Billy Wilder decidió ser periodista en el cine. Veía con fruición los noticiarios norteamericanos que precedían a las películas. Se quedó fascinado por unos hombres jóvenes que vestían elegantes burberrys, exhibían una tarjeta con la palabra «prensa» en la cinta del sombrero y entrevistaban a rutilantes estrellas o a algún Rockefeller. Estaba claro. Quería ser uno de esos chicos de la prensa.
Sobre el Wilder cineasta se han escrito infinidad de libros. Del Wilder periodista apenas conocíamos algunas anécdotas dispersas. La editorial Laertes acaba de llenar ese vacío con la publicación de Billy Wilder, reportero. El volumen, con una exquisita edición y una clarificadora introducción del profesor de la Universidad de Austin Noah Isenberg, recoge una antología de sus reportajes desde el Berlín de Weimar y la Viena de entreguerras.
Mal estudiante, con 18 años, apenas dejó el Gymnasium y tras comprobar que la universidad no era lo suyo, se dedicó a recorrer las redacciones de Viena en busca de empleo. Iluso de él, sin saber una palabra de inglés, se ofrecía como corresponsal en Estados Unidos. América, siempre en sus sueños alimentados por el cine. Pero aún era demasiado pronto, así que no le quedó otro remedio que reducir sus expectativas.
Tuvo que conformarse con mendigar, en un sitio y otro, pequeñas colaboraciones que le permitieran malvivir. Desde crucigramas —de ahí debe de venir su euforia cuando apareció en el crucigrama del New York Times— hasta notas y reseñas breves.
La leyenda cuenta —con Wilder es difícil distinguir realidad y leyenda— que consiguió su primer trabajo estable de una forma cuando menos insólita, si no extravagante, propia de uno de sus guiones. Un sábado por la tarde se plantó en la aparentemente desierta redacción del diario Die Büne. La fortuna le sonrió. Cuál no sería su pasmo cuando sorprendió al crítico teatral del periódico, toda una estrella del momento, en pleno acto sexual con su secretaria. La reacción del crítico, al parecer, fue hacerle ver al muchacho la suerte que tenía de que el crítico estuviera haciendo “horas extra”.
Pronto pasó de las reseñas breves a reportajes culturales de más enjundia. “Yo era atrevido, estaba lleno de asertividad, tenía talento para la exageración —contaría muchos años después a su biógrafo Hellmuth Karasek (Mondadori)—. Y estaba convencido de que en poco tiempo aprendería a hacer preguntas descaradas sin cortapisas”.
Vaya si aprendió. Persiguió a los personajes más notables de la sociedad y la vida cultural vienesa, así como a todo famoso que visitaba la ciudad. Consiguió abordar, y entrevistar en algunos casos, al entonces príncipe de Gales Eduardo VIII, al heredero del emporio de prensa estadounidense Cornelius Vanderbilt, al escritor Joseph Roth o al actor Peter Lorre, que acabaría siendo su amigo, entre otros muchos. “En una sola mañana —alardeaba en la revista Playboy ya en los años sesenta—, entrevisté a Sigmund Freud, su colega Alfred Adler, al dramaturgo y novelista Arthur Schnitzler y al compositor Richard Strauss. En una mañana”. Por cierto, que la tan aireada entrevista con Freud, al parecer, se quedó en un mero intento: el padre del psicoanálisis no le dejó pasar de la puerta.
Un personaje proverbial en su vida fue el director de big band Paul Whiteman, al que Wilder admiraba con devoción. Tras entrevistarle, a su paso por Viena, al músico le cayó en gracia, y no solo le invitó a viajar con él a Berlín, sino que le ofreció trabajo como agente de prensa. Era un salto muy importante para Wilder, como deja de manifiesto en sus conversaciones con Cameron Crowe (Alianza): “Hice la maleta y nunca regresé a Viena”.
En Berlín, en plena efervescencia cultural de la República de Weimar, comenzó como representante de artistas, pero lo abandonó en cuanto pudo dedicarse a lo que mejor se le daba: la prensa, que le posibilitaba, además, relacionarse con personajes del mundo del cine, su otra pasión. Uno de sus mentores fue la entonces estrella del periodismo berlinés, el checo Egon Erwin Kisch. Se hacía llamar “el reportero frenético”, lo que ya da una idea precisa de su carácter. Kisch influyó decisivamente en Wilder, que pronto empezó a imitarlo. “Creaba los artículos como un buen guión de una película —recordaría después—. Estaban organizados a la manera tradicional, en tres actos, y nunca aburrían al lector”.
