La historia de los Gondra recorre más de 100 años de historia y lo hace por medio de dos obras de teatro que han sacudido unánimemente a crítica y público. Estrenada la primera (Los Gondra) en 2017, arrasó en la temporada de premios de las artes escénicas y puso el foco en su creador, Borja Ortiz de Gondra, un dramaturgo cosmopolita con casi tres décadas de trayectoria.
En este título, que retrata en paralelo la historia de la familia Gondra y la historia del País Vasco, miedo, reproche, rencor y silencio caminan de la mano por un frontón vacío.
A un lado de este espacio el dramaturgo/actor coge la cesta de pelotari y acaricia la pelota. Frente a él, en las butacas, el público recoge el golpe con el aliento contenido.
Si es real o no la historia que cuenta en esta obra podrá el espectador asumirlo con la pieza posterior (Los otros Gondra), un título que nos acerca al presente de la familia, a las preguntas de esta familia que buscan respuesta, a lo que pasó tras el estreno nacional de la primera obra documental de los Gondra. El autor recoge el guante que le lanzó Pirandello y se enfrenta en estas dos puestas en escena a sus personajes. Conversa con ellos sin intentar darles explicaciones, lanza preguntas y espera que ellos mismos respondan, que tanto ellos como el espectador cojan la cesta de pelotari que se guardaba en el armario familiar y se atrevan a acercarse al frontón.
Estas dos obras de Borja Ortiz de Gondra (recientemente editadas por Punto de Vista Editores en un único volumen) son un diálogo íntimo y social. Son una puerta abierta al debate y al perdón, son respuestas que en su día nadie dio en voz alta y que, en la oscuridad de una sala de teatro, dejan atrás el miedo a romper un silencio largamente impuesto.
En esta conversación con Borja Ortiz de Gondra revisamos qué hay de verdad en sus dos últimas obras representadas, revisitamos a través de sus palabras las grandes tragedias griegas, desempolvamos en su texto culpas y perdones. Entrevistar a este dramaturgo es arar una tierra abonada llena de historias, remover las semillas dormidas en una tierra única, aguardar los frutos, las palabras enfrentadas, las heridas reabriéndose. Entrevistar a Borja Ortiz de Gondra es recorrer a su lado un campo minado, es armar con cautela una historia universal: la de hermanos que se matan. Es Caín y Abel. Hay mucho de tragedia griega en los textos de Borja, y de ella bebe, sin duda alguna, este caldo literario que destila también el aroma trágico del Duelo a garrotazos de Goya.
Borja Ortiz de Gondra heredó esa tendencia a callar lo que nos duele y años después la literatura empezó a sanar, a dejar hablar esos secretos inconfesables; la literatura dramática encendió las ganas de contar, de crearse uno mismo narrándose, de desvelar por medio de sus obras las brasas que aún no se habían apagado del incendio.
En esta entrevista —y en los dos títulos de Borja Ortiz de Gondra— hay silencio y hay cautela en las respuestas, hay animosidad por contarse, hay deseo de narrar, hay amor por las palabras, sentido del humor e inteligencia; hay también un puñetazo al corazón, una estocada afinada y dolorosa.
Se puede ver Los Gondra pensando que todo lo que allí se cuenta es verdad, se puede ver Los Gondra pensando que todo lo que allí se cuenta es mentira. El espectador se sentirá en ambos casos conmovido, golpeado, seducido por una historia que es tan universal y tan real como la tierra que nos vio nacer, nos ata, nos sostiene y nos da sepultura.
Zenda se reúne con Borja Ortiz de Gondra en la librería Cervantes y cía, un renovado espacio que cuenta con un delicioso fondo de libro teatral. Con él hablamos de este doble volumen que ha llegado este otoño a las librerías, desempolvamos viejos recuerdos familiares, descubrimos que la buena ficción puede ayudarnos a asumir la realidad. Hablamos con el dramaturgo de sus referentes literarios, del poder de la imaginación y de la memoria, de la autoficción y de los ecos griegos que son esencia de su obra.
—Comienzo la entrevista preguntándole qué pasó realmente en 1985, en el frontón de Algorta, entre alguien que podría ser su prima y alguien que pudo ser su hermano.
