Foto de portada: Raúl Belinchón
Christopher Johnson McCandless estaba harto y decidió romper con todo. Dejó a una familia con la que no se identificaba, donó sus ahorros a una ONG y puso rumbo a Alaska para cumplir su sueño: sobrevivir solo en plena naturaleza. Jon Krakauer contó su historia en Hacia rutas salvajes (Into the Wild), un libro convertido en guía espiritual para los jóvenes que años más tarde quisieron repetir esta aventura pese a su desgraciado final. Beatriz Montañez había conseguido un importante reconocimiento profesional, como periodista y guionista de cine y televisión, pero tenía una herida que debía cicatrizar, y para lograrlo ella también debía estar sola. McCandless se escondió en un viejo autobús abandonado de la compañía Fairbanks y Beatriz encontró su refugio en medio del bosque, en una casa derruida. Montañez comenzó a escribir, y la carne abierta se fue cerrando a cada nuevo párrafo. El vacío se llenó definitivamente cuando publicó Niadela (Errata Naturae, 2021), un sincero ejercicio de nature writing, que Harper Collins acaba de convertir en novela gráfica, ilustrada por Ángel Sánchez Trigo y Jorge García García.
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—Fama, popularidad, éxito profesional… De cara a la galería su vida parecía idílica, pero había algo que no funcionaba. ¿De dónde sacó el valor para dar ese volantazo?
—Fama es una palabra que no me gusta. Cuando alguien aparece en la televisión y es conocido se le llama famoso. Pero esa es una definición con la que no me siento cómoda. La fama para mí era un lunar en la nariz que todo el mundo veía menos yo. Porque seguía siendo exactamente la misma y teniendo los mismos amigos que veinte años atrás. Después de salir en televisión, mi vida cambió bastante poco a nivel personal. Sí que lo hizo a nivel público. Hay personas a las que les agrada que les reconozcan por la calle, en los restaurantes, pero a mí me crea incomodidad. Porque pienso que el hecho de salir en televisión no es algo que haya que aplaudir. Partiendo de esa definición de «fama», entre comillas, te diría que puedes tener prácticamente todo, o pensar que lo tienes prácticamente todo, y que te falte lo más importante. Yo me di cuenta de que lo más importante era yo misma, y que en ese momento yo no tomaba decisiones: me estaba dejando llevar por las circunstancias. Me sentía encorsetada en un personaje que no era yo, que los demás habían definido cómo debía ser. Utilizo la palabra «personaje», que viene de «persona», cuya etimología es «máscara». Esa falta de identidad me empezó a causar estragos. Me cuestionaba cómo debía hacer las cosas para no defraudar a los demás. Eso me llevó a tomar una decisión: necesitaba averiguar quién era. Me identifico con la frase de Fritz S. Perls: «No estoy en este mundo para llenar tus expectativas y tú no estás en este mundo para llenar las mías». Entonces un día, por necesidad más que por valor, me dije «basta ya». Tenía que recuperarme a mí misma.
—»Ayer soñé que regresaba a Niadela…». Ese homenaje a la novela de Daphne du Maurier, con el que empieza tu libro, encaja muy bien con ese ambiente fantasmagórico que supone irse a vivir sola en medio de la nada. ¿Por qué ese comienzo emulando a Rebeca?
—El comienzo de Rebeca me parece magistral. Es muy onírico. Habla de un regreso. En mi caso, ese «ayer soñé que regresaba a Niadela…» habla de un regreso a quien soy. En el libro, y la película, ella habla de un regreso al lugar que la hizo. Y esa vuelta es un sueño. El subconsciente, como bien dice Jung, trata de devolverte la imagen de quién eres. El usar ese comienzo en mi obra me ayudaba a volver. Al principio de manera onírica, y luego de manera física, a la persona que yo había sido, y que de alguna forma había dejado de ser por encajar, por gustarle a los demás.