Otro de sus mentores fue Klabaund, seudónimo de Alfred Henchske, que aconsejaba a sus discípulos escribir sobre las noticias lo más fieles posible a la realidad, tal y como ocurrieron realmente. Era la entonces llamada nueva objetividad, que hoy denominaríamos nuevo periodismo. “En la actualidad —sostenía el checo—, lo único que me interesa de la literatura son las materias primas que la componen: vida, hechos, realidad”.
A esa nueva objetividad responde uno de sus más célebres reportajes. Auténtico periodismo de inmersión, basado en la propia experiencia del periodista. Titulado ¡Camarero, un bailarín, por favor!, fue publicado en 1927 en forma de serial durante cuatro días en el Berliner Zeitung. Contaba su propia experiencia, cómo logra salir de la más absoluta miseria trabajando como bailarín de alquiler en un hotel de Berlín. Aunque exhausto por la dureza del cometido, salió del envite, y como resumió él mismo: “No era buen bailarín, pero era buen conversador”.
En 1928 le llegó la gran ocasión de colmar uno de sus deseos más ansiados: darse a conocer entre la intelectualidad. Lo logró colaborando con la nueva revista Tempo, que el editor del libro, Noah Isenberg, define como “sensacionalista, atrevida, visualmente atractiva, una revista adaptada para el berlinés que corre”. De hecho, acabó siendo conocida popularmente y no sin mala intención, como “la prisa judía».
Gracias a Tempo logró contactar con profesionales del cine y pronto le surgieron los primeros trabajos para la gran pantalla. Empezó como “negro” de varios guionistas, hasta que consiguió firmar el primer trabajo. Cómo no, sería un guion sobre periodistas. Wilder siempre escribía sobre lo que conocía bien. Se titulaba El reportero del diablo (Teufelsreporter) e incluso aparece él mismo en un cameo, lo que los expertos han interpretado como una confirmación de que la película está inspirada en su propia biografía. Aquí ya estaba el germen de personajes posteriores como Chuck Tatum o Walter Burns.
No sería la única inspiración en sus artículos. Los críticos han encontrado muchos elementos de sus artículos en su cinematografía. El estupendo reportaje sobre la llegada del tren de las Tiller Girls —»treinta y cuatro de las piernas más sugerentes que existen”— a Viena evoca inevitablemente a la escena de la banda de chicas de Con faldas y a lo loco (1959). En una reseña de 1929 sobre La reina Kelly, de Erich Von Stroheim y con Gloria Swanson, nos traslada a la inquietante presencia de ambos El crepúsculo de los dioses (1950). Las referencias son múltiples.
Incluso escribe una reseña sobre el casting del “gran director estadounidense” Ernst Lubitsch, en la que nos deleita con este diálogo, propio de una gran comedia. Una chica llamada Daisy se presenta ante el director:
“—¿Qué puedo hacer por usted?
—¡Quiero salir en las películas!
—¡Enséñeme sus pies!
Daisy se sube con torpeza la falda, justo por encima de la rodilla.
—¡No está mal! ¡El otro pie por favor!
—¡Es igual que el otro! —responde Daisy tímidamente.
—¿De verdad? ¡Está contratada para mi próxima película, La mujer con dos pies izquierdos!».
Lubitsch sería su ídolo y posterior mentor en Hollywood. De sobra es conocida la historia de la placa, diseñada por el gran rotulista Saul Bass, que Wilder tenía colgada en su despacho de Beverly Hills: “¿Cómo lo haría Lubitsch?”, en grandes letras.
Su experiencia periodística sería esencial en su carrera cinematográfica. Sus artículos, como más tarde su cine, están trufados de ágiles y acerados diálogos. “Para Wilder, el antiguo periodista —escribió el crítico alemán Claudius Seidl— las palabras tenían una naturaleza especial, casi material. Las palabras son las que dan solidez, elegancia y su forma característica a la película, puesto que las palabras pueden volar más lejos, planear con más elegancia y contar más que una cámara”.
En enero del 34, una vez que los nazis ganaron las elecciones, Billy Wilder embarcó para los Estados Unidos, tras una breve estancia en París. Llevaba en su equipaje tres libros: Adiós a las armas, de Ernest Hemingway; Babbitt, de Sinclair Lewis; y El ángel que nos mira, de Thomas Wolfe. Con 20 dólares en el bolsillo y unas pocas palabras de inglés, llegó a Estados Unidos, junto con otros refugiados, dispuesto a cumplir su sueño: una brillante carrera en Hollywood que le posibilitará, incluso, salir en el crucigrama del New York Times.
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