"Todos los escritores buscamos hurgar en heridas reales"—No lo he llegado a saber, y ahí está el germen de estas dos obras en las que un escritor, que puedo ser yo o no ser yo, trata de averiguar por qué ese día lo que ocurrió en una boda de unos primos de la familia se convirtió en un momento capital en la historia de esa familia porque aparece una pintada en un frontón. Una pintada que podía significar una condena a muerte. Todos los escritores buscamos hurgar en heridas reales: unas veces las disimulamos más y las convertimos en ficción pura y otras veces jugamos con estas ambigüedades de decirle al lector o al espectador: “Esto pudo pasar, esto tal vez ocurrió, tendrás que decidir hasta qué punto es cierto lo que te estoy contando”. Siempre digo que si no ocurrió pudo ocurrir. Y si no le ocurrió a mi familia, le ocurrió a muchas familias en esa época. Eso es lo que he querido contar: que hubo una realidad que a día de hoy, casi 30 años después, nos sigue costando asumir. La ficción quizá nos sirva para asumirla.
—¿Quiénes son los Gondra?
—Los Gondra reales son una familia de un sitio muy concreto del País Vasco, un lugar que se llama Algorta. Obviamente son la familia de mi madre, mi familia materna, pero se han terminado por convertir en una familia muy literaria, porque lo que vemos en las dos obras no son los personajes reales de mi familia. No eran así. Pero al mismo tiempo tampoco son una fantasía mía. No son personajes completamente inventados. He querido jugar con una ambigüedad porque sentí, cuando cumplí 50 años (había acabado el terrorismo), que había llegado el momento de contar estas historias que había esbozado en otras obras, pero siempre bajo la ficción. Decidí que había que abordarlas desde un lugar mucho más personal, y había que dar un paso adelante y decir: “Nos pasó esto”. De esa manera, muy natural, surgieron los Gondra, que son y no son mi familia. Lo que ocurrió es que en la primera de las obras (Los Gondra) inventé un doble plano en el que el espectador empieza a ver aparentemente la historia de los Gondra, pero empieza a darse cuenta de que lo que está viendo es la historia de los Arsuaga. Los Arsuaga se convierten en un trasunto de los Gondra porque no me atreví a decir claramente: “Estos somos nosotros”. En la segunda obra (Los otros Gondra), donde cuento la historia de los excluidos de la primera, di un paso más adelante y pensé: “Hay que romper ese velo y atreverse a decir que bueno, son más reales que ficcionales”.
—¿Qué ocurrió para que se decidiera a contar la historia familiar?
"Había hecho mucho teatro en el que, más o menos, trataba de contar este universo de la violencia en el País Vasco, siempre desde un lugar en el que yo me escondía"—Como he dicho, dos circunstancias que vinieron casi a la vez. Una es que a partir de que en 2011 terminase la violencia, y en principio empezásemos a darnos cuenta de que esta vez iba en serio, pensé que había llegado el momento de la confesión, de decir las cosas en voz alta sin ocultarnos detrás de la ficción. Por otra parte imagino que cuando uno pasa la barrera de los 50, como era mi caso, empieza a pensar qué quiero contar de verdad y por qué necesito contar esto. Te planteas cuál es el sentido de la escritura, por qué seguir haciendo teatro y por qué contar ficciones. Tuve una crisis con la ficción. Había hecho mucho teatro en el que, más o menos, trataba de contar este universo de la violencia en el País Vasco, siempre desde un lugar en el que yo me escondía detrás de las cosas que les pasaban a los personajes. Sentí que estaba en un momento de mi vida en el que había que romper ese velo y había que dar testimonio. También sentí que si iba a hablar de otros, y de lo que otros hicieron mal, y criticar lo que habían hecho, lo más honesto era empezar diciendo: “Yo también lo hice mal”. Por eso al principio, en una de las primeras frases de la primera obra, me presento, digo que acabo de cumplir 50 años y digo por qué sigo sin asumir esa cosa terrible que viví cuando tenía 15 años y que hasta mucho tiempo después no he sido capaz de darme cuenta de que lo que hice estuvo mal.
—¿Cómo fue el proceso de escritura de la obra? ¿Contó con ayuda de familiares?
