[Foto: Inés Valencia]
Hay películas que pueden variar mucho en la huella que dejan en el espectador dependiendo de cuándo se vean, y este puede ser uno de los casos más claros. Hoy puede no asombrar tanto, pero en 1982 Blade Runner era algo absolutamente rompedor en cuanto a estética y en cuanto a manera de vender la ciencia ficción. Aunque la saga de La guerra de las galaxias, a pesar de su mayor contenido de entretenimiento, ya había abierto la senda de que las máquinas del futuro no serían perfectas, relucientes y asépticas, sino usadas, viejas y parcheadas, el concepto llega aquí a su máxima expresión. Y no tanto por hacerlo todo más cutre, sino (y yo creo que este es y será el gran acierto) por contraponer un mundo de lujo, rascacielos y tecnología flamante, nueva y costosa, de grandes anuncios vistos desde naves que sobrevuelan la ciudad, con otro submundo a nivel de suelo donde la tecnología sólo vale si te ilumina la calle, te calienta la comida y te lleva de A a B, es decir, si te cubre las necesidades más básicas. Son las favelas vistas desde el ático de la multinacional.
Dos nominaciones a los Oscar: Dirección artística (Lawrence G Paull, David L Snyder, Linda DeScenna) y efectos visuales (Douglas Trumbull, Richard Yuricich, David Dryer).
[Aviso de destripes en el laboratorio de la Tyrell en todo el texto]
Blade Runner es una película fascinante por muchas razones, y entre ellas está el ser un film tan complejo que su propio director, Ridley Scott, ha publicado hasta cinco montajes diferentes en un cuarto de siglo. A esto hay que añadir, sin embargo, que Scott es un auténtico adicto al director’s cut (así, de memoria, creo que además ha re-montado versiones de Alien, Gladiator, El reino de los cielos y American gangster), de forma que seguramente este deseo de retocar continuamente sus creaciones viene más del tener una mente controladora e hipercreativa (sobre todo en lo visual) que de la propia dificultad de la película. No tengo vistas las cinco versiones (creo además que una de ellas es poco más que un montaje de trabajo para verlo todo junto, o algo así), de manera que no voy a entrar en las pequeñas diferencias entre todas. Lo útil y necesario en este respecto es centrarse en la primera y en la última. Dicho rápidamente, la original de 1982 tenía voz en off y final feliz, y la de 2007, que el propio Scott certifica en el DVD como «mi versión favorita», elimina ambas cosas. Lo cual de por sí es cosa que subrayar, ya que normalmente los montajes nuevos se hacen para alargar, no para acortar, las películas, pero Scott aquí en vez de meter lo que no le dejaron poner, saca lo que le obligaron a meter. Y bueno, «obligaron» tampoco, hay que decirlo, porque más fascinante todavía es saber que cuando los visionados previos empezaron a mostrar a espectadores confusos con partes de la historia y reacciones de decepción mayoritaria, Scott fue de los primeros que dijo que aquello lo había que arreglar como fuera para que el film no fracasara en taquilla. Obviamente, el hacer modificaciones en su obra por causa de los espectadores no sería plato de gusto para él, pero si algo se trajo Scott de sus tiempos de realizador publicitario es que con el dinero del productor, las amenazas de quiebra y la reputación de uno no se juega, porque un fiasco que además de ser fiasco sea fiasco costoso puede acabar con la «empleabilidad» futura de un director de manera fulminante. Adiós carrera, y vuelta a anunciar detergentes. A ello se puso (como un solo hombre, que dirían los clásicos), y resultó. La película no fue un exitazo (y mucho menos estrenada al lado de E.T.), pero en la época del inicio del mercado de cintas de vídeo esta película era de las que casi siempre estaba en exhibición en tal o cual cineclub, o círculo cultural, o grupejo universitario reivindicativo. Una peli de culto, que se llama, en su acepción más apropiada.
