Que por primera vez un Presidente de la Nación califique como “imbécil” a un articulista porque escribe cosas supuestamente “estúpidas” y “pelotudeces” (sic) no es menos escandaloso que la ocurrencia de que esta clase de injurias “democratizan al periodismo”: por acción, omisión, militancia solapada, seguidismo oportunista o ignorancia directa, parece que para ciertos colegas a Javier Milei lo asiste incluso el derecho al insulto personal. El episodio, no obstante, va más allá de este matonismo mediático que algunos consienten o naturalizan, y se interna directamente en un asunto ideológico de calado profundo: al libertario le produce urticaria que se lo caracterice como un “populista de derecha”. Pero a su vez le gusta ufanarse —lo hizo ante la agencia Bloomberg— de que toda su acción política se basa en los lineamientos de Murray Rothbard, pensador marginal y ultramontano cuyo manifiesto crucial se titula “Populismo de derecha: una estrategia para el paleolibertarismo”. En el largo y crispado diálogo que mantuvo con radio Neura, el León aseveró que esa traducción era incorrecta, y que la intención de su ídolo primigenio consistía simplemente en popularizar las ideas liberales. Aseverar que Rothbard no propuso esa exitosa estrategia populista, recogida luego por Steve Bannon y Donald Trump, es como admirar a Mick Jagger y sostener sin sonrojarse que no hacía rock sino boleros, y que todos los críticos musicales del mundo y todos sus fans hemos vivido equivocados.
Un especialista argentino, el filósofo Luis Diego Fernández, autor y compilador de los principales textos libertarios en su descomunal ensayo Utopía y Mercado, le salió al cruce: “Milei miente, no leyó o no entendió el texto de Rothbard porque dice que éste quería crear un ‘liberalismo popular’ cuando el término que usa es ‘populism’ no ‘popular’ y, además, explícitamente plantea el desarrollo de un programa ‘populista de derecha’ basado en ocho puntos”. Otro experto local, el ensayista José Benegas —autor del libro Lo impensable, el curioso caso de liberales mutando al fascismo— confirmó esa interpretación, y agregó: “Milei no entiende ni lo que está proponiendo”. Pero lo más irónico del caso es que el propio Agustín Laje —amigo del jefe de Estado y quizá el más brillante intelectual que tiene en sus filas— ha sido el reivindicador más serio y vehemente de toda esta praxis negada. El autor de La batalla cultural se declara admirador de Ernesto Laclau y sostiene que el populismo es el arte de gobernar apelando a un sujeto llamado pueblo —“los argentinos de bien”—, construido en función de otro que hace las veces de enemigo: la “casta”. Laje considera que es adecuado imitar las hábiles metodologías de la izquierda populista con el objeto de utilizarlas para la causa. También, que la democracia es más pura cuantas menos intermediaciones institucionales tenga: desconfía por lo tanto de la representación política, la división de poderes y cualquier otra “obstrucción” de la llamada democracia republicana. Sin tantas proximidades ni sutilezas, convengamos también que cualquier politólogo eminente —desde Oxford hasta Harvard y La Sorbona—, o cualquier columnista de fondo —desde el New York Times hasta The Guardian, Le Figaro o Le Monde—, descuentan que Trump, Bolsonaro, Meloni y los dirigentes españoles de Vox forman una Internacional del populismo de derecha, y que Javier Milei es la última y más rutilante estrella que se inscribe orgullosamente en esa movida global.
