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Buenos días - Zenda
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Buenos días

Ilustración: Paula Viéitez. Y en los cielos, desde esta roca, puedo escribir mis desdichas con el dedo. Luis de Góngora Escribo esto y me siento culpable. Es hoy el primer día que le pago a una mujer para que cuide y ayude a Eva con René; escribo para él, en permanente contradicción. El último libro...

Ilustración: Paula Viéitez.

Y en los cielos, desde esta roca, puedo
escribir mis desdichas con el dedo.

Luis de Góngora

En uno de los últimos libros que leí se hablaba de «la necesidad de la muerte para articular la ausencia a través del nombre». Estaba hablando de la anasemia sin mencionarla. René no lo sabe, pero la escritura es una separación del cuerpo y de la voz; así, de alguna manera, lo estoy acercando a la muerte cuando le leo. Pienso en Ángela Segovia cuando digo esto: la escritura es ya siempre simultánea e inmediata al momento de la lectura, a la vez que es ajena a la agencia del que escribe, escucha o lee. Pienso en la separación de la letra y del sentido, en mi hijo separando las sílabas, las letras, los fonemas, caminando sonriente, sin dirección, separando el significado del significante, significando el significante y lanzando el libro al suelo cuando se aburre de él.

Escribo esto y me siento culpable. Es hoy el primer día que le pago a una mujer para que cuide y ayude a Eva con René; escribo para él, en permanente contradicción.

El último libro refiere al Apocalipsis y presupone una verdad revelada. Se anuncia, para todos, la última verdad teleológica. Eso fue lo que me imaginé cuando Adrián Viéitez me invitó a escribir este artículo. Primero me dije que escribiría sobre La montaña mágica y sobre el tiempo; luego, que escribiría sobre la memoria: «voy a escribir sobre la memoria y el tiempo», dije cuando leí Anatomía de la memoria (Eduardo Ruiz Sosa; Candaya, 2014). Luego mi hijo aprendió a andar, comenzó a andar, se puso a andar como si fuera Lázaro,

y como Lázaro ha visto las profundidades oscuras de la carne de su madre,
una cueva con la pared arrugada,
el pétalo de una flor.
No lo recuerda,
pero todavía el balanceo de un cuerpo lo adormece sin quererlo.

Hay una mano que aún se estira sobre la piel del vientre;
hay un dolor antiguo aún plegado en el lacrimal de la vulva,
llorando en la juntura de las valvas sin abrir.

Su descenso invertido lo ha llevado hasta aquí
con las manos estiradas
como un soplido que apagara las luces de la tarde.

En ese momento, me dije que solamente podría escribir sobre aquel libro, el último libro que seguramente leería en mucho tiempo. Ahora que la absoluta vigilancia era lo que se imponía en mi realidad cotidiana, lo único que podía hacer era leer con él. El libro en cuestión se llama Buenos días (Combel, 2019) y el sol se asoma en el horizonte para empezarlos: «¡Es hora de levantarse!» Lo escriben y dibujan Meritxell Martí y Xavier Salomó, y es el libro que mi hijo y yo más veces hemos leído juntos.

