El viento Siroco ha soplado durante tres días seguidos confirmando, con su invisible presencia, que los hombres seguimos siendo prisioneros de la voluntad de los dioses. Cuando impone su rugido, uno comprende la desesperación de los navegantes por llegar a tierra; la tentación de la renuncia a la aventura de aquel marinero de Ovidio que gemía, tras sobrevivir a un temporal: “¡Que me vea otra vez entre las manos del feroz gigante Polifemo antes que sobre una nave…!”
Frente a la costa, en mitad del Tirreno, las piedras de las Eolias observan el destino fatal de los hombres. Allí, a unas pocas brazadas, se encuentra el palacio del dios Eolo en la isla que hoy conocemos como Lipari y que Homero llamaba Eolia. La desobediencia y la envidia de los compañeros de Ulises desataron los vientos que aún hoy parecen jugar por estas costas del septentrión, empujándonos en dirección este hasta Tyndaris, el lugar de Sicilia donde Ulises es arrastrado por estos vientos y aquellos dioses.
La playa de Tyndaris se extiende, luminosa, lamiendo los pies del monte sagrado en el que hoy, una iglesia cristiana consagrada a una virgen negra, oculta, sin lograrlo del todo, los vestigios del poderío de las divinidades paganas de la Antigüedad.
Tyndaris o Tyndarión era una estratégica ciudad de la costa norte de Sicilia entre Milas y Agatirno, situada en una bahía limitada al Este por la punta conocida como Ponta di Milazzo y por Calavia, a unos 50 kilómetros de Messina. Los lagos salustres de sus orillas mojaron el cuerpo hermoso del héroe sanando las heridas de Troya, que terminaron de cerrarse en el lecho de Circe. Una vez recuperadas las fuerzas y calmado el deseo, el hombre que ha nacido para navegar siempre encuentra una excusa o una nave para abandonar los abrazos de la amada cuando empieza a sentirlos tan monótonos como los días de paz.
Decididamente, hay una parte miserable en ellos; en su carne y su corazón, que se explica en la misma naturaleza de su heroicidad forjada a base de sobrevivir en lugares de pesadilla plagados de podredumbre, sufrimiento y muerte. Por eso el sexo desesperado, silencioso, destinado a las numerosas hembras a las que hace disfrutar, es su venganza personal contra los dioses implacables y contra la muerte, mientras que la ternura doméstica; la que reserva al perro fiel, el padre moribundo, el hijo adolescente o la anciana esposa, resulta ser la manera más fácil y económica de regresar al hogar y acallar remordimientos. Muchos son los héroes que, al igual que Ulises, dejaron tras de sí la huella miserable de unos hechos que ensombrecieron sus actos valientes: Teseo, Jasón, Perseo, Aquiles, Edipo, Eneas, Hércules… Las voces doloridas de Calipso, Circe, Ariadna, Medea, Briseida, Dido…, nos lo recordarán siempre desde la eternidad del Mito.
Afortunadamente Circe nació en Sicilia destinada al sexo del héroe, no a su ternura; carecía de un jardín donde esperar al esposo y nunca sintió deseo alguno de aprender a tejer. Por eso su gruta, en las orillas doradas de Tyndaris, jamás estuvo vacía. Así, cuando Ulises se alejó para siempre de su lado,esta hechicera continuó amando y odiando como cualquier mujer hermosa y mediterránea, y sus celos por el ingrato pastor Glauco, la llevó a convertir a la amada de éste,la joven e inocente Escila, en una terrible criatura monstruosa con seis cabezas de perro, que frente al remolino dentado de Caribdis, encarnó durante milenios el infierno de los marinos; la destrucción de las naves; el lugar de pesadilla para todo aquel que se atrevía a cruzar el estrecho de Messina.
Hoy, desde el ferry que te lleva de Reggio Calabria a Sicilia, miro a los pasajeros leer sus guías turísticas ignorando las corrientes producidas por el abrazo de los dos mares( el Tirreno y el Jonio); increíblemente ajenos a los dioses y los mitos. Casi hemos llegado, pero nadie mira atrás, ensimismados con el espectáculo del porvenir, pues si lo hubieran hecho, habrían visto que por entre las olas azules, casi rozando la superficie, algo serpenteaba lanzando destellos de espuma y escamas. El capitán me advierte que es Fata Morgana, una especie de espejismo sobre el mar, pero en este estrecho poblado de monstruos y sirenas, no todo es tan sencillo. Luego educado, se disculpa, “Ci siamo quasi a Messina, signorina”, se aleja unos pasos y observo cómo se retira de los oídos dos pequeñas bolas de algodón, mira unos segundos a un punto invisible del horizonte y luego las arroja al mar, casi sonriente.
La ciudad de Messina, que acaricia con sus dedos calcáreos la península itálica, es también testigo de otra historia triste de amor y venganza: la del gigante Orión y la diosa Artemisa.
Si Athenea reina en el Peloponeso, Artemisa lo hace en Sicilia. La isla, frondosa de bosques inverosímiles y lagunas ocultas, resultaba un hogar perfecto para la terrible diosa, sus cacerías salvajes y sus improvisados gineceos. Su libertad era plena, pues no conocía el amor, hasta que por aquellas tierras tranquilas apareció el cazador al que todos conocían como Orión, ya que había nacido de la orina de los tres grandes dioses hermanos: Zeus, Hades y Poseidón.
La diosa de la caza lo observó durante días; lo vio tensar el arco; correr tras la presa; acariciar con ternura a su inseparable perro Sirius y decidió que lo amaría para toda la eternidad. En ese amor sin medida iba implícita la venganza sin límites por eso, cuando supo que jamás sería amada por el cazador, fue capaz de mirar sin pestañear en lo más profundo de aquellos ojos azules como estrellas, mientras el veneno del escorpión se apoderaba de la vida de ese hermoso gigante al que sus divinos padres no quisieron entregar a la muerte, transformándolo en constelación, junto al fiel perro Sirius y el escorpión asesino.
Esta noche, mirando el cielo negro siciliano, pienso en aquel valiente cazador y me vienen a la memoria las palabras de otro cazador junto a otro mar y en otro tiempo, confesándome que una vez, la constelación de Orión le había salvado la vida. “Algún día te contaré esa historia, mi amor”. Pero nunca me la contó.
Siguiendo la huella de las cazadoras del séquito de Artemisa, recorremos la costa oriental de Sicilia en dirección sur hasta llegar a Ortiggia, una islita fértil frente a la milenaria ciudad de Siracusa.
Allí, la ninfa Aretusa, la más bella de las vírgenes que acompañaban a la diosa, tuvo la desgracia de despertar el amor del río Alfeo, hijo del dios Océano, bañándose desnuda en sus aguas tras una dura jornada de caza. Sin poder huir de su insistente deseo, pidió ayuda a Artemisa y ésta la transformó en una fuente de aguas secretas que huyendo, recorrieron, subterráneas, toda la Tierra para terminar emergiendo misteriosamente en Ortiggia, nombre que Aretusa puso a la isla en honor de su salvadora, pues la diosa era también así conocida en otros lugares del Mediterráneo.
Hoy la Fuente Aretusa luce orgullosa un inverosímil bosquecillo de papiros que crece, espontáneo, en su centro, recordándonos el pasado africano de Sicilia antes de que Pangea se fragmentara en islas. Es un lugar concurrido de curiosos, viajeros y turistas que, divertidos y con un punto de envidia, observamos a los patos aliviarse del implacable calor en sus orillas.
Uno entiende, bajo este sol siciliano,la sed del poeta de la antigüedad y su agradecimiento infinito por las aguas frescas de una fuente dulce que bien merecía ser la metamorfosis de una hembra acogedora y hermosa, protagonista de un inolvidable cántico de desamor.
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