—Bueno, realmente había mucha documentación previa, no con familia directa, no traté de involucrarlos, sino con todas esas historias que sabía que se arrastraban desde el siglo XIX, y desde la época en que mi familia había vivido en Cuba, y otras historias que vinieron después de la guerra. Lo que hice fue tratar de recopilar el material que pude. Pero para un escritor lo interesante siempre es la falla, la quiebra, la herida, lo que no se sabe. Por otro lado me di cuenta de que lo que me interesaba no era lo que descubrí en los documentos que encontré en la familia, sino que me interesaba precisamente lo contrario, lo que no se había contado: lo secreto, lo que no se decía. Lo dicen muy bien en mi familia: lo que me gusta es hurgar en la herida. Creo que para los escritores eso es lo que estimula nuestra imaginación: lo que no te cuentan. En realidad las dos obras son un empeño por saber lo que no he conseguido saber. Es un viaje hacia el conocimiento, y para eso es mucho mejor arma la imaginación que el documento.
—¿Qué cree que ha perdido y qué cree que ha ganado con este trabajo?
"Cuanto más personal eres, cuanto más honesto con tus miedos, con tus dudas, con tus fallas, más universal"—Esta es difícil [risas]. Seguramente he perdido ingenuidad y he perdido inocencia. Porque al principio pensé que se iba a entender muy bien el juego literario y que la gente iba a entender que la autoficción no es la vida real. Sin embargo, lo que he ido aprendiendo es que he tenido que ir diciendo cuánto había de verdad y cuánto no. Hay gente que se cree que ésta es al pie de la letra la historia de mi familia. He perdido esa ingenuidad porque he aprendido el poder de la ficción para apropiarse del relato y lo que he ganado es descubrir algo que nunca hubiera pensado: cuanto más personal eres, cuanto más honesto con tus miedos, con tus dudas, con tus fallas, más universal. Siempre pensé que esta obra se quedaría en un cajón. Tú me contarás a quién le va a interesar una obra de una familia concreta en un lugar concreto del mundo, un pueblo del País Vasco. Y de repente, que esta obra tuviera la repercusión que tuvo o el hecho de que (para mí ha sido una enorme sorpresa) se publicó en inglés, se publicó en francés, se publicó en italiano, ahora hay una propuesta para publicar en húngaro, siempre me hacía preguntarme: «¿Qué tiene que ver esto con el resto del mundo? ¿Por qué interesa fuera?». Y tengo la sensación de que lo que he ganado son lectores en todas partes precisamente por eso: por no pretender ser cosmopolita, no pretender hacer una literatura universal. En mi caso me fui muy pronto de allí, cuando tenía 20 años, y he vivido toda mi vida en París, Madrid, Ginebra, Nueva York, y además cambiando de idioma: he vivido entre el inglés, el francés, el castellano y el euskera. Y cuanto más me empeñaba en hacer unas obras más universales y que se pudieran entender en todas partes y que los conflictos fueran más grandes, más internacionales, curiosamente menos he tocado la fibra de los espectadores. Y ahora es extraño que cuando he viajado a mi semilla, a la cosa más íntima, es cuando he tenido esa empatía con los lectores y con los espectadores que lleva a que se reconozcan en una historia que es muy local.
—¿Alguna vez se ha arrepentido de haber escrito esta obra?
—No. Hubo dos momentos muy difíciles. Uno fue cuando empezamos a ensayar la obra y me di cuenta, viendo a los actores, lo difícil que podía ser para mi familia si sentían que esto era real. Recuerdo que fui a verlos, les conté esta obra y hubo un momento de zozobra, de decir: “¿Por qué pones esto en escena?”. Ellos entendieron lo que les explicaba, que al fin y al cabo es una obra literaria. Hubo un segundo momento cuando decidieron venir a verla y pensé: “Madre mía, voy a hacer esto enfrente de ellos y ellos van a ver esto delante de 200 espectadores”. Entiendo que la autoficción puede ser muy injusta cuando uno hurga en las heridas y en las miserias de los demás y las pone en escena sin ponerse él mismo. Supe desde el principio que tenía que proteger a mi familia de dos maneras: una es que la obra empiece diciendo lo que hice mal. Yo tengo que reconocer lo que hice mal. Pero también estos juegos literarios, en el caso de la primera es obvio que lo que tú ves es a un escritor que puedo ser yo, que va contando una historia de su familia, y como su familia no quiere que la cuente lo que cuenta es la historia de la familia de los Arsuaga. Entonces mi familia, la real, puede decir: “No es nuestra historia, es la historia de los Arsuaga”. En el segundo caso, que es más peliagudo, porque se cuentan cosas más delicadas y más cercanas en el tiempo, en realidad si tú lees la obra o la ves, nunca queda claro qué es cierto y qué no es. De hecho, la obra termina con esta frase que siempre que la digo en escena siento como un suspiro en el público: “Si es que alguna vez tuve un hermano y una prima”. Hay como una red de seguridad, y ahí es donde mi familia puede sentirse cómoda, porque saben que no estoy haciendo un teatro documento. De hecho, no usamos jamás imágenes de la familia. Los actores no tratan de parecerse a mi familia. Ésa es la labor del teatro: presentarte un mundo que es coherente, pero ese mundo no necesariamente es el mundo real.
