Al amanecer del viernes 9 de junio de 1967 la suerte les da la espalda a dos baqueteados policías, Dan Madigan (Richard Widmark) y Rocco “Rocky” Bonnaro (Harry Guardino), de la Comisaría del distrito 23. En la parte alta de Manhattan, irrumpen sin mucha ceremonia en un cuartucho barato en el que Barney Benesch (Steve Inhat) se lo está pasando bien con una guapa chica hispana. Lo buscan para un interrogatorio rutinario que piden sus compañeros de Brooklyn. Mientras Benesch se viste, los dos detectives no pueden apartar los ojos del cuerpo desnudo de la joven, lo que aprovecha aquél para encañonarles con una automática y arrebatarles sus armas reglamentarias. La persecución que sucede es infructuosa, Benesch se les ha escapado. La cosa empeora cuando en la comisaría el Jefe les da cuenta de un reciente teletipo: Benesch ha participado en un robo en el que ha muerto un policía. A Madigan, un buen policía, de esos que viven con intensidad la calle y cuenta favores por doquier y con tendencia a saltarse los reglamentos, y a Bonaro, el Comisionado de Policía, el estricto Russell (Henry Fonda), que no tiene buena opinión de Madigan, quien sirvió a sus órdenes, les da un plazo de 48 horas para que encuentren y detengan a Benesch.
Un magnífico guión, obra de dos escritores blacklisted por el siniestro McCarthy, Abraham Polonsky y Howard Rodman, que escribe bajo el pseudónimo de Henri Simoun, convierte a Brigada homicida en un mapa de la condición humana pululando por un Manhattan nocturno o diurno, duro, una ciudad que no da tregua a la trepidación que la recorre del Harlem hispano al Lower Manhattan. Un mapa para recorrerlo sin brújula, con adulterios llenos de culpa y amor, traiciones, sexo, pasiones del pasado que aún repuntan en rescoldos, códigos de lealtades que se leen sin palabras, familias quebradas por el oficio de policía, corrupción, política racial, amores y desamores que se anudan inextricablemente, enanos que negocian con cualquier cosa que tenga precio, exboxeadores desamparados que aún sienten lealtad y amistad, sirenas en la noche, garitos… Una de esas canciones de bar y madrugada de Sinatra, con la corbata desabrochada, la lengua pastosa y todos los recuerdos desfilando como fantasmas que se niega a retirarse.
Brigada homicida se ve de un golpe y se recuerda siempre con personajes como la hermosa y dolorida Tricia Bentley (Susan Clark) que vive un adulterio lleno de culpas de ida y vuelta con el viudo Russell y que reflexiona con lucidez, afirmando que “el adulterio le convierte a uno en alguien solitario”, o Jonsey (Sheree North), una cantante que ofrece una cama plegable a un fatigado Madigan y le interroga acerca de por qué las cosas no pueden a volver a ser como antes de que se casara. Madigan le replica que está enamorado de Julia (Inger Stevens), su mujer. “Yo no te estoy pidiendo amor”, le miente desesperadamente la enamorada Jonsey. Esta película sin buenos ni malos porque todos lo son a la vez permite que Tricia le abra la puerta de la decencia de la amistad al estricto Russell, dispuesto a defenestrar a su amigo Kane, cuando le advierte que “a un amigo no se le debe juzgar sino querer”.
Don Siegel no se anda por las ramas y ataca con la precisión de un cirujano visual, con extraordinaria potencia narrativa barojiana, la acción filmada maravillosamente desde su mismo centro como lo hace el corazón de los personajes, que siempre se definen por lo que dicen y por lo que hacen. El excepcional reparto se encarna a sangre y fuego, a acción y palabras en la trama de Brigada homicida. Desde que la vi en el madrileño cine Bilbao una tarde de 1968, no he podio olvidar los rostros y las vidas de Widmark, en su mejor papel de siempre, a Fonda una escultura lincolniana llena de oscuridades y recovecos, Whitmore, la dignidad de vivir sabiendo su coste, y Clark, Stevens, North, Susan, Inger, Sheree, mujeres que saben lo que cuesta amar y el precio a pagar por la soledad y los recuerdos. Julia Madigan no comprende a su marido, su vida al límite, devota de su oficio, sin horarios, sin salarios lujosos, pero ni borracha y humillada es capaz de no expresarle que le quiere pese a todo. Russell decide que él y Kane pasarán juntos lo que venga porque así han vivido desde siempre. Madigan y Bonaro piden entrar solos a detener a Benesch, atrincherado en otro cuartucho, de nuevo con una chica como rehén, sediento de sangre de policía, una bestia sin futuro, una vida arrojada al sumidero. “Mañana será otro día”, comenta pragmático Russell a Kane, pero no es verdad porque en Manhattan, en el mundo, en la vida, nada es siempre mañana sino ahora, y el Destino no aguarda a nadie, de las horas la última mata, y el mañana a lo mejor es una coartada para quienes prefieren no ver, ignorar de cuánto barro valioso y dolorido estamos hechos los humanos.
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Madigan (Brigada homicida, 1968). Producida por Frank P. Rosenberg para Universal Pictures. Dirigida por Don Siegel. Guión de Abraham Polansky y Henri Simoun (Howard Rodman) adaptando The Commissioner, novela de Richard Dougherty. Fotografía de Russell Metty en color y Techniscope. Montaje Milton Schifman. Música de Don Costa. Vestuario de Sheryl Ellison. Dirección artística, Alexander Golitzen y George C. Webb. Intepretada por Richard Widmark, Henry Fonda, Harry Guardino, Inger Stevens, Susan Clark, Sheree North, James Whitmore, Michael Dunn, Steve Inhat, Don Stroud, Harry Bellaver, Warren Stevens, Raymond St. Jacques, Bert Freed Lloyd Gough. Duración: 101 minutos.
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