Luisa de la Cruz era una niña cuando tuvo que padecer, junto a su familia, las inclemencias de los campos de concentración del sur de Francia. Cruzaron los Pirineos cuando el final de la Guerra Civil desahució el sueño republicano, y durante demasiado tiempo se vieron arrastrados por la arena en una peregrinación desesperada con rumbo a ninguna parte. Yo conocí su historia porque sus propios hijos, Luisa y Cuco Pérez, me la contaron una mañana de febrero de 2016, en el bar Les Templiers de Collioure. Ellos habían ido allí para interpretar un espectáculo al que estaban dando forma y que recientemente se ha concretado en un libro-disco, Allez, allez…!, que constituye un trabajo encomiable e interesantísimo, en tanto que aborda uno de los aspectos menos estudiados del exilio, aquél que tiene que ver con la memoria oral y se concreta en las canciones que los refugiados interpretaban para hacer más llevadera su penuria y que en muchos casos permiten deducir el ánimo con el que encararon aquellos días terribles.
Ambos hermanos tienen una experiencia acreditada a sus espaldas. Cuco Pérez formó parte de grupos como Nuestro Pequeño Mundo, Celtas Cortos o Revólver y ha acompañado con su acordeón a Amancio Prada, Joaquín Sabina o María Dolores Pradera. Luisa Pérez, por su parte, estudió canto con Eva Novotna y José Luis Puente y registró su voz en trabajos como Landú o Luisa canta a Ángel González. Desde niños escucharon, en boca de su madre, las canciones que ella misma había aprendido durante su exilio francés, y su muerte en 2012 fue el acicate definitivo para embarcarse en la recopilación de un cancionero, el de la Retirada republicana a través de la frontera pirenaica, del que sólo quedaban restos fragmentarios y cuyos versos se habían impreso únicamente en el recuerdo de quienes llegaron a conocerlos de primera o segunda mano. Fue un trabajo arduo que les llevó a contactar con varios protagonistas de aquel exilio y que dio una buena cosecha. «La música estaba ahí, habitando en las neuronas de los exiliados y de las exiliadas, esperando a ser llamada, a ser útil, a desenroscar la tristeza, a ser el analgésico de la desesperación, el brillo de la esperanza, el tronco al que agarrarse entre el oleaje traumático y turbulento del exilio». Son palabras de Emilio Silva, uno de los fundadores de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que resumen bien el espíritu del trabajo.
La mayoría de esas piezas consistían en letras escritas en los mismos campos de concentración, cuando no improvisadas y memorizadas mediante la simple transmisión oral, que se interpretaban sobre bases melódicas preexistentes. La pieza «Refugiao», por ejemplo, aprovechaba la música de «La bien pagá» como andamiaje de sus versos:
Refugiao,
me llaman el refugiao,
porque de España salí,
y que no puedo volver
mientras que Franco esté alllí,
refugiao, refugiao,
estoy muriéndome aquí.
Una de las canciones que más populares se hicieron entre aquellos refugiados, el «Tango de Argelès», se fue escribiendo con el apoyo de la melodía del conocidísimo tango «Esta noche me emborracho», que compusiera Enrique Santos Discépolo y que conocemos principalmente en la versión de Carlos Gardel.
Somos los tristes refugiados que de España
llegamos
después de tanto andar,
hemos pasado la frontera, a pie, por carretera,
con nuestro ajuar.
Algunas de esas músicas provenían del folclore que caracterizaba los territorios de procedencia de los exiliados. Una pieza tradicional asturiana, «Adiós, Rosina», se convirtió en los campos de concentración en «Viva mi escuela», todo un homenaje al escritor y periodista francés François Mauriac, que simpatizaba con el bando republicano y fundó un centro educativo para los niños del éxodo en el campo de Gironda.
El señor François Mauriac
que nos quiere con cariño
ha puesto una escuela nueva,
mucho le gusta a los niños.
Que me rinde el amor
que le tengo a mi escuela,
que no puedo olvidar
que yo vivo por ella.