—Los Gondra se estrenó en el año 2017 y fue Premio Max a la mejor autoría teatral en 2018. ¿Esperaba un éxito similar?
"Cuando empezaron a llegar premios me desbordó por completo"—Para nada [risas]. Lo último que habría esperado. Cuando la escribí, realmente pensé que se iba a quedar en un cajón. Jamás pensé que se iba a hacer, ni que se iba a hacer en el Teatro Nacional, ¡que es el gran escaparate! Nunca pensé que íbamos a tener el éxito que tuvimos. De hecho, vendimos todas las entradas menos unas 20, creo. Los dos primeros días no estuvo lleno, y el resto del tiempo sí se llenó. Cuando empezaron a llegar premios me desbordó por completo, por lo que te digo: tenía la sensación de haber hecho algo muy íntimo y de repente la repercusión era que había tocado una fibra que le llegaba a mucha gente. Tenía mucho miedo, al principio de los ensayos, a que se pudiera entender esta obra como un ejercicio de narcisimo: la obra se llama Los Gondra, la escribe este autor y encima él va y sale en escena sin ser actor. Tenía mucho miedo de que pensaran: “¿Qué nos importa la vida de este señor, y por qué se exhibe de esta manera?”. Muy pronto, desde las primeras funciones, lo que recibíamos era lo contrario. Había mucho público que se quedaba a hablar con nosotros después de la función y siempre me decían: “Es un acto de generosidad: has puesto eso que te pasó a ti, pero le ha pasado a muchos”. Ahí creo que es donde, sin ser consciente, encontré algo que tocaba a mucha gente. Quise poner mi dolor en escena, no para exhibirlo sino para compartirlo. Mucha gente se ha sentido tocada por ello.
—La historia de Los Gondra comienza en 1898. ¿Cuándo acaba?
—Es interminable, porque desgraciadamente lo que he contado es que los vascos llevamos siglos de violencia en ciclos: cada 40 años hay un rebrote de la violencia en un sentido o en otro. Un historiador, Fernando García de Cortázar, vino a ver la función y dijo: “Bueno, te has remontado al siglo XIX, pero si sigues remontando podías haber contado lo mismo”. La esperanza que hay en las dos obras es que aquí termine la cadena de la culpa y la cadena de la venganza. Que por fin no haya más historias que contar. Pero no soy ingenuo, tampoco quiero pecar de buenista ni de demasiado optimista. No es fácil que podamos superar estas etapas de violencia, y el tiempo lo dirá. Creo que como termina la segunda obra deja una puerta abierta a que los restos de toda la familia desaparezcan en el mar y eso nos haga desligarnos de esa tierra que nos ata y no nos deja avanzar. Pero no lo sé.
—¿Cuánto pesa la memoria en su obra?
"La gran pregunta que se hace al final de La Orestíada y que he tratado de reproducir aquí, en el mundo vasco: ¿cuándo tiene que terminar la memoria y tiene que empezar el olvido?"—Muchísimo. Dije una vez que siempre he sentido que los vascos estamos enfermos de memoria. Creo que mi familia es como muchísimas familias vascas. En 2019 todavía seguimos discutiendo lo que pasó con el tatarabuelo carlista, lo que hizo el bisabuelo liberal… Esa memoria a veces no nos deja avanzar, porque estamos empeñados en revivir los agravios que hizo una parte de la familia, o una parte de la sociedad a otra, hace veinticinco, cincuenta, cien años. Esto nos impide mirar hacia el futuro. Lo que he querido contar es algo que viene desde la tragedia griega. En los griegos está todo y siempre hay que volver a ellos. La gran pregunta que se hace al final de La Orestíada y que he tratado de reproducir aquí, en el mundo vasco: ¿cuándo tiene que terminar la memoria y tiene que empezar el olvido? Creo que sin memoria es obvio que no podemos avanzar y que estaremos condenados a repetir lo que ocurrió, pero sin olvido no podremos romper esta cadena. Sin olvido seguiremos echándonos en cara la culpa de lo que hizo tu padre a mi padre, tu abuelo a mi abuelo, tu bisabuelo a mi bisabuelo… Hay que encontrar ese justo equilibrio entre cuánto recordamos y cuánto olvidamos, y cuándo empieza el olvido. No tengo respuesta en absoluto, pero creo que esa es la misión del teatro: hacer esa gran pregunta y que cada espectador se la responda.
