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Camposanto en Zamora - Zenda
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Camposanto en Zamora

Cuenta la leyenda que a San Atilano le nombraron obispo de la recién creada diócesis de Zamora y él se sintió tan abrumado por la responsabilidad que lo primero que hizo fue poner tierra de por medio. El buen varón, aún un joven bisoño cuando los designios de la divinidad le honraron con el cargo,...

Cuenta la leyenda que a San Atilano le nombraron obispo de la recién creada diócesis de Zamora y él se sintió tan abrumado por la responsabilidad que lo primero que hizo fue poner tierra de por medio. El buen varón, aún un joven bisoño cuando los designios de la divinidad le honraron con el cargo, emprendió el camino de Jerusalén y, al cruzar el Duero, tiró el anillo que le distinguía como mitrado a sus aguas. «Si algún día vuelvo a encontrar este anillo», dicen que dijo, «asumiré la misión que se me ha encomendado». Nadie sabe cuánto tiempo estuvo caminando, ni hasta qué lugar exacto le condujeron sus pasos. Sí es famoso que, cuando se arrepintió de su propósito y fue consciente de que las fuerzas no le daban para llegar a su destino, volvió sobre sus pasos atrapado entre la frustración y la vergüenza. Se veían ya a lo lejos las murallas de Zamora cuando entró a comer algo en una posada que había en las inmediaciones de la iglesia del Santo Sepulcro, quizás para dilatar el regreso a una ciudad que podía recibirle con reticencias tras haber entendido su abandono como un desprecio. Pidió un pescado y, al abrirlo con los cubiertos, encontró dentro el anillo que días atrás había arrojado al río. En ese preciso instante, todas las campanas de la vieja urbe voltearon y repicaron al unísono, y los ropajes harapientos del peregrino se trocaron, como por ensalmo, en vestimentas episcopales. Acababa de cumplirse su propia profecía.

Cementerio municipal de San Atilano

Cementerio municipal de San Atilano

"El cementerio de Zamora es grande y sus tumbas se dividen en cuarteles: parcelas cuadrangulares en las que desgastadas lápidas de piedra conviven con mármoles recientes y labrados con esmero. ."

A San Atilano se le representa desde entonces con un pez en la mano, y de esa guisa se exhibe en la talla de piedra que corona la puerta del cementerio municipal, que lleva su nombre y se ubica sobre los terrenos en los que estuvo aquella hospedería donde la gracia divina refrendó su encomienda. Es un camposanto reciente, se construyó aquí en el siglo XIX después de que una epidemia de cólera asolara la ciudad, y su recinto engloba una pequeña iglesia que es sucesora de aquella a cuya altura interrumpió el santo su peregrinaje. Todo el camino hasta aquí es un recorrido por la leyenda. Hemos partido de la antiquísima ermita de Santiago el Viejo —donde dicen que veló armas el Cid antes de ser nombrado caballero—, cruzado el puente que unos llaman Nuevo y otros de los Poetas y caminado el kilómetro largo que lo separa de otro puente más venerable, el de piedra, hasta llegar a la encrucijada. Hay en ella una placa que recoge el famoso verso con los que Claudio Rodríguez se despidió de su terruño al poner rumbo a Madrid («pasé el puente y, adiós, dejé atrás todo»), y acaso no fuesen sus palabras muy distintas de las que pronunció el buen Atilano al juzgar que las expectativas que se habían puesto sobre él estaban muy por encima de sus capacidades. Zamora, la ciudad más románica de Europa, se deja ver al otro lado del Duero casi como un espejismo benéfico en esta jornada invernal en la que un sol tímido nos anuncia la inminente primavera. Nos alejamos tomando la calle que pasa junto al convento de las Dueñas para ir en busca de esos confines donde la ciudad pierde su nombre, según la afortunada expresión que acuñó Francisco Candel. La necrópolis ocupa la última linde del barrio de Cabañales, al pie de una carretera que se alarga hacia el sur buscando las tierras de Salamanca, y no hay apenas movimiento en las inmediaciones. Es domingo y de vez en cuando el cielo azul se ve invadido por leves nubarrones que descargan una lluvia breve y torrencial antes de desplazarse a otras latitudes. Salen un par de feligreses de la iglesia del Sepulcro y una anciana permanece a la entrada del recinto como si hiciera guardia. A su lado, una gitana pide limosna. He hecho bien descargándome en el móvil una pequeña cuadrícula donde se especifica el paradero exacto de algunos de los moradores más ilustres de esta ciudad de muertos. El cementerio de Zamora es grande y sus tumbas se dividen en cuarteles: parcelas cuadrangulares en las que desgastadas lápidas de piedra conviven con mármoles recientes y labrados con esmero. Casi en el centro —pero eso lo veré luego, cuando deambule apresuradamente por los pasillos intentando descifrar algunos nombres al tiempo que procuro resguardarme de los aguaceros intermitentes—, un altísimo ángel de madera parece cumplir funciones de escolta y vigía en este rincón en el que sólo las ramas de los árboles se mueven al compás que marca el viento. Se trata de una escultura que el artista Andrés Figuero labró en los albores de este siglo aprovechando el tronco de un ciprés muerto y que sobrecoge cuando uno se lo encuentra a medida que el bosque de cruces se disipa y se lo ve emerger allá en lo alto, como el mascarón de proa de un paquebote timoneado por Caronte.