Ciertamente, el final feliz es absolutamente deleznado por todos: es un pegote que hasta el más adicto a la sacarina ve que queda falso, con esa salida de la opresiva urbe que ha sido centro de la historia y ese meterse con el coche por un bosque solitario de esos que salen en los anuncios de automóviles (y que por cierto, son tomas sobrantes de El resplandor que Stanley Kubrick le dejó usar a Scott). Lo curioso (palabra que saldrá mucho al hablar de esta película), sin embargo, es que la voz en off sí gusta bastante a mucha gente. Por ejemplo, a gente como Guillermo del Toro. Y muchos de los que dicen que la película está mejor sin ella, lo hacen sabiendo ya lo que explica, por haberla visto antes, lo cual es un poco trampa. Siguiendo con las curiosidades, yo, que soy un gran defensor de la voz en off como recurso muy útil en el cine, en este caso, mira por dónde, no me da más: creo que sí que clarifica cosas, y que sobre todo evita la distracción de que uno se pase la peli preguntándose de qué demonios va el tipo raro este de Gaff, por ejemplo, pero me parece que hoy en día el público está bastante más acostumbrado que antes a no necesitar que le cuenten todo para entender las cosas. Sin embargo, en unos años 80 que molan mucho pero que iban a pasar a la historia como la década del entretenimiento facilón para yuppies, las explicaciones se hacían necesarias. Así que insto a quien no haya visto esa versión «explicada» a que la vea, que debe de estar por ahí en DVD en el estuche ese réplica del maletín de investigador de pellejudos que mola tanto.
La conexión literaria de Blade Runner es, por supuesto, la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, obra de uno de los grandes de la ciencia ficción de todos los tiempos, Philip K Dick. Publicada en 1968, trata, esencialmente, de cómo Deckard se mete a cazarrecompensas para poder comprarle una oveja a su esposa. ¿Ein? Pues resulta que estamos en una San Francisco tan post-apocalíptica que los animales están en peligro de extinción, y poseer uno vivo y auténtico es signo de estatus social. Y sí, como lo oyen, en la novela el agente Deckard se mete a «blade runner» para ganar el dinero suficiente con el que poder reemplazar su oveja eléctrica con una de verdad. A pesar de tener solo unas 200 páginas de extensión, el libro tiene bastante más complejidad de trama e ideas de la que se podría esperar, con los androides de aspecto humano creados para ayudar a colonizar mundos espaciales que también salen en la película, pero además con una especie de religión tecnófila llamada «mercerismo» (que incluye una especie de contacto virtual para compartir sufrimiento y empatía a nivel mundial, o lo que hoy podríamos llamar Facebook), con un policía soviético que aparece por ahí (1968, recordemos), y con un personaje importante de bajo coeficiente intelectual que ayuda a los androides fugados en su huida. La verdad es que quien no haya leído la obra y sí haya visto la película se va a encontrar algo bastante diferente, aunque curiosamente en la misma longitud de onda, como si fuera una intromisión de radio inesperada.
Inicialmente, el guion de Hampton Fancher iba a ser una película de interiores, con un par de viviendas, una oficina y algún que otro exterior para pegar tiros y perseguirse. Iba a ser una historia «de mirarse a la cara y hablar». En estas llegó Scott y preguntó qué había fuera, en la calle. Y la idea que traía en la cabeza es lo que reflejó finalmente: una Los Ángeles superpoblada al estilo de las macrourbes japonesas o de Hong Kong, donde se cocina, se camina y hasta se duerme en cualquier hueco, y donde el espacio es un bien escaso. No es casualidad que haya multitud de referencias orientales, desde los comederos de puntapié que hay por las calles hasta el gran anuncio con la geisha en pantalla grande, pasando por los múltiples letreros comerciales, el ingeniero de ojos, o el personaje de Gaff, que pese a estar interpretado por un latino (Edward James Olmos), está construido como un mil-leches mezcla de culturas, que podría ser de todas las razas y de ninguna, y que habla su propio idioma, mezcla de todos. De hecho, Olmos se curró sus propias frases para su personaje, yendo a escuelas de idiomas y usando cosas como el esperanto y el húngaro para componer ese Cityspeak que es de todos y de nadie. A mí no me acaba de resultar convincente que Los Ángeles pueda acabar así, para empezar porque no tiene el problema de espacio que hay en Japón: si hace falta sitio, siempre puede crecer hacia dentro del continente, y de hecho así ha ocurrido siempre con esta ciudad: mientras que Nueva York es constreñida y vertical, Los Ángeles es horizontal y esparcida, y así se las refleja en el cine incluso. Y aparte, aunque tiene una numerosa comunidad asiática, la hispanoparlante es aún más grande, y no es fácil que se vaya a diluir. En esta Los Ángeles faltan mexicanos y más español oído por sus calles. Sí que podría ocurrir, sin embargo, que la influencia oriental se deje sentir desde las multinacionales: se lleva prediciendo desde hace años que Asia es el gigante dormido de la economía mundial, y que cuando despierte podría dominar la cultura mundial incluso en sus manifestaciones externas. Quizá sea una profecía aún por cumplirse.