—Al principio de Los Gondra dice: “El teatro añade más ficciones al mundo, multiplica el juego de espejos hasta anestesiar la culpa”. ¿Para qué sirve el teatro?
—Para plantear preguntas. Siempre he pensado que el teatro es uno de los pocos hechos artísticos que se produce si hay una persona que habla y otra que escucha. El teatro es diálogo por naturaleza, porque si no, no hay hecho escénico. En ese diálogo el error sería que los que estamos en el escenario nos creamos que debemos dar respuestas o decirle al espectador lo que debe pensar. Creo que el teatro lo que hace es interpelarnos, interrogarnos, incomodarnos. Pero no darnos respuestas. Lo que he tratado de hacer es reproducir esas veces que he ido al teatro y he sufrido un shock o una descarga porque me han hecho tambalear algunas certezas y me han hecho preguntarme cosas. Esto es lo que pretendo con el teatro. El buen teatro nos hace preguntas. Estas obras de Los Gondra al final lo que hacen es una gran pregunta: “¿podremos olvidar alguna vez?”, pregunta con la que se cierra la primera obra.
—Dijo Juan Mayorga en su discurso de entrada en la RAE que “no hay tragedia sin silencio”. ¿Qué papel ha ejercido el silencio en su trayectoria?
"Obligar a decir en voz alta cosas que duelen no siempre es la mejor solución"—En mi obra es capital esta idea de cuándo guardar silencio y de qué es lo que se debe decir. Creo que hay que tener mucho cuidado con la palabra que hiere. En la segunda obra uno de los grandes temas que la recorre es que continuamente la familia dice: “No hables de esto, nosotros no queremos hablar de esto, ¿qué derecho tienes tú a hablar del dolor ajeno?”. Ese tema para mí es muy importante. ¿Es cierto que hay que decirlo todo, es cierto que decir las cosas cura las heridas, o a veces un silencio digno nos ayuda más a cicatrizar esas heridas terribles que nos hemos hecho? Son preguntas para las que no tengo respuesta, pero creo que sobre todo hay que problematizar la idea de que la palabra es sanadora y el silencio es frustrante. Empiezo a pensar que no siempre es así. Si el silencio viene de un lugar honesto y si el silencio es acertado, asumido y no impuesto, el silencio puede ser muy reparador. Obligar a decir en voz alta cosas que duelen no siempre es la mejor solución.
—¿Escribir es expiar pecados?
—Sí. Por lo menos en mi caso. Siempre digo que no soy un escritor técnico. Soy un escritor de tripas. No puedo escribir si algo no me duele. Y mira que llevo años de carrera, y uno dice: “¿Te quedan heridas en las que hurgar?”. Pues sí. Pienso que los escritores siempre somos seres dañados que no entendemos el mundo, que no encontramos un lugar en el mundo, o que el mundo nos duele. A partir de ahí, de esa llaga, podemos encontrar una quiebra en la que habitar y de la que hablar. Lo que pasa es que es importante no regodearse en esa herida personal. Lo importante es la voluntad de comunicar, la voluntad de contar y que tu dolor privado se convierta en un dolor público. Lo contrario sería un diario íntimo. Para mí lo importante es que este dolor en el que hurgo para escribir se convierta en algo que pueda ser compartido y entendido por los demás.
—¿Las palabras aligeran el dolor? ¿Nos hacen el camino fácil hacia el perdón o hacia el olvido?