Tumba de Claudio Rodríguez

Tumba de Claudio Rodríguez

"Hay una serie de hitos que permiten a los viandantes seguir el curso de su biografía, desde la Casa Peña en la que residió durante su infancia y su primera juventud hasta el merendero de los Pelambres."

El cementerio de San Atilano cuenta con un panteón de ilustres que se levantó recientemente, pero para buscar lo más interesante hay que deambular sin mucha prisa entre sus lápidas. Según se entra, a mano izquierda, están las tumbas que han sobrevivido al tiempo, valga la paradoja, para conservar la memoria del camposanto que fue. Una de ellas tiene por inquilina a una niña, María Dolores Primitiva, a la que dieron sepultura junto a la tapia en 1889, cuando contaba sólo 17 meses de edad, y cuyo epitafio reza que «tendió al cielo sus alas y aquí sus despojos descansan en paz». Lejos de allí, en uno de los cuarteles centrales, unas labores rutinarias de limpieza depararon hace poco un hallazgo inesperado. En una lápida ajada por el paso de los años, al pie de un raro monumento compuesto de piedra y troncos, los trabajadores del Ayuntamiento descifraron el nombre de Candelaria Ruiz del Árbol, ilustre zamorana que se casó con el primer director de El Norte de Castilla, Sabino Herrero Olea, y promovió la construcción en su ciudad natal, a finales del XIX, de varias «casas baratas» —antecedente de las viviendas sociales de hoy en día— que dieron cobijo a seis familias. Falleció en 1915 y su iniciativa terminó dando lugar a todo un barrio que hoy lleva su nombre en pleno centro del casco urbano.

Pero para dar con Candelaria hay que andar un trecho. Lo primero que nos encontramos al entrar, casi ante las mismas puertas, es el cuartel puesto bajo el patronazgo de San Benigno. Descansa allí uno de los habitantes más ilustres de la necrópolis, el poeta Claudio Rodríguez, cuya tumba mira al interior y lleva grabado en letras de hierro el primer verso del «Canto del despertar»: «El primer surco de hoy será mi cuerpo». Hay ciudades que han configurado buena parte de su identidad a partir de lo que de ellas escribieron quienes las tomaron como fuente de inspiración para sus obras. Y aunque Zamora es tierra de escritores —aquí nacieron Leopoldo Alas Clarín o León Felipe, y de aquí son firmas tan contemporáneas como José C. Vales, Jesús Ferrero, Juan Manuel de Prada, David Refoyo o José Ángel Barrueco—, si hay uno al que se tenga en alta estima y cuya trayectoria recorra buena parte del callejero es, justamente, el autor de ese monumento lírico que fue Don de la ebriedad. Nacido en 1934 en una esquina de la calle de Santa Clara, en 1989 se le nombró hijo predilecto y se dio su nombre a un rincón próximo a la iglesia de Santiago del Burgo. Hay una serie de hitos que permiten a los viandantes seguir el curso de su biografía, desde la Casa Peña en la que residió durante su infancia y su primera juventud hasta el merendero de los Pelambres, en la margen izquierda del Duero, pasando por el instituto Claudio Moyano o las aceñas medievales del barrio de Olivares. Fallecido en 1999, publicó en vida cinco libros. Tras su muerte, vio la luz una edición facsimilar de sus poemas últimos a la que se dio el título de Aventura (Tropismos, 2005) y cuya revisión y puesta a punto quedó bajo la tutela del profesor Luis García Jambrina, que además de ser uno de los mayores expertos en su poesía es también escritor y zamorano.

"Como en tantos otros casos, la Guerra Civil dio al traste con todo. El asesinato de quien fuera uno de sus grandes amigos, Federico García Lorca, le sumió en la depresión."