Había también lugar para la ironía. En Argelès-sur-mer el menú que se daba a los exiliados consistía, casi exclusivamente, en lentejas y bacalao. En ese campo de concentración se organizó una orquesta formada por músicos que habían cruzado la frontera con sus instrumentos a cuestas y que eligieron ese plato para bautizarse. La Orquesta Lentejas con Bacalao llegó a gozar de cierta fama en los recintos de confinamiento y tenía entre sus éxitos un tema que, con el título «Canción de los Refugiados», se cantaba sobre la base de «La Cucaracha».
Lentejas al mediodía, por la tarde bacalado,
es el menudo del día pa los pobres refugiados.La cucaracha, la cucaracha, esto no puede durar
porque queremos, porque queremos
paz, trabajo y libertad.
El abuelo de Luisa y Cuco Pérez, el maestro Cesáreo de la Cruz, escribió la letra de otra canción a la que puso por título «Cuando a Francia yo a pie me dirigí» y que se interpretaba con la música de un cuplé anterior a la guerra que sus nietos no pudieron rastrear. Su última estrofa refleja muy bien el sentir general de aquellos hombres y mujeres forzados a abandonar la tierra que les había visto nacer para mantener sus vidas a salvo.
Cuadras que no son habitables,
no hay nada confortable en este lodazal;quiero que en mi España no haya
ninguna represalia para poder tornar.
Había en la música una vocación de exorcizar demonios indomables, pero también un cierto afán de tomarse la revancha, aunque fuera con la mediación de la lírica, de determinadas humillaciones que no venían a cuento y convertían el destierro en un menoscabo a la dignidad, ya de por sí maltrecha, de sus protagonistas. Los guardas senegaleses que vigilaban el campo de Argelès-sur-mer calaron pronto en el imaginario del exilio. A ellos iba dedicada otra canción que nació inspirada en una marcha militar con la que desfilaban las milicias republicanas y que, parece ser, había tenido en un primer momento una letra satírica acerca del propio Franco.
Negro senegaleses, negros como el carbón,
de ojos amarillos.¡La madre que los parió! ¡¡ale hop!!
Son ésas algunas muestras de los textos que empezaron a cantarse sobre melodías ya creadas. De entre las composiciones que nacieron con su propia música, mucho más difíciles de investigar por su propia condición, destaca el tristísimo «Llanto del campo de Orleáns», que los hermanos Pérez pudieron recoger gracias al testimonio de la profesora Rose Duroux, que fue ella misma hija del exilio y es hispanista y catedrática emérita en la Universidad de Clermont Auvergne.
Soy un pobre huerfanito porque era
muy chiquitito
cuando a mis padres perdí
en aquel aciago día que una bomba
destruía
la casa donde nací.Me falta el consuelo
que precisa un niño.
Me falta el cariño
que una madre da.
Pero una de las piezas más sorprendentes es la que compuso el trompetista cubano Julio Cueva, que estaba de gira por España cuando estalló la guerra y se alistó con todos los miembros de su banda en el ejército republicano. Penó en Argelès-sur-mer y escribió allí una guaracha bien singular en la que contaba, con mucho humor, el paso de su troupe cubana por los Pirineos.
En la última retirada
del ejército del Este
hubo un grupo de cubanos
que, escapando de la peste,
han cruzado la frontera
convirtiéndose en gitanos.¡Alé, alé, reculé!
Una vez estando en Francia
guardias con cascos esperan
que gritan con arrogancia:
¡a formar en columnas de a tres!
Había de todo, como se ve, en este cancionero que Luisa y Cuco Pérez han rescatado del olvido y que permite a quien lo escucha ponerse en la piel de aquellos despatriados que intentaban preservar su dignidad en unas condiciones de miseria. «La música estaba ahí», vuelve a decir Emilio Silva, «habitando en las neuronas de los exiliados y de las exiliadas, esperando a ser llamada, a ser útil, a desenroscar la tristeza, a ser el analgésico de la desesperación, el brillo de la esperanza, el tronco al que agarrarse entre el oleaje traumático y turbulento del exilio». Hay que agradecer que Allez, Allez…! haya recuperado esas partituras y esos versos para reincorporarlos a una memoria que es, a menudo, más olvidadiza de lo que debiera.
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