"La palabra siempre tiene una carga detrás y hay que usarla con mucho cuidado"—Las palabras son un arma de doble filo. Lo que planteo en estas obras, para lo cual no tengo respuesta, es: nos tenemos que decir las cosas. Tenemos que confesar lo que hicimos pero, ¿cómo llegamos a la confianza para hacerlo? ¿Qué palabras uso?. Porque la palabra puede ser también un arma demoledora contra el otro. Y sobre todo: ¿son las palabras que decimos en público o en privado? ¿Es necesario siempre hacer público el perdón, o la acción del perdón?. Son preguntas que me planteo porque creo que tienen mucho que ver con el momento que estamos viviendo, con la idea de que se puede reparar todo el daño que nos hicimos. Tengo la sensación de que las cosas son mucho más complejas que esa visión maniquea de que si víctima y victimario se encuentran, al día siguiente se dan un abrazo y esto se ha arreglado. Creo que es mucho más difícil lo que nos pasa, y por supuesto la palabra tiene una labor importantísima y es una herramienta para el diálogo. Pero desconfío mucho, o no sé si desconfío, de la palabra, pero sí creo que la palabra no es inocente. La palabra siempre tiene una carga detrás y hay que usarla con mucho cuidado.
—¿Cómo entró Borja Ortiz de Gondra en la escritura de Los Gondra y cómo salió tras estrenar Los otros Gondra?
—Entré con una ingenuidad absoluta, pensando que subirme a un escenario era una cosa muy fácil, porque lo único que tenía que hacer era “hacer de mí mismo”. He salido entendiendo que la ficción es mucho más lista y más fuerte que nosotros y que en el momento en el que me pongo en un escenario y hay alguien enfrente que mira, por más que intente ser yo, no soy yo. Hay un grado de ficción que se impone. Hay una teatralidad que se impone sobre mí y por más que trate de no actuar y de hablar con sinceridad y con verdad, la teatralidad impone su ley y soy un actuante (por no decir que soy un actor) en el grado 0,01 de la actuación. La teatralidad hace que la realidad se expulse y que yo sea muy consciente del artificio. Esto ha sido un descubrimiento increíble, porque también me influía a la hora de escribir.Uno cree que cuando lo que escribe está muy cercano a su diario íntimo eso tiene un valor de verdad, y lo que te enseña el escenario es que el valor no está en el criterio de realidad. El valor está en la potencialidad de esa escena para comunicar. No paro de ver espectáculos donde parece ser que lo que me cuentan es cierto y quienes lo hacen creen que tiene un valor por ser cierto; y sin embargo son espectáculos teatralmente muy pobres. He aprendido que por más que tratemos de ser nosotros en el escenario no lo seremos nunca, y que el escenario tiene sus propias leyes que nos obligan a ser conscientes, por lo menos, del artificio que creamos al mostrarnos a nosotros mismos.
—¿Volverá a escribir sobre los Gondra?
"No sé escribir si algo no me golpea, si algo no me exige escribir"—Creo que sí. No sé escribir si algo no me golpea, si algo no me exige escribir. Cuando terminé la primera obra, pensé que ya había dicho todo lo que tenía que decir. Sin embargo, durante las representaciones descubrí que sí me faltaba por contar algo. La obra termina con una escena en la que nos vemos mi prima y yo, ella me lanza la pregunta «¿podremos olvidar ahora?”, y yo no la contesto. Siempre pensé que el espectador debía contestarlo. Hemos contado los anteriores cien años, pero ¿cómo se vive esto?, ¿cómo se gestiona a partir de ahora? Ahí surgió el impulso de escribir Los otros Gondra, que terminó convirtiéndose en otra obra en otro teatro, el Teatro Español. Ahora que estamos todavía de gira con Los otros Gondra, empiezo a sentir que hay algo que no he contado y que merece ser contado y que tiene que ver con el futuro de esta historia. Tengo una sensación muy extraña, y es que yo no escribo, sino que me escriben las voces que escucho en mi cabeza. Es algo muy raro, pero hay como unas voces que me empiezan a susurrar ciertas frases, ciertas imágenes, ciertos sueños recurrentes… Empiezan a empujarme para que escriba una obra. Por eso digo que no soy nada técnico: si esto no ocurre yo no puedo ponerme a ello. Estas voces, que estaban muy calladas cuando estábamos haciendo la segunda función, últimamente no paran de susurrarme ciertas cosas. Las estoy escuchando y quiero creer que sí, que me cuentan algo que debo contar. Pero si no van a ninguna parte no será un problema. Creo que hay que ser muy honesto: las obras se tienen que escribir porque son necesarias. Me aterraría —y espero no hacerlo nunca— convertir esto de Los Gondra en una franquicia en la que por dos obras de Los Gondra que tienen éxito hagamos obras de Los Gondra como churros: una cada temporada, como los libros de Harry Potter. Creo que realmente el escritor tiene que ser muy honesto con lo que cree que es necesario contar, y si no hay una necesidad vital de contar, creo que lo que haremos será un producto más y no una obra que tenga alma y que tenga vida y que cuente algo.
