José Manuel Caballero Bonald quiso en los últimos años de su fértil vida ser recordado como poeta lírico. En ese género entregó libros memorables, y tras haber reunido con el título Somos el tiempo que nos queda (Seix Barral, 2004) su poesía completa, aún publicó varios poemarios, como Manual de infractores (2005), La noche no tiene paredes (2009), Entreguerras (2012) y Desaprendizajes (2015). En lo que no hubo forma es en lograr que quien había dado, en Ágata ojo de gato y Campo de Agramante, dos cumbres narrativas, continuara su obra de novelista, consciente quizá de que su vena de narrador había dado un fruto de difícil superación, como fueron los dos volúmenes de su autobiografía, titulados Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001). Las reunió luego en un unívoco volumen en el que elevó a título completo el que había sido subtítulo de ambas: La novela de la memoria (2010). Es obra de gran calado, como ya tuve ocasión de analizar en mi libro De la autobiografia: Teoría y estilos (Crítica, 2006).
Pero hay otra faceta creadora de José Manuel Caballero Bonald que ha sido más desatendida, cuya lectura considero fundamental y recomiendo a los seguidores de Zenda para entender su poética creativa, pero también su mirada de lector y ciudadano. Me refiero a dos libros que podrían entenderse continuación el uno del otro: Oficio de lector (Seix Barral 2013) y Examen de ingenios (2017). En el primero de ellos, un extenso volumen de seiscientas páginas, reunió Caballero Bonald sus semblanzas, críticas, reseñas y en general sus reflexiones sobre libros leídos y escritores conocidos. El segundo, Examen de ingenios, aparecido en 2017, se concentra ya en retratos de artistas (escritores, pintores), reelaborando a menudo semblanzas ya comenzadas en su obra de memorialista, pero añadiendo muchas nuevas. Este gran libro, construido al modo como había hecho Juan Ramón Jiménez en Españoles de tres mundos o Vicente Aleixandre en Los encuentros, puede considerarse cumbre en el género del retrato, pues exhibe Caballero Bonald ese destello suyo en un lenguaje cuidado, feliz, con el adjetivo colocado de forma tan precisa que la figura evocada puede ser admirada o denostada (de todo hay en esos retratos) de modo vivaz e insuperable tan solo con una frase.
En Oficio de lector se suma Caballero Bonald a la serie insigne de escritores que han sido buenos ensayistas críticos. A los poetas-profesores del 27 que llevaron muy alto la crítica literaria (Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso) siguió otra, esta vez de la generación del 50, formada por poetas no-profesores que han ejercido esporádicamente la crítica o el ensayo literario, y a cuyo frente cabe situar a Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente y José Manuel Caballero Bonald, y por no poetas, como es el caso de Juan Benet y Carmen Martín Gaite. Caballero Bonald reunió en Oficio de lector semblanzas, apuntes críticos, artículos de homenajes o reseñas varias que ha ido publicando desde 1955 hasta que en 2012 saluda la publicación del libro Santos y milagros, que reunió el pasado año 144 textos de Álvaro Cunqueiro.
La ventaja que tiene la crítica de los escritores no-profesores es que no están tan atenidos a las rutinas pedagógicas y a la condescendencia con el canon establecido que propicia la cátedra. Lo que más me ha gustado de Oficio de lector es que no ha evitado la desobediencia, y muestra un Caballero Bonald muy crítico, no siempre bien avenido con los parabienes de la crítica oficial hacia poetas o novelistas que a él como lector se le han ido cayendo de las manos conforme pasaba el tiempo. Eso unido a un nervio irónico que rebaja estatuas con lapidarias sentencias de lector exigente. Por ejemplo, le vemos reaccionar, como buen andaluz, contra la moda reciente de sobreestimar la poesía de Manuel Machado apoyándose en “ciertas agobiantes frondosidades andaluzas” y algunos “perifollos meridionales” que inventaron los viajeros románticos. Es una gozada la precisión léxica de Caballero Bonald para sus desacuerdos. Otras veces, como ocurre en el caso de León Felipe, no deja de reflexionar cómo a su poesía se le ha echado el tiempo encima con indiscreta celeridad, lo que según Caballero Bonald suele ocurrir a la poesía demasiado maridada con la historia y que queda por eso depositada en populares rescates de cantautores. En otro momento anota cómo en su relectura de la novela Tiempo de silencio de Martín Santos ha sentido mucho las averías de un lenguaje y significación muy de época, que fue la que fue, la que provocó la sobrevaloración que la crítica académica le propinó al llevar a su autor, como también anotó Juan Benet, más allá de donde podía.
