En los últimos años de Franco (q D g), Camilo José Cela empezó a ser algo más que popular: un “icono”, que dirían los caballeros de la prensa. Una figura al nivel de fenómenos como Lola Flores, Di Stéfano, El Cordobés o Marisol. Una figura tan “mediática”, en argot actual, que acabó anunciando la Guía de Carreteras de Campsa. “¿Hacen unas gachas, don Camilo?” inquiría una voz en off, o sea, la de uno que no aparecía ante la cámara. “¡Venga!”, respondía campechano el interfecto.
Estas escenificaciones, en las que Cela fue levantando un personaje que la gente reconocía y aplaudía, bien pueden verse hoy como acciones de marketing (aunque anteriores al marketing) tan eficaces que harían la envidia de cualquier director de marketing actual… si los actuales directores de marketing supieran de Cela, que no pondría yo la mano en el fuego. En todo caso, estudiar y diseccionar los modos y maneras del gigante gallego les saldría a cuenta y hasta podrían incorporar el caso a los ejemplos maestros de éxito que tanto les gusta relatar en sus (habitualmente plúmbeas) aulas de negocio, escuelas de liderazgo y otras misas negras.
A veinte años de su fallecimiento, la figura del marqués de Iria Flavia se agiganta como la de un hombre completo, como la de un literato de primer nivel encastrado en un showman de no menos nivel y sin nada que envidiar a un Mick Jagger, un Sinatra o al feo de Martes y Trece. Un adelantado. Parece inconcebible que, sin el desmesurado personaje que Cela levantó en público, libros tan delicados como el Viaje a la Alcarria o Del Miño al Bidasoa se convirtieran en apabullantes best sellers que se editaron sin interrupción durante años, compitiendo en los estantes con Sinuhé el Egipcio, Los cañones de Navarone u Hombre rico, hombre pobre, extraordinarias novelas que desde Cangas del Narcea a Vladivostok y desde Bucamaranga a Wapakoneta fueron monstruosos éxitos mundiales que acabaron empujando la producción en Hollywood de exitosas películas y hasta de una serie de televisión (no menos exitosa).
Cela parece haber tenido claro que la única manera de competir con semejantes mastodontes en el minúsculo “mercado” español era dando también espectáculo, igual que ellos, para lo que habría recurrido a un género de su invención, el carpetovetónico, para solaz, imagino, de los departamentos de venta de las editoriales del país, que se pelearían a cuchillada limpia por los originales de aquel gallego echao p’alante que no sólo se escribía los libros, es que además los vendía.
Es decir, que les daba el trabajo hecho, que es de lo que se trata en España, de que un pringao, un forzao de la tecla, un escritor, por ejemplo, haga también tu trabajo. Ya lo decía otro anuncio, éste de lavadoras automáticas cuando estos artefactos constituían una novedad comparable a subir a la Luna. “¡Que trabaje Rutton! (en el hogar)”.
Cela destaca como un prodigio de actividad (que, ni de lejos, contaba todo lo que hacía). Por ejemplo, que durante años compaginó sus Papeles de Son Armadans con la editorial Alfaguara, dos instituciones fundadas por él mismo (qué otro podría haber discurrido semejante nombre, “alfaguara”, me pregunto, para una editorial), sin olvidar la tarea hercúlea de promocionar todo lo que iba escribiendo entre unas cosas y otras, que no era poco. Cela, que era un ser multi-tarea, redujo la función editorial a darle al botón de sacar unidades, una unidad tras otra, igual que si fueran chorizos, mucho antes del advenimiento de Balcells, que lo cambió todo, empezando por la promoción.
Algo más que un prodigio. O que un currante: un genio al nivel del mismísimo Salvador Dalí, verdadero inventor del marketing del producto creativo, maestro de Warhol y Capote, un innovador que había nacido genio (y con la barretina puesta) treinta años antes de que el propio Cela se calzara la boina a imitación suya. Claro que Dalí nació tocat de l’ala per la tramontana y eso también ayuda, pero casi que lo dejamos para otra circunvolución o me salgo del papel. Buenas noches. Y que Dios reparta suerte.
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