Esa es precisamente una de las ideas centrales de la estética de la película: que el futuro no será de las naciones, sino de las multinacionales, y en concreto que habrá dos o tres gigacorporaciones que lo dominarán todo por encima de cualquier gobierno, en especial si se llega a empezar a explotar mundos exteriores, como pasa en el guion: recordemos que, aunque no vemos nada de esto, los replicantes son inicialmente creados para hacer los trabajos más duros en otros planetas, a los que se va y de los que se viene continuamente. Scott llegó a decir que la teniente Ripley y el resto de la tripulación de la Nostromo, de no haberse tropezado con los alienígenas de Alien, podrían haber acabado tomándose unas birras con Deckard sin ningún problema en el mismo garito de esa Los Ángeles superindustrial. Tyrell es el nombre ficticio de la corporación que se nos muestra, pero la apuesta curiosa es por las marcas reales: los anuncios de Coca-cola o Budweiser en pantallas grandes se hicieron realidad pocos años después, y aún siguen dominando la publicidad mundial. Pena que ese efecto intimidador, por profético, se estropee al ver otras marcas ya desaparecidas como TDK, que está tras la cabeza del Nexus 6 cuando su famoso parlamento final, o sobre todo, Atari. Eso y las hombreras de Rachael (Sean Young) son lo que demuestra visualmente cuándo se hizo la película. O quizá quien la vea en pocos años no sabrá qué eran Atari ni TDK, las hombreras vuelvan a estar de moda y el efecto se recupere.
Y hablando de cosas que ponen fecha a la película, tengo que decir que aunque no suelo prestarle demasiada atención a la música en el cine, resulta que de las pocas bandas sonoras que tengo está la de Blade Runner. En cinta de cassette original con Dolby Stereo, qué pacha, que eso era el futuro de aquélla. Y aunque la música de Vangelis (que por cierto, se pronuncia «Vanguélis», con gue de Miguel, no «Ványelis») sea muy personal y reconocible, lo mejor de la banda sonora es el One More Kiss, Dear, que suena a peli de gabardinas, blanco y negro y radios del tamaño de una tele. No es una canción antigua repescada (estoy seguro de que en el futuro habrá gente que escuche cosas de Frank Sinatra), sino escrita por el propio Vangelis ex profeso para la película, con letra de quien la canta, Don Percival, y lo más curioso es que a pesar de su aire retro suena menos antigua que el resto de la película y de la banda sonora, cuyos sintetizadores ochenteros se han quedado superpasados. De igual manera que la computadora Madre de Alien resulta antediluviana vista hoy (como los cargueros espaciales funcionen así, lo llevan claro), al look de Blade Runner se le está quedando una mezcla de futuro y pasado un tanto extraña, y la música del señor Papazanasiu ayuda mucho a eso.