—¿Qué proyectos tiene sobre la mesa?
—[Risas]. Tengo un proyecto del que no puedo contar mucho porque es un cambio de género. Es un proyecto que no es de teatro y que me ha servido precisamente para ponerme en ese lugar de zozobra que yo necesitaba para contar una historia. Hay un momento en el que cuando abandoné la ficción en el teatro, sentí que no podía volver a hacer obras de teatro de ficción y no había más obras sobre Los Gondra que me estuvieran llamando la atención contar. Tuve una idea de cambiar de género y hacer un libro que, de nuevo, me ponga en mucho riesgo y me saque de las certezas. Creo que es lo que, como escritor, uno tiene que buscar siempre. Cuando llevas muchos años de carrera (llevo casi 30 años escribiendo), una de las grandes preguntas es ¿dónde encuentro el motor?, ¿dónde encuentro lo que me haga no acomodarme y romper ese límite que es tu propia imaginación y tu propio universo? Cambiar de género ha sido una manera de lanzarme a un universo nuevo que no conozco y perder asideros y agarraderos, trucos que todos los escritores tenemos, porque no lo conozco. Esto me está ayudando a redescubrir una voz que yo no sabía que tenía. Para mí escribir no es más que transcribir esas voces interiores que te están pidiendo contar algo, escucharlas con mucha atención para tratar de ser honesto con lo que ellas quieren decir.
—¿Podría contarnos quiénes son sus referentes literarios?
"Modestamente, creo que el viaje que se hace en Los Gondra es hacia la semilla de Caín"—Sí. En el mundo del teatro uno de los primeros referentes siempre fue Bernard-Marie Koltès, uno de los grandes autores contemporáneos, de los dramaturgos franceses del siglo XX. Recuerdo que cuando vivía en París fue deslumbrante descubrir que alguien que entonces estaba vivo (murió en los 90) escribía con la misma furia, la misma pasión, la misma riqueza de lenguaje con la que podían haber escrito los grandes clásicos, o Shakespeare, porque es muy shakespeareano; y sin embargo, estaba hablando de conflictos completamente contemporáneos. Esto me pasó también con Tony Kushner. Fui a ver Ángeles en América en Nueva York sin tener ni idea de quién era este señor. Fue una sacudida descubrir que, igualmente, alguien estaba hablando de un momento histórico muy concreto, de una minoría muy concreta, con un lenguaje de una fuerza poética y de una universalidad que me marcaban una vía. El último gran descubrimiento ha sido Wajdi Mouawad. Fui a ver —de la misma manera, sin saber nada de él ni quién era— cuando se representó por primera vez en España la versión original canadiense de Incendies. Recuerdo la epifanía de salir del teatro pensando “es posible la tragedia en el teatro contemporáneo”, que es un debate desde los años 70, desde que Steiner decretó la muerte de la tragedia: parecía que la tragedia no se podía hacer en el drama contemporáneo. Y yo, que he sido siempre un enamorado de los griegos, y que sigo pensando que todo lo que hacemos es revisitar los conflictos de los que hablaron ellos, de repente sentí que sí, sí que se puede. Se puede escribir eso. Modestamente, creo que el viaje que se hace en Los Gondra es hacia la semilla de Caín, hacia descubrir que todo esto viene en realidad de una historia bíblica que es “Caín mata a Abel”, y a partir de ahí repetimos esta culpa cíclicamente. Creo que tiene que ver con estos tres descubrimientos, con que el teatro más radicalmente contemporáneo al mismo tiempo puede ser el que más se acerca a la palabra incendiada que tenían las tragedias griegas, a esos conflictos que son universales.
—Ha trabajado como actor, ha traducido textos, escrito libretos y dirigido sus propias obras. Además enseña escritura teatral. ¿Dónde se encuentra más cómodo?