Este libro tiene por tanto esa primera y saludable condición de estar escrito al margen de los tópicos historiográficos y serlo de un lector que relee además mucho de lo que ayudó a conformar su imaginario. Fue acertado no haberlo titulado “ensayos críticos”, sino “oficio de lector”, porque no deja nunca de enfrentarse a los poemas, novelas o ensayos de los autores siguiendo sobre todo la inquieta pesquisa estética de un lector impenitente y lo que depara la relectura muchos años después. Por eso de algunos escritores hay tres o cuatro entradas, todas fechadas, en las que el lector actual puede apreciar los cambios que el mismo Caballero Bonald, para mejor o para peor, ha ido percibiendo en la obra de quien habla. Por ejemplo, no deja de notar en Alberti ciertas “rutinarias destrezas de factoría”, pero siguen vivas para él las impresiones que causaron Marinero en tierra y Sobre los ángeles. Otra excelente condición de este libro es que no ha ahorrado Caballero Bonald la confesión de cómo fue accediendo a algunas de sus lecturas. Por ejemplo, adquirió ediciones muy precarias de los poemas de Mallarmé a un bouquiniste del barrio latino de París, pero cuenta cómo esas ediciones baratas le sirvieron para descubrir, sin comprender todavía mucho, que algo fundamental había en un poeta que le llevaba a lugares que no conocía. También es muy significativo que Caballero Bonald no siempre se refiera a la obra cumbre del poeta o novelista del que habla, sino que acceda a él desde otro lugar que parece lateral, y que sin embargo lo sabe decir de otra forma. Es proverbial que el libro se abra con la extensa y muy documentada crítica que el último de nuestros Premios Cervantes hace del Cervantes poeta, pero también que vaya a Clarín desde el cuento Pipá o se acerque a Dostoievski hablando del libro menos conocido, Memorias del subsuelo. De Antonio Machado valora sobre todo Juan de Mairena. Eso nos señala que este libro de Caballero Bonald no contiene un canon, sino una crónica de sus aventuras de lector reflexivo y exigente. No busque el lector que en sus valoraciones haya siempre la justicia que coincida con su gusto, lo que sí puede esperar es que el juicio sea siempre veraz y agudo. Mirado en su conjunto, el libro permite trazar una línea de sus preferencias tanto por lo que dice cuanto por lo que no hay. Por supuesto abre Cervantes y sigue San Juan de la Cruz, por lo mismo que cierra Claudio Rodríguez, que junto con Valente son los dos poetas de su generación que más valora. Y en la frontera entre una parte y otra sitúa a Juan Ramón. De Jaime Gil de Biedma prefiere la sagaz voz crítica. Es impagable lo que el libro va reflejando de aventuras vitales o de perfiles como el que traza de un Jorge Guillén en Colombia. O que nos descubra la poesía de artistas como Picasso u Oteiza. Detrás de un poeta exigente hay un inquieto lector no menos riguroso.
Examen de ingenios en cierto sentido continua Oficio de vivir, pero ya centrado en el arte del retrato y semblanza. Al final de la evocación que hace de su vecino (han vivido en el mismo bloque), también de generación, Francisco Brines, escribe Caballero Bonald: “Pienso de todos modos que desde la altura de un nonagenario nunca serán pueriles las figuras retóricas para evocar a un octogenario”. Desde palabras así se comprende la naturaleza nada convencional de este libro, que tiene mucho de historia personal suya con los retratados, pero también de valoración literaria y artística de las ciento tres figuras de la cultura casi siempre literaria, pero también pictórica, flamenca o cinematográfica, y en reducidos casos académica, que aparecen en el libro. A las alturas en que lo publicó, ya nonagenario, Caballero Bonald dice lo que le parece realmente de cada personaje u obra, porque no tiene tiempo de remilgos y quizá le falte también gana, a la altura de su excelsa obra literaria, para componer un libro fácil de lisonjas y parabienes, que es en lo que se han convertido por desgracia casi todos los libros de escritores sobre escritores.
Una de las virtudes más saludables de Examen de ingenios es que a menudo su lector (en mi caso pocas veces, pero alguna hay) ha visto de otro modo al personaje en cuestión o su literatura. Pero no dejo de celebrar que haya mucha verdad, en todo caso, en lo que aparece. Verdad de la perspectiva y lealtad al género del retrato, y una muy considerable dosis de control de la emoción. Se ve incluso en los casos en que sabemos del afecto por escritores amigos, tan amigos suyos como fueron Fernando Quiñones o Ángel González que no quedan exentos de una mirada nada propensa al elogio fútil. Los botafumeiros los deja fuera, lo que le permite decir que el mejor libro de Jaime Gil de Biedma no son sus poesías, sino los ensayos de El pie de la letra, como había adelantado en Oficio de vivir. También ocurre en Examen de ingenios que nada de lo que encontramos es de segunda mano ni se apoya en autoridades o juicios de otros, sino en su propia experiencia de lector (relector algunas veces) espectador o ciudadano. Mala cosa para los autores de manuales literarios que sigan empeñados en el valor literario de El Jarama o sobre todo de Tiempo de silencio. Aunque lo dicho sobre la prosa de Azorín o de Baroja pueda parecer excesivo, no lo es sin embargo la precisión literaria de las escenas en que nacen las evocaciones, impagables, como ocurre con la caracterización de las figuras. Las gafas y sonajero de Dámaso, solo capaces de competir con la cara de Antoni Tàpies “vagamente giboso, no complacido pero a punto de estarlo”, a quien ya octogenario “se le fue poniendo cara de anciana ama de casa con su toquilla y espejuelo” (p.193). Todo esto es prólogo de una caracterización muy positiva de su arte. Que no sea complaciente con Cela, con Antonio Gala, podía esperarse, pero los retratos del Borges no escritor sino figura dada al ingenio, que queda escuchando con mirada perdida la arrebolada aquiescencia de los otros, sí eran menos esperables, aunque algunos tuvieran versión anterior, ahora revisada, tanto de su Novela de la memoria como de Oficio de lector, según se admite en el prólogo. Es encomiable que si de pata cojea Jesús Aguirre no deje de tener su quiebro inseguro el mismo Aranguren, sacerdote laico de la transición. Y antes que ellos Neruda o Alberti. Y muchos otros.
Cada vez viene siendo más seguro que Caballero Bonald optó al final de su vida por ser sobre todo poeta, y quizá la manera más decisiva que este libro tiene de proclamarlo sea que no contenga adjetivo que no sea creador de mundo y muchas veces original escalpelo. No hay escritor que más me recuerde a Góngora, por ese desdén hacia lo consabido o al tópico expresivo. Que haya pocas figuras sin alguna pega o tacha parece estimulante para el lector, pero también que salgan sin ella, entre otros, Muñoz Rojas o Pepa Flores. Es un libro de escritor muy exigente que no se permite ni la amistad cuando se trata de su fiscalidad hacia una poética de la creación que privilegia el riesgo y con el que los profesores de literatura deberíamos aprender, porque están casi todos lo que fueron, o ya han sido casi todo, aunque vistos desde un lado insobornable a los cánones profesorales. Se le nota pena contenida con algunos que se han permitido relajaciones que, él piensa —los artistas tienen que pensarlo por fuerza—, no debían haber ocurrido. Caballero Bonald no se permitió decaimiento en su exigencia literaria incluso cuando escribía sobre otros en libros como los dos analizados, que dicen sobre la propia trayectoria de escritor.
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