Ridley Scott tiene su sitio asegurado en la historia del cine, sin duda, pero esta película es una muestra de que eso será, posiblemente, más por la forma que por el fondo. Porque aparte del fascinante e intrincado diseño de un futuro próximo y factible (aunque no para 2019, claramente), ¿qué ofrece Blade Runner, sobre todo en su guion? La historia que se quiere contar, la de un mundo de tecnología punta accesible a unos pocos y masas hacinadas, se transmite de forma eminentemente visual. Ese plano inicial de enormes torres con llamaradas saliendo de ellas está sacado de la propia infancia de Scott, hecha de pozos mineros en el norte de Inglaterra y de una industria siderúrgica que había convertido a una isla diminuta en términos globales como Gran Bretaña en una gran potencia mundial. Eso tuvo un coste, y las mismas torres y máquinas que un día inspiraron a JRR Tolkien para su visión del mal extremo en la Tierra Media, para Scott son muestra de inevitabilidad: a nadie le gustan esas fábricas, y como mucho pueden impresionar en plan espectáculo dantesco que el hombre es capaz de crear en su vanidad y codicia, pero la gran masa no permitirá (no permitiremos) que se apaguen, por mucho daño que hagan: nos hemos acostumbrado a la vida fácil que esas humaredas hacen posible, y no se apagarán hasta que no se termine el combustible, hasta que se queme todo lo que pueda arder. La crítica ecológica, dicho sea de paso, estaba mucho más presente en la obra original de Dick que aquí con Scott (como indirectamente en la de Tolkien).
La idea del héroe cansado también se transmite más por la estética que otra cosa: esa gabardina de cuello alzado, ese callejear de noche, ese piso desordenado, ese beber para olvidar, ese cepillarse a la dama del relato en su momento de mayor desencanto y desamparo… Esa lluvia, ese vapor del suelo, esa bruma, ese local de striptease donde se prometen bailarinas gozando con serpientes, o aún más, el mismo hecho de que una línea entera de Nexus esté dedicada a «modelos estándar de placer», todo eso apunta en la dirección de un futuro hecho con sangre, sudor, lágrimas… y otros fluidos corporales. Y paradójicamente, esto no dejará de ser así ni aunque se inventen androides, sintéticos o replicantes (o «personas artificiales», como prefiere Bishop en ‘Aliens’). ¿Qué es lo que dice Nexus 6 (Rutger Hauer) en su monólogo final? «Como lágrimas en la lluvia». Ése será el precio de tener sentimientos.
Y ahí llegamos, al que es merecidamente uno de los momentos estelares de la historia del cine. Toda una Maruja Torres escribió una vez que el parlamento final de Roy Batty la primera vez que lo vio le había parecido una ñoñez, y la segunda vez, años más tarde, la hizo llorar como una Magdalena. Puede que sea la edad, o puede que sea el haber descubierto una joya más o menos oculta, porque en medio de una visión más bien apocalíptica del futuro, esta escena condensa en pocas palabras hasta tres elementos con los que cualquiera se puede identificar, sea replicante o no: orgullo por las cosas dignas de mención que uno ha hecho en su vida, pena porque dejen de tener significado o no lo tengan más allá de uno mismo, y desgarro e impotencia ante la certeza e inevitabilidad de la muerte. En sus frases concretas: «He visto cosas que no creeríais». «Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia». «Hora de morir». Todo ello se condensa en una cosa: ¿ha merecido la pena haber vivido? ¿Qué quedará de mí? ¿Alguien me recordará? ¿Qué importancia he tenido? ¿Todo lo que he hecho ha sido para nada? Cualquier ser mortal se preguntará eso alguna vez, si tiene ocasión y dos dedos de frente. Los replicantes, obviamente, presentan este sentimiento de manera más dramática, ya que han sido creados con cuatro años de vida máximo, para evitar que su desarrollo mental los lleve en algún momento a rebelarse contra sus hacedores (el hombre, jugando a ser Dios). Además, no solo van a tener una vida corta, sino que van a perecer en la plenitud de facultades, cuando su hora, según cánones y sentimientos humanos, aún no ha llegado. Los humanos lamentan las muertes, pero aún más las de gente que muere demasiado joven, o «antes de tiempo», y eso les pasa a todos los replicantes sin excepción. También, recordemos, JF Sebastian (William Sanderson), uno de los ingenieros, sufre de progeria, una enfermedad real que hace envejecer a una persona varias veces más rápido de lo normal. El propio Roy Batty, anhelando unos segundos más de existencia, se clava una punta en la mano buscando una última inyección natural de adrenalina, simplemente para tener la oportunidad de asegurarse que uno de sus momentos no se perderá en el tiempo (salvar la vida de Deckard), cuando simplemente podría haberse sentado a agotar sus últimos segundos y permitir al policía caer al vacío. Scott dijo que Roy actúa así por reconocer la bravura de guerrero de Deckard a la hora de enfrentarse a un temible adversario como los replicantes. Lo cual queda muy bien, pero la verdad es que estos replicantes son un poco inútiles durante toda la película: las dos tipas le sacuden a Deckard unas yoyas simplemente, pero lo dejan vivo a pesar de que podrían aplastarlo como a un huevo, y éste les recompensa con tres tiros a cada una. El otro replicante masculino comete el clásico error de hablar demasiado, y Rachael también lo mata. Por su parte, Roy se pone a jugar al gato y al ratón con Deckard cuando su vida ya está en el tiempo del descuento.