A unos pocos pasos, sin abandonar aún el cuartel, una sencilla sepultura acoge a los miembros de la familia Berdión. Pocos repararán en ella porque no todos han oído hablar de su inquilino más notorio. El pianista Miguel Berdión fue una figura más que relevante de su tiempo, el del primer tercio del siglo XX, y su vida, que me resumió el poeta Tomás Sánchez Santiago —otro nombre que debe añadirse al censo de literatos procedentes de estos predios—, resulta tan fascinante como enigmática. Despuntó desde bien joven, llegó a inaugurar el órgano de la catedral en 1919, y su maestría le terminó llevando por varios países. Conoció a lo más granado de la cultura del momento y todos los años ofrecía en su ciudad al menos un recital con el que traía hasta su tierra los aires musicales que dictaban la vanguardia del momento. Como en tantos otros casos, la Guerra Civil dio al traste con todo. El asesinato de quien fuera uno de sus grandes amigos, Federico García Lorca, le sumió en la depresión y el ostracismo. Tras el conflicto regresó a Zamora y se recluyó en el domicilio familiar hasta su muerte. Cuentan que alguna vez se llegaron a anunciar conciertos suyos, pero llegado el momento de sentarse ante el piano se quedaba sin ánimo para pulsar sus teclas. Falleció en 1968 y, aunque también tiene puesta una calle en su memoria, la posteridad no ha sido con él muy benevolente. Tuvo más suerte Inocencio Haedo Ganza, el maestro Haedo, que reposa a unos pocos metros. Nacido en Santander, llegó a Zamora en 1896 y se convirtió pronto en un referente de la pequeña cultura local. Dirigió la Coral, puso en marcha la Banda de Música y trabajó para dar más lustre a la Semana Santa: incluyó la marcha fúnebre de Thalberg en las procesiones y compuso obras como «Las Tres Cruces», inspirada en los desfiles que se celebran durante esas fechas. Su fallecimiento en 1956 supuso toda una conmoción a orillas del Duero.

Tumba de Agustín García Calvo

Tumba de Agustín García Calvo

" Cuesta dar con la sepultura de Agustín García Calvo porque la placa donde se inscriben los apellidos familiares está bastante desgastada."

Hay otros muertos de los que se guarda aquí grata memoria —el escultor Ramón Abrantes, el pintor Alberto de la Torre, el imaginero Ramón Álvarez, la cantaora flamenca Isabelita de Jerez o Amparo Barayón, destacada feminista que fue esposa del escritor Ramón J. Sender y a la que fusilaron en los inicios de la Guerra Civil—, pero también sorpresas que se dejan ver a poco que uno recorra con cierta calma los senderos que merodean entre las lápidas. Es así, sin prisa, como damos con una Virgen y una Magdalena que rezan al pie del columbario donde descansan los miembros de la familia Nerpell. La impresión que causan palidece al lado de la que provoca el soldado de piedra que hace guardia al pie del panteón que acoge los restos del teniente Tito San Vicente. Pero nuestros pasos tienen un fin concreto: el de dar, antes de despedirnos, con la tumba de quien es uno de los inquilinos más recientes de la necrópolis y, sin duda alguna, el más heterodoxo. Cuesta dar con la sepultura de Agustín García Calvo porque la placa donde se inscriben los apellidos familiares está bastante desgastada y se sitúa bajo otra lápida presidida por un relieve alegórico. «La realidad no es todo lo que hay», dijo en una ocasión este intelectual al que tan difícil resulta encasillar dentro de los límites de un solo adjetivo. Ensayista, poeta, traductor, dramaturgo y, sobre todo, pensador, su obra es casi inabarcable de tan ingente y exploró, con generosidad y talento, las más dispersas ramas del conocimiento hasta convertirse en una de las figuras imprescindibles para entender la cultura española de las últimas décadas. Murió en 2012 en esta misma ciudad, y la editorial que fundó aún se mantiene activa en el caserón que él mismo adquirió en pleno corazón del casco antiguo. El sol parece ganar la batalla a las nubes cuando volvemos sobre nuestros pasos, en busca de la puerta por la que hace un rato entramos al cementerio y que ahora nos servirá para salir de él. Quienes no son quedan resguardados en su reducto, impasibles ante primaveras y tempestades. Los que aún somos podemos ver cómo se vuelve a dibujar, al fondo, el perfil de las torres de Zamora, esta vez sin repiques ni volteos, sobre esa combinación de azul y ocre que pinta los resplandores mesetarios.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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