O God, I could be bounded in a nutshell
And count myself a King of infinite space.Shakespeare, Hamlet, II, 2
¿Cómo no abrir con expectación un libro publicado por la editorial Guillermo Escolar, que nos regaló, en plena pandemia, como una alegre señal de afirmación y resistencia, las mil quinientas páginas de obras y biografías completas de Baruj Spinoza, con un fastuoso aparato crítico de variantes, notas e índices analíticos? Y, ¿cómo no empezar con impaciencia el último libro de Toni Montesinos, cuyas biografías de Whitman y Thoreau, a las que se sumará en breve la de Emerson, pueden patinarse en todos los sentidos, como si fuesen una pista de hielo? Y es que, tras una deliciosa historia de la literatura francesa, que llevaba el irónico título de Palabrería de lujo, Toni Montesinos se ha atrevido a escribir una historia de la literatura inglesa. Su título: Muy al norte en el turbio mar, que son las palabras con las que Mary Shelley inicia, en El último hombre, una hermosa descripción de Inglaterra, que el libro blande como epígrafe: “Inglaterra, aposentada muy al norte en el turbio mar, ahora visita mis sueños con la apariencia de un vasto y bien comandado barco, que dominaba los vientos y navegaba orgulloso sobre las olas. En mi infancia, ella era el universo para mí”.
Lo cierto es que, para muchos de nosotros, la literatura inglesa sigue siendo uno de los universos que más nos gusta visitar en esa prórroga de la infancia que es la lectura. Porque, cuando Borges dijo que se imaginaba el paraíso bajo la especie de una biblioteca, lo que hacía (a pesar del divertido pero cruel Borges en el infierno de Jorge Eduardo Agualusa) estaba evocando era la biblioteca de libros ingleses de su padre, en la que enterró y conservó (en un movimiento casi hegeliano), buena parte de su infancia. Porque ¡qué felicidad debe ser pasarse los días estirado en la cama, con el termómetro aún caliente por la cercanía del flexo, leyendo libros ingleses, mientras los demás están en la escuela! Y ¿no es cierto que, si hubiésemos sido lo suficientemente valientes, la mayoría de nosotros hubiésemos estudiado filología inglesa? Pues esa fue, más o menos, la hazaña secreta de Borges, y hablar de ello, el propósito oculto de Montesinos.
¿Cómo resumir un libro de seiscientas y una páginas que resume una continente literario como el inglés, en el que, como decía Novalis, cada autor es una isla? Me gustaría decir, como el narrador de El Aleph: “lo que vieron mis ojos fue simultáneo, lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es…” Afortunadamente cuento con la ayuda de la memoria, que funciona por mezclas y superposiciones.
En Muy al norte en el turbio mar, te enteras de:
—Que Chesterton distingue, en su Autobiografía, al turista del viajero, diciendo que “el viajero ve lo que ve”, mientras que “el turista ve lo que ha ido a ver”. (Lo cual es también una buena definición de la filosofía, que es el esfuerzo de ver lo que se mira).
—Que, según afirma Simon Jenkins en su Breve historia de Inglaterra, los ingleses nunca han sido diestros a la hora de definirse a sí mismos, porque, en la época del orgullo nacional, no tenían necesidad de ello. (Lo que apunta, digo yo, al hecho de que la inconsciencia identitaria es un lujo, o mejor un derecho, del que todos deberíamos poder gozar).
—Que Quevedo escribió una “Noticia, juicio y recomendación de la Utopía de Tomás Moro”, en la que aventuró la parcial interpretación de que el autor “fabricó aquella política contra la tiranía de Inglaterra, y por eso hizo isla su idea, y juntamente reprehendió los desórdenes de los más de los príncipes de su edad”. (Mmmpsé…)
—Que hace unos años la universidad de Leicester propuso eliminar Los cuentos de Canterbury del currículo, en nombre de la “descolonización” y el “feminismo”, cuando Chaucer fue el primero en convertir a una mujer en narradora de un texto literario, permitiéndole expresar sus esperanzas y descontentos con la posición que la sociedad le tenía reservada.
