio a Salamanca para un examen de ingreso. Lo aprobé y en octubre de 1991 arrancaron las clases en la Universidad Pontificia de Salamanca.
En esta ciudad castellana tan glosada he vuelto a revivir aquellos años tan lejanos en el tiempo y que forman parte de mi memoria más íntima. Un paseo por calles solitarias, gélidas madrugadas y rincones que permanecen intactos, como si el calendario siguiera inmóvil, despistado; como si me volviera a encontrar a Gonzalo Torrente Ballester andando por la Gran Vía o tomando un café en el Novelty.
Salamanca fue el primer lugar donde empecé a tener una biblioteca propia. La minúscula habitación de mi piso de estudiantes de San Justo 28-34, con vistas a la cúpula de San Esteban, se empezó a convertir en un mini templo libresco donde se juntaban obras de Redacción Periodística de José Luis Martínez Albertos, Luis Núñez Ladevéze y Octavio Aguilera con el Libro de Estilo de El País o El Mundo en mis manos, la autobiografía de Pedro J. Ramírez.
Si hay un libro que me marcó en esos primeros meses de Facultad fue El Nuevo Periodismo, de Tom Wolfe. Lo compré en la librería Cervantes, que estaba en la Plaza de Santa Eulalia. Wolfe me cambió mi visión del Periodismo. Hasta ese momento yo solo contemplaba el mundo desde el punto de visto informativo. No sabía que había otra forma de contar, de narrar, de escribir.
Fue el profesor Arturo Merayo, que acababa de publicar Manual para entender la Radio, quien nos descubrió al autor estadounidense. Merayo era un profesor exigente. No te trataba como un estudiante de Periodismo, sino como un futuro periodista. Intentaba extraer lo mejor de ti y estaba obsesionado en la perfección y en minimizar tus fallos.
Librerías de Salamanca que ya no existen, como la ya mencionada Cervantes, que alumbró la ciudad durante más de ocho décadas. O Portonaris, en la Rúa Mayor, donde compré volúmenes que retrataban la ciudad que empezaba a disfrutar como Salamanca de cine, de Ignacio Francia.
Y la librería Víctor Jara, en la calle Meléndez y que ahora está en Juan del Rey, 6, que estaba plagada de novelas que ojeaba con asombro. No, ese no era mi mundo, pensaba. En ese momento quería ser solo periodista, nada más —y nada menos— que periodista. Ser escritor o profesor no formaba parte de mis planes. La vida te amplifica nuevos universos que se quedan ya contigo, sin olvidar la vocación primigenia, base de todo.
Celebro que continúe con fuerza la coqueta librería Plaza Universitaria en la Plaza de Anaya, con esos escaparates que casi rozan el suelo, frente al astronauta de la Catedral Nueva y no lejos “donde dio clases el diablo”, pero qué pena que ya no esté Galatea, en la calle Libreros, una librería de viejo y de segunda mano; un espacio privilegiado. Desapareció hace apenas un par de semanas. Hace años le pedí precio a Begoña Ripoll, su propietaria, por la máquina de escribir que tenía Galatea como símbolo. Estuve a punto de comprarla. Espero que Ripoll la tenga en su casa o algún bibliófilo le dé uso.
Y Letras Corsarias. Con el timón de Rafael Arias y Guillermo Granado, se ha asentado como eje fundamental de la Salamanca cultural, la que no está ensimismada en el pasado, sino la que mira con luces largas. La Salamanca que huye de los provincianismos, la Salamanca atenta a voces distintas, heterodoxas. Allí compré varias obras de no ficción. También alguna novela. Vi autógrafos de escritores. Quizá algún joven con 19 años entre ahora a Letras Corsarias y descubra entre páginas de libros nuevos mundos que le cambiarán la vida, como hizo conmigo Salamanca.
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