Pero en fin, todo sea por el final tan bien logrado. Es bien sabido que esta despedida de Roy Batty no estaba en el guion, y que fue el actor Rutger Hauer quien se inventó el texto. No en ese mismo momento del rodaje, que tampoco hay que ser tan melodramático, pero sí que salió de su magín exclusivamente (como también el hecho de tener una paloma en la mano todo el rato, en símbolo un tanto edulcorado de paz en la tierra a los replicantes de buena voluntad y blablablá). Así, seguramente el momento más icónico y conocido de esta película de Ridley Scott no se debe a Ridley Scott, pero se puede decir que se merece que le ocurriera, por haber creado un ambiente que metía tanto a sus actores en ese mundo alucinante que podían venirle con semejantes joyas de su cosecha. Ahí se puede decir que Scott, con su trabajo previo, creó su propia buena suerte.
Y para quien haya llegado hasta aquí esperando ver si se habla de si Deckard es un replicante o no, pues la respuesta es: no sé, ¿no? Lo mismo sí. Scott nunca llega a decir «lo es», pero muchas cosas apuntan a que lo sea. Una de ellas es lo del unicornio: en un momento de la película, Deckard sueña despierto, o fantasea, o se imagina, o lo que sea, un unicornio blanco cabalgando por un bosque (recorte, por cierto, de otra peli de Scott, Legend), y en la última escena de la película (versión «favorita»), Gaff, que se dedica a hacer figuritas con papel y cerillas, deja en la puerta de la casa donde dormía Rachael una figura con forma de unicornio. ¿Cómo sabe Gaff lo del unicornio que Deckard tiene en la cabeza? La explicación más plausible es que ese unicornio forma parte de los recuerdos implantados que se les pone de serie a todos los replicantes para hacerles creer que tuvieron una niñez, en vez de haber sido creados ya adultos hace cuatro días (Deckard así se lo dice bastante cruelmente a la propia Rachael), y que por lo tanto, Gaff está diciendo de forma indirecta que Deckard también es uno, aunque quizá con unos parámetros distintos instalados. Otro elemento importante es un momento en el que a Deckard se le ve un reflejo en los ojos típico de los que se les notan a los replicantes con cierta luz, aunque hay que decir que en esa toma a Deckard se lo ve borroso en segundo plano, mientras que Rachael está en primer plano.
Es decir, que estos dos elementos apuntan fuertemente en esa dirección, pero no se resuelve la duda final al cien por cien, de la misma forma que en la versión más reciente la historia se acaba ahí, sin resolver el destino final de Rachael y Deckard. Lo único que sabemos es que Gaff pudo matar a Rachael (y seguramente a Deckard también) y no lo hizo. ¿Por qué? ¿Qué hará Deckard ahora para vivir más? ¿O no necesita vivir más que lo que viva Rachael? Con Tyrell muerto, ¿puede alguien ayudarles? ¿Importa todo eso o es mejor que él también se pierda como lágrimas en la lluvia?
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