"Esa sensación de no estar nunca en mi lugar lo que ha hecho es que me ha empujado a estar más alerta y a no creerme nada"—Me lo tengo que pensar [risas]. Diría que no me encuentro cómodo en ninguna parte. Siempre soy muy consciente de lo que me falta, de lo que no tengo, de lo que debería ser. Además, siempre he tenido mucho complejo de impostor. Si ves mi currículo, lo curioso es que trabajo de las cosas que no he estudiado. Realmente me licencié en Derecho, me licencié en Traducción y me licencié en Dirección Escénica, que son las tres cosas que menos he hecho. Siempre he tenido esta sensación de ser un poco un intruso y eso me ha obligado a ser un autodidacta, a formarme mucho en las cosas que hacía, y a no estar nunca cómodo ni acomodado en ninguno de los trabajos que he hecho. Siempre recuerdo que, cada vez que me han dado un premio como escritor, he pensado: “Me lo van a quitar, me lo van a quitar un día cuando se den cuenta de que no tengo un diploma, ni soy tan bueno, ni lo sé hacer”. Por otra parte, seguramente esa sensación de no estar nunca en mi lugar lo que ha hecho es que me ha empujado a estar más alerta y a no creerme nada. Me ha costado muchísimo llegar a decir “soy escritor”. Puedo contar una anécdota: yo decidí decir que era escritor un día que mi madre me dijo: “Bueno, te han pagado por escribir esta obra. Si alguien te paga por escribir, eso es que eres escritor”. Creo que tiene que ver mucho esta sensación de no ser nada de verdad con la eterna insatisfacción que creo que es fundamental para poder seguir adelante en la carrera artística, que es nunca instalarte y siempre pensar que no sabes nada y que estás empezando. Además, cuando te pones frente del ordenador la página está en blanco. ¡No hay nada! Puedes haber publicado y estrenado montones de obras, pero la verdad de la verdad es que esta mañana la página está en blanco. Y algo se te tiene que ocurrir y no todas las mañana se te ocurre. Esta sensación de no estar cómodo en ninguno de los ámbitos porque no es realmente el mío, creo que me mantiene alerta para tratar de no perder nunca ese miedo a la página en blanco, que puede ser muy estimulante cuando uno se instala en ese no saber, pero que no sea paralizador.
—¿Qué consejo le daría, si pudiera, al Borja niño que estudió con los jesuitas?
—Que no se preocupara tanto [risas], que luego la vida te lleva donde ella quiere. Recuerdo que era un niño muy responsable que pensaba que todo tenía que estar bien y que todo había que hacerlo en plazos y que la vida era muy cuadriculada. Lo que me ha enseñado la vida es que no hice nada de lo que pensé que iba a hacer. La vida me ha llevado a lugares a los que no pensé jamás que iba a ir. Le diré una cosa que me hubiera gustado que me la hubieran dicho y nunca me la dijeron, y es: “Lo importante es qué le vas a dejar tú al que venga detrás. Qué vas a hacer tú cuando hagas balance de lo que has hecho para que este mundo sea mejor”. Creo que de niños nos machacaban mucho con “lo que quieres ser”. Pero no es “lo que quieres ser”, es “qué haces con lo que te encuentras”.
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En unos días Borja Ortiz de Gondra viajará nuevamente para interpretarse a sí mismo en Los otros Gondra (9 de noviembre en Alicante, 15 y 16 de noviembre en Sevilla, 21 de diciembre en Avilés). Se cubrirá con esa máscara de teatralidad alejándose (o no) de la realidad que sólo él y su familia conocen. Donde no podrá esconderse cada día el autor es delante de la pantalla de su ordenador, con el cursor que espera que las voces le den orden y salida a una nueva historia. En unos días Borja Ortiz de Gondra viajará nuevamente a esta historia familiar, esta historia que es tan personal como mundial. Sacará lustre a las emociones que comparte con los suyos para compartirlas, en escena, con los espectadores. Desempolvará, en la oscuridad de la sala de teatro, la cesta de pelotari que guardaron los Gondra durante décadas en el armario familiar, y acariciará la pelota antes de comenzar la función, antes de interpelar a los espectadores con esta historia universal.
En este título, que retrata en paralelo la historia de la familia Gondra y la historia del País Vasco, miedo, reproche, rencor y silencio caminan de la mano por un frontón vacío. A un lado de este espacio el dramaturgo/actor coge la cesta de pelotari y acaricia la pelota. Frente a él, en las butacas,...
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