—Que, igual que le sucedió a Cervantes con el teatro de Lope, Walter Scott, que fue un joven poeta de éxito, jamás se hubiera decidido a transformarse en novelista si Lord Byron no le hubiese vencido en su propio terreno, al orientar el gusto del público desde el poema histórico medieval al poema que cantaba el valor y la pasión de un individuo.
—Que Frankenstein, de Mary Shelley, también puede ser leída como un símbolo del terror combinado que provocaron las dos grandes revoluciones de su época: la francesa y la industrial. (Sigue sin traducir, por cierto, la Historia de la revolución francesa de su madre, Mary Wollstonecraft.)
—Que Elizabeth Barrett Browning quedó deslumbrada, a los quince años, por la Vindicación de los derechos de las mujeres, de Mary Wollstonecraft, que le inspiró la novela-poema Aurora Leigh, que Virginia Woolf tenía en altísima estima, y que narra la historia de una joven que se empodera frente al poder masculino.
—Que Chesterton comparaba Londres con un “enigma”. (Lo que me recuerda, tal y como intenté mostrar en un artículo titulado “El hombre que fue Chesterton”, que Borges le debe al “príncipe de las paradojas” muchísimo más de lo que se suele conceder).
—Que las fotos de niñas, o de nínfulas, que Lewis Carroll realizó entre 1856 y 1876 reflejan, entre otras cosas, el ideal victoriano de la niñez, donde la infancia era sinónimo de pureza y perfección, y la adultez de pecado, al menos entre las clases altas. Como suele decirse, el niño fue el último buen salvaje. (Y a veces salvaje a secas, como también puede serlo el adulto).
—Que el verdadero protagonista de Alicia en el País de las maravillas, como también lo será el del Ulises de James Joyce, es el lenguaje. (Y que ese pequeño cambio de enfoque abre inmensas posibilidades de placer lector).
—Que, para Lewis Carroll, el absurdo no era algo angustioso y profundo, como lo sería para Albert Camus, y, en menor medida, para Ionesco y Beckett. (Que hay, en fin, otros modos de vivir el absurdo, como, por ejemplo, el de las nursery rhymes —que fueron tan importantes para Rubén Darío, y el modernismo, según él mismo explica en su Autobiografía—, el del nonsense o el de cierto tipo de comicidad. También Chesterton hizo del absurdo una ascética alegre. Algo parecido a la comicidad según Kierkegaard, que la concebía como “la antesala de la fe”).
—Que Alicia en el País de las maravillas es el intento de resistirse al pedagogismo de la literatura victoriana, que introducía moralejas por todas partes. Y que muchos de los poemas que aparecen en el libro son canciones moralizantes, perfectamente reconocibles por el lector de la época, a las que Carroll les cambió la letra para desactivar su carácter moral. Reléase, por ejemplo, la reescritura que Carroll hace de un poema de Isaac Watts sobre cómo evitar la pereza, a la luz de las teorías de Paul La Fargue, Jenny Odell, Byung-Chul Han o Eudald Espluga.
—Que Alicia en el País de las maravillas acepta una lectura feminista, puesto que, en un relato de hadas convencional, Alicia hubiera encontrado un príncipe azul que la hubiese salvado, mientras que en el libro de Carroll evoluciona por sí misma sin necesidad de ninguna ayuda externa, y, según dice Cohen, citado por Montesinos: “en lugar de felicidad meliflua, obtiene confianza”, esto es “una forma de enfrentarse al mundo”.