—Hay unos cuantos guiños literarios en su obra. En la versión gráfica la vemos leyendo el Walden de Henry David Thoreau. ¿Cuánto hay de nature writing en su libro? ¿Ha sido algo buscado o ha surgido al confesarte mientras escribías tu obra?
—Ha sido algo absolutamente buscado. Tenía unas premisas ciertas, radicales y concretas, de lo que quería escribir, lo que hacía que fuese extremadamente difícil lograrlo. Tenía muy claro que debía ser un auténtico ejemplo de nature writing, más cercano a Emerson —que para mí es su mejor ejemplo— que a Thoreau. Quería mostrar cómo la apreciación de la naturaleza me transformaba y llegaba a entenderla mejor. En Walden creo que no hay una transformación de Thoreau, sino más bien una afirmación de lo que él siente por la naturaleza. En los ensayos de Emerson sí que ves ese cambio, esa comprensión del mundo que le rodea. Quería que fuese —y creo que ha sido— el primer libro de nature writing puro publicado en España. Este es un género que no tiene que ver con obras sobre la naturaleza o la gente que va a vivir al campo, sino con la transformación que atraviesa el hombre en la naturaleza. En este caso la mujer.
—En su obra hay una búsqueda de redención. Para poder salvarse debía curar una herida profunda. ¿Lo ha logrado?
—Sí. Lo he conseguido. Igual que les ha ocurrido a otros escritores. Estos primeros libros, como también le pasó a Paul Auster, por ejemplo, sirven para lidiar con tus propios fantasmas. En La invención de la soledad él sacó a relucir asuntos familiares que permanecían a oscuras hasta ese momento. La escritura es el mejor proceso psicológico. La palabra es sanadora. Para curarte tienes que poner por escrito lo que sientes. Esta es también una manera de organizar tus pensamientos. Desde que tengo uso de razón, y dinero suficiente (ríe), he probado muchísimas terapias, no te puedes ni imaginar cuántas, para saber qué era lo que me ocurría: psicoanalíticas, cognitivas, Gestalt… La respuesta la encontré en la escritura. Antes de venir a Niadela, escribí La ausencia, que relata mi infancia, la muerte de mi padre y la relación con mi madre. Es una obra que de momento no tengo ninguna intención de publicar, que necesita reescritura —tiene ahora mismo 700 páginas—, y en la que vomité absolutamente todo lo que me había ocurrido y había vivido en mi adolescencia. Lo maravilloso de ese proceso de escritura es que tuve que crear el personaje de mi madre, el de mi padre y también el mío. Me puse en la situación de amigos y parientes, en su piel, y escribí diálogos con personas con las que nunca había hablado sobre ese tema… Eso fue algo difícil y mágico a la vez: comprender a través de tu personaje lo que el otro no ha dicho o no ha hecho. Muy pocas personas dicen lo que hacen o cómo son, porque se buscan máscaras a través del verbo. Yo estudié interpretación en Los Ángeles y en la Escuela de actuación de Corazza en Madrid. Hay un ejercicio fascinante para trabajar con tu ego que se llama el «yo afectado». Tienes que recrear una escena determinada en la que no has dicho, o hecho, lo que te gustaría. Este ejercicio me sirvió para escribir La ausencia y también Niadela. En tanto que aquello que no he dicho me define mucho más que lo que he dicho y lo que he hecho.
—Ese ejercicio sería ideal para nuestros políticos.
—Sí. (Risas). Totalmente. Deberían practicar con el «yo afectado».
—En un pasaje de la obra dice: «Mi madre debía haberme explicado qué es la muerte, pero supongo que no estaba preparada». ¿Por qué nos da tanto miedo hablar de ella?
—Mis dos obras hablan sobre la muerte. En Niadela hay un sueño en el cual me suicido. Entonces reconozco mi propia finitud y me siento preparada para morir. Esto es algo difícil para nosotros —aceptar la muerte—, porque pensamos que somos inmortales. Pensamos que nosotros mismos somos una obra inacabada y por eso hay una continua búsqueda no solamente de la felicidad, sino también de los deseos. Estamos en una continua insatisfacción que nos lleva a creer que disponemos de la eternidad para conseguir la solución al problema. Cuando sientes que tu vida es finita, que vas a morir, te entra la ansiedad y la angustia, porque comprendes que tienes un tiempo limitado para conseguir lo que quieres. Además, solemos cambiar de opinión una vez que hemos conseguido nuestro propósito en la vida; buscamos otro diferente. Es una búsqueda eterna de tu propuesta vital.
—Su madre trabajaba de noche y para poder dormir de día usaba unos tapones. Usted también comenzó a usarlos. ¿Qué descubrió en ese silencio? ¿Fue sanador?
—Los sigo usando. En el budismo hay un concepto sanador que se llama el Gran Silencio. En El silencio: Aproximaciones, David Le Breton crea un concepto de silencio absolutamente brutal, colocándolo en diferentes contextos, etapas vitales, situaciones sociales y circunstancias. Me parece absolutamente necesario, a nivel psicológico y espiritual, tener momentos de silencio, no solamente en nuestro día a día, sino a lo largo de toda nuestra vida. Es uno de los primeros procesos necesarios para llegar a la transformación. Con el silencio te vas a escuchar y vas a saber qué piensas, cómo lo piensas y por qué lo piensas.
—Vamos a la parte más prosaica de su vida en el bosque. ¿Cómo fue ese primer año sin luz eléctrica ni agua caliente a la luz de las velas?
—Hubo momentos muy gratificantes y otros… no voy a utilizar «difícil» porque esa es una palabra que tengo prohibida. Digamos «retadores». Hubo momentos maravillosos, de llorar de felicidad, y otros que fueron un auténtico reto. Lo más complicado fue pasar de vivir en la sociedad, en una ciudad como Madrid, con amigos, con una vida social normal a estar realmente sola. Cuando vivía en Madrid podía requerir un momento de soledad, pero aquí eso era todo el rato. Al principio me costó. Los primeros meses estaba cada dos por tres conduciendo hacia el pueblo: a comprar un tornillo, cosas absurdas… Solo por el hecho de volver a refugiarme en la marabunta de la sociedad. Eso fue pasando. Hubo un proceso transformador y me fui aclimatando a esa incomodidad. De los momentos retadores pasé a los gratificantes. Me sentaba en un árbol muerto en el camino y sin darme cuenta habían transcurrido cinco horas. Empezaba a tener la sensación de pertenecer a algo más grande que yo misma. Que no hubiese luz no fue algo que me molestase. Soy una persona extremadamente curiosa. He llevado a mi familia adelante desde que era una niña porque mi madre se puso a trabajar después de la muerte de mi padre. Aprendí a cuidar de mis hermanos mayores, acepté el rol de cabeza de familia, aun siendo la más joven, y me acostumbré a solventar problemas. Eso me ayudó mucho cuando me encontré con los impedimentos del agua y de la luz; todo eso me suponían retos gratificantes a los que encontrarles una solución. Cuando me di cuenta de que no tenía luz, pensé: «Hasta que estudie un poco de electricidad y sepa de qué va esto, pues voy a sustituir las bombillas con velas«. Luego vino la mayor complicación: ninguna de las chimeneas funcionaba y pasaba un frío brutal en invierno. Revocaban todas; estaban mal construidas. Entonces viene el reto de aprender cómo funcionan las chimeneas y arreglarlas. Todo eso me incentivaba. No lo veía como una incomodidad. Me resultaba gratificante poner solución a esos problemas. Lo que sí que resultó duro fue adaptarme a la soledad y ver cómo iban desapareciendo personas de mi vida.
—En el bosque hay animales, muchos, algunos salvajes, con los que usted comienza una relación, que en algunos casos lleva a una identificación. Como ocurre con esa zorra, a la que unas ocasiones alimenta y en otras espanta a gritos.
—El proceso con la zorra fue muy particular. Creo que ese animal no dejaba de ser una representación de mí misma. