Una vez me preguntaste qué significa ser inmortal y entonces no supe qué responderte. Nunca me había puesto a mí misma ante el espejo de la inmortalidad, pues no había tenido ni necesidad ni razón. Simplemente lo consideraba algo propio de mi naturaleza. Fue al conocerte que todas esas preguntas me asaltaron y fue al marcharte que se han hecho más fuertes en mi cabeza y ahora han emprendido una guerra sin prisioneros ni rehenes, la lucha es a vida o muerte.
Pero morir, creo que muero. A esto que siento no lo puedo llamar de otra manera, porque tú me explicaste una vez qué era la muerte y qué significaba para ti. Y, analizándolo bien, debe de ser algo como lo que siento.
Me arrastro como alma en pena sin consuelo a mis dolores. Nadie se acuerda ya de la pobre Calipso, nadie la acaricia durante la noche, nadie la escucha atento durante el día, nadie pasa sus horas de invierno junto a ella, desnudo, frente a la hoguera ni nadie el verano tumbado en la playa. La comida ha perdido el sabor vibrante que antes tenía, el vino sin mezclar ni siquiera alivia su pesar. Y Ogigia, que, en otro tiempo, cuando tú estabas, parecía un vergel, ahora languidece mustia y sin color.
Las ninfas me hacen compañía junto al telar. Durante horas intento evadirme de la realidad, poniendo mi atención en la lanzadera y en la lana que dibuja paisajes e historias. Todas ellas son imágenes tristes, todas ellas historias de desamor que me cuentan para animarme, para hacerme ver que todo el mundo sufre, que no soy la única mujer abandonada por un hombre y que la vida puede volver a abrirse como las flores en primavera. Pero creo que ya se han cansado de mis palabras lastimeras, de mi forma de lamerme las heridas, han cerrado sus oídos a mis quejas. Se creen que no me doy cuenta, hablan a mis espaldas, se compadecen de mí, aunque no puedo culparlas, llevan escuchando demasiado tiempo lo mismo y yo llevo obviando sus consejos demasiado tiempo. Debo ser yo, lo sé. Debo apagar aquel candil que un día iluminó con una luz intensa mi vida.
Siete años estuvimos juntos hace una eternidad. Esa misma eternidad que tu recuerdo ha ido consumiendo mi alma se ha instalado en mis pensamientos, esa misma eternidad que he imaginado: una versión de ti mejor, una versión de ti en la que vivimos juntos. Te hablo, te cuento mis preocupaciones, te veo junto a mí en el lecho, acaricio el aire como si estuvieras ahí y beso los espejos esperando encontrarte.
El mar es cómplice de la melancolía que brota de mis ojos cuando miro el horizonte, esperando que una vela se dibuje en los arreboles anaranjados del atardecer, una vela que te traiga a mis brazos. Una vela que me devuelva lo que los dioses y Penélope me arrebataron. Dicen que si regresas no te reconocería, que tu rostro estará ajado por el paso de los años, los ojos tristes y descoloridos, el pelo blanco y los músculos laxos. Dicen que no te amaré, pero qué saben ellos si lo que amo de ti no es tu figura, sino tu alma. Y el alma no envejece, el alma se reconoce en mil vidas, en un cuerpo joven o en un cuerpo anciano.
Ahora lo sé, ser inmortal no es ninguna bendición. Mejor la muerte si no tienes con quien compartir la vida. Si conociste una vez el amor y te abandonó a bordo de la embarcación que tú misma le hiciste construir. Despreciaste la inmortalidad, oh Ulises, e hiciste bien, preferiste el amor a vivir eternamente, y me doy cuenta de que tu elección fue sabia. Cuántas veces me despojaría de esta capa infinita si pudiera tenerte un solo segundo entre mis brazos otra vez, cuántas veces he pedido clemencia a los dioses. Pero ya no me escuchan.
Ay, Ulises, debo hacerlo. Necesito hacerlo. He de olvidarte. Dejar el pasado y construir un nuevo futuro. No sé cómo. Fuiste tú el que me rechazó, pero he de ser yo la que se reconstruya. La que refuerce los pilares que se resquebrajaron por tu ausencia. La que encuentre de nuevo el amor, pero no un amor como el tuyo, sino uno de verdad, uno que no te abandone, que te quiera por el resto de la inmortalidad, un amor puro, desinteresado y verdadero, el amor que no he tenido hasta ahora, el amor por mí misma.
Y a los dioses yo juro que esta es la última lágrima que vierten mis ojos por ti. Este es mi último recuerdo y las últimas palabras que recuerdan tu nombre.
Calipso enrolla el pergamino, lo mete en un ánfora y lo arroja al mar.
—Ve, allá dónde él esté —le susurra mientras se hunde.
—¿Qué haces, Calipso? ¿Te pasa algo? —le dice una ninfa que la estaba observando bajo la sombra de una pinada cercana.
—No… ¿Por qué?
—Porque te veo rara.
—¿Rara?
—Sí. Pareces feliz.
Sin darse cuenta, Calipso, al verter sus últimas palabras al mar, ha roto el conjuro que la unía a Ulises y todo en ella ha vuelto a resplandecer. Ha apagado la luz de él para encender la suya propia.
—Tienes razón. Me he dado cuenta de que me queda mucho por vivir, y he decidido vivir en paz.
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