—Que James M. Barrie, el autor de Peter Pan, pasó una infancia de película de terror, que trató de olvidar creando la fantasía compensatoria del País de Nunca Jamás. Al parecer, su madre, enloquecida por la muerte de su hermano David, no le brindó más que indiferencia o desprecio. Más aún, en ocasiones ésta creía oír en casa al hijo muerto, y cuando acudía en su búsqueda, y se encontraba solamente a James, no disimulaba su decepción. Tanto es así que el autor de Peter Pan solía vestirse con la ropa de su hermano para que su madre lo mirase. Además, Barrie apenas creció, hasta el punto de que se le diagnosticó “enanismo psicosomático” o “privación materna”, que hoy en día se relaciona con los trastornos de la conducta alimentaria, y que consiste en una desaceleración del aumento de peso, que puede ir acompañada de trastornos del sueño y de la alimentación, y que suele darse especialmente en hogares con padres maltratadores. Este es, pues, el doloroso fondo del que surge una obra mucho más oscura de lo que se suele creer. No es extraño que, en ella, la vida adulta sea vista como la secuela de la infancia. Sabiendo esto, no suena del mismo modo el final del libro, en el que, cuando el capitán Garfio pregunta, antes de ser devorado por el constante cocodrilo: “¿Quién eres, Peter Pan?” Éste responderá: “Soy la juventud, soy la alegría. Soy un recién nacido, un manantial que brota, un niño al que le queda toda la vida por delante”.
—Que Chesterton llamó a Stevenson “el Peter Pan de Samoa”, porque posee la capacidad del niño, que “lo ve todo nuevo y en su totalidad”, y que, a diferencia del muchacho, que “quiere el secreto, el final de la historia”, el niño que era Stevenson “disfruta de la imagen del mundo sin más”. Por eso “la mejor obra de Stevenson, la más peculiar, fue la de ser el primer escritor en tratar con seriedad y poesía los instintos estéticos del muchacho”. Cosa que, aunque pueda sorprender, también hallamos en Borges, que veneró toda su vida a Stevenson.
—Que en la lápida de Stevenson, en Samoa, se hallan grabados los siguientes versos de su “Réquiem”:
Alegre he vivido y alegre muero,
pero al caer quiero haceros un ruego.
Que pongáis sobre mi tumba este verso:
“Aquí yace donde quiso yacer;
de vuelta del mar está el marinero,
de vuelta del monte está el cazador”.
—Lo cual se condice a la perfección con la interpretación que hace Chesterton de su obra: “El valor ético y filosófico de Stevenson radica en que comprendió la gran paradoja de que la vida, cuanto más oscura, más fascinante; de que la vida vale la pena vivirla solo en la medida en que es difícil vivirla.” (Véase, si no, su delicioso ensayo La flauta de pan, que podría haber hecho las delicias de Nietzsche).
—Que el “Elemental, querido Watson”, no aparece en ninguna de las páginas que escribió Arthur Conan Doyle, sino que fue una invención de los guionistas de la primera película que el detective de Baker Street inspiró, en 1939, titulada Las aventuras de Sherlock Holmes.
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No puedo seguir, aunque querría. Baste decir que, en Muy al norte en el turbio mar, Toni Montesinos nos ofrece otras muchas biografías, anécdotas, síntesis, interpretaciones, polémicas e incluso teorías académicas y versiones cinematográficas relacionadas con Virginia Woolf, James Joyce, Gerald Brenan, Agatha Christie, Somerset Maughan, Graham Greene, Malcom Lowry, Seamus Heaney, Doris Lessing, Julian Barnes, Martin Amis, Ian McEwan, Kazuo Ishiguro, y muchos otros.
Hay libros que son una carretera rural, pues te llevan a un solo lugar, por hermoso que sea, y otros que son una autopista, que te permite entrar y salir constantemente. Como promete y avisa ya desde el título, este libro es un mar inagotable, repleto de libros a los que no necesitas llevarte una isla desierta.
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Autor: Toni Montesinos. Título: Muy al norte en el turbio mar. Una historia de la literatura inglesa. Editorial: Guillermo Escolar. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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