Los libertarios argentos, con más picardía criolla que rigurosidad, aducen que el anarcocapitalista no hizo demagogia electoral, que sostiene una economía ortodoxa y que se bate a duelo contra quienes “usan los recursos del Estado para comprar voluntades”. Eso es cierto, pero no basta, puesto que hay populismos estatales y también populismos de mercado. Estos últimos son efectivamente monetaristas y vienen a demoler todo el edificio estatal, pero tal como enseña el profesor Loris Zanatta hay que leer también al gran pensador liberal Isaiah Berlin, dado que éste elaboró antes que nadie las claves para detectar si un movimiento era o no populista. Berlin, en ese sentido, alertaba: si un fenómeno se presenta como antipolítico es populista; también lo es si viene de la mano de un redentor que nos propone renacer después de haber expurgado nuestros pecados, o de un restaurador que se referencia en una época dorada a la que regresar, y sobre todo si encumbra a un líder que pretende encarnar la voluntad de todo un pueblo, entidad que él delimita a su antojo dejando fuera a otra porción de la sociedad, que resultará a continuación estigmatizada y vilipendiada desde el gobierno. Se podría agregar, por supuesto, la concepción binaria y la consecuente polarización profunda, la desconfianza en el Parlamento y en la Corte Suprema, y el culto a la personalidad. “Lo que está viviendo la Argentina es una expiación del pecado, purificar el alma y llegar a la Tierra Prometida —añade Loris Zanatta—. Es un populismo con tintes religiosos: un camino bíblico hacia la salvación. No hay vocación pluralista ni debates; el visionario decide sin consultar, porque es el único depositario de esa misión trascendental y mística”.
Esta evidencia dificulta la narrativa, que el mileísmo prefiere presentar como una épica de liberales contra populistas. Cuando se trata, en todo caso, de una lucha encarnizada entre populismos de distinto sesgo, con un centrismo de variado pelaje que debe ser simbólicamente ametrallado para que elija trinchera y se cuadre de inmediato. Es decir, para que desaparezca. Tal vez por eso el Presidente se ofusca tanto, y reacciona como un clásico líder populista que hostiga y ultraja en público a sus objetores, siempre con más saña hacia los republicanos que hacia los kirchneristas. Y con la particularidad de que se pelea incluso con quienes comparten sus políticas principales.
Es preciso regresar un poco a Murray Rothbard, puesto que ese ignoto fantasma gobierna la Argentina a través de su histriónico vicario. Hay dos personas “ejemplares” que el gurú de Milei coloca sobre la mesa. En principio, un mediocre político llamado David Duke, supremacista blanco y ex miembro del Ku Klux Klan. Luego Joseph McCarthy, el responsable de la más grande caza de brujas en la historia de Hollywood. “En su cruzada, McCarthy fue un populista de derecha —escribe Murray—. No estaba satisfecho con atacar en abstracto a los infiltrados comunistas, tomó en serio el supuesto peligro; e insistió en decir nombres, en nombrar y en desenmascarar a aquellos que consideraba el enemigo. La cosa más fascinante, lo emocionante de Joe eran precisamente sus ‘medios’, su populismo de derecha: su predisposición y su capacidad para alcanzar y poner en cortocircuito a la élite del poder: liberales, centristas, los medios de comunicación”. Más adelante, este poco conocido intelectual de la Escuela Austríaca, sostiene con énfasis: “Hay que forjar una coalición que cree un movimiento populista de derecha que será, necesariamente, libertario en gran parte. Pasar por encima de los líderes de los medios y de las élites políticas y llegar directamente a la clase media y trabajadora para difundir las ideas de libertad y el conocimiento de cómo han sido oprimidos. Eso requiere de un liderazgo político inspirador y carismático”. Antes de sugerir un programa del populismo de derecha, el ideólogo del León insistía: “Cualquier estrategia libertaria debería reconocer que los intelectuales y los formadores de opinión son parte del problema fundamental”.
Rothbard no era un liberal ni un conservador, sino un extremista rancio a cargo de una secta ideológica, y sus discípulos son lo que el Diccionario de la Real Academia denomina “fachas”: ultraderechistas. Se me permitirá aquí este término usado por los españoles, dado que no podríamos decirles directamente fachos o fascistas; estos vocablos aluden precisamente al otro populismo: al estatal. En cambio, estos fachas cool divinizan el mercado y califican de “socialistas” a Obama y a Macron, y han resultado muy eficaces para llegar al poder; no tanto para gobernar. La historia más inquietante que nos toca desentrañar es cómo, para sepultar un modelo fracasado y diseñado por estatistas que en lugar de cuidar al Estado como un templo lo transformaron en un aguantadero inservible, los argentinos terminaron eligiendo y coronando a un facha. Un paradigma de la derecha populista, que niega lo que cree como Pedro negó a Jesús.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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