***

Está roto; ha sido pegado con celo por cuatro partes y se cae a trozos, como una momia de papel. La cubierta es un círculo amarillo, enmarcado y comido por los lados del marco, con dos círculos de colorete en los pómulos de la luz. Los nombres de Meritxell y Xavier aparecen debajo del título y de los ojos simulando la sonrisa del sol. Buenos —los ojos cerrados/abiertos— días. Con un dedo, mi hijo le ha cerrado los ojos al sol cientos de veces. Siempre pensé que el sol tendría un solo ojo, pero en este dibujo aparecen dos, que se abren y se cierran en función del deseo del lector. Mi hijo suele cansarse al segundo pestañeo; le he visto meter su dedo en una cuenca solar sin haber ardido. En la primera página, las palabras «Buenos días, sol» aparecen junto al mar y a un hueco en el mar, un hueco vertical. El sol aparece hundido. Mi hijo puede elevar el sol, haciendo que amanezca y atardezca con el dedo, pero hay un hueco y un agujero entre las páginas por donde el sol no aparece. Se hizo la noche: un sol hundido hasta la desaparición, un mar oscuro, iluminado solamente por la espuma de unas olas siempre quietas. Mete el dedo y abre todavía un poco más la página de la página; debajo del mar solo hay un mar. La página se pliega y aparece una casa: «Buenos días, gallo mañanero». El gallo se desliza a punto de gritar, como si fuera el día, hay una luz que mana de su grito al despertar; su representación provoca la respuesta somática de mi hijo en forma de un sonoro «quiquiriquí» que aprendió hace unas semanas. «Buenos días, papá», y un padre heteronormativo se afeita sonriente —creo que nunca me he afeitado sonriendo. En realidad, creo que nunca me ha visto afeitarme—. Y al deslizarse, la viñeta sube y el brazo se alarga hasta desdoblarse para luego, poco a poco, ir desapareciendo la duplicidad, mostrando un solo brazo y una parte de la barba afeitada. Este movimiento siempre me recuerda a la portada que Bruno Schulz dibujó para Ferdydurke —un árbol humano del que brotan cabezas, manos, brazos, bocas—, lo que me devuelve a la idea fundamental —de la que siempre he pensado que Gombrowicz fue el precursor— de €®O$ (Anagrama, 2010), de Eloy Fernández Porta: la idea de que las emociones son generadas artificial y exteriormente, la idea de que es el otro quien nos forma, de que no hay un interior irreductible desde el que brotan nuestros sentimientos, sino que sentimos porque otros nos han hecho sentir. Es una idea pornográfica, al menos derivada de la idea de la pornografía que tenía Gombrowicz. Pienso en esto y en mi hijo: nacemos sin voz; el acto de la socialización la implanta en nuestro cuerpo y nuestro Ego. La siguiente viñeta contiene a un niño que salta sonriendo, «Buenos días, hijo», como si el niño se alegrara siempre: acaso de tanto repetírselo acabará alegrándose al despertar. Después viene el «Buenos días, vecinos», se saluda al pueblo, una ciudad de ventanas que se abren al deseo; «Buenos días, panadera», y el pan sale del horno crepitando; «¡Es hora de levantarse! ¿Alguien duerme?» Es un búho el que duerme —«el búho es el conocimiento», le digo a René; «Minerva, Palas Atenea»; el conocimiento duerme por el día—. Un libro que enseña a desear y a vivir: todos los libros, el primer y el último libro, son una imagen de la verdad que nos forma.

***

Considero todos estos libros una secuela en sucesión, una obra en marcha de distintos autores, como de alguna manera La Biblia fue en algún momento histórico una obra en marcha, colectiva y común que designaba y nombraba el corpus textual que constituía a los cristianos como comunidad. El último libro es La noche oscura: con un dedo se apagan las estrellas; un hueco blanco las perpetúa como imagen, como la luz de una estrella moribunda hace millones de años, como un lugar común, la noche oscura del dormir. Yo no entiendo cómo alguien pudo llamar así al libro y no dedicárselo al santo. Mi hijo sí lo entiende.

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Autora: Meritxell Martí. Ilustrador: Xavier Salomó. Título: Buenos días. Editorial: Combel. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro.

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Juan José Ruiz Bellido

Lector, profesor y padre. Ha trabajado como transcriptor de textos digitalizando palabras. Se ha especializado en literatura cubana, a la que dedicó un ensayo sobre el sistema poético de Lezama Lima y una disertación sobre La carne de René, de Virgilio Piñera. Ha participado en el poemario colectivo a ocho manos Plural de habitación (Online, 2015) y ejerce la docencia en Educación Secundaria para la Junta de Andalucía. Compagina la enseñanza con la crítica literaria en diversos medios, siendo colaborador asiduo del magazine digital “Poscultura”, donde actualmente realiza una serie reseñas y entrevistas que giran en torno al concepto de crianza y el de paternidad. Seno (Cántico, 2020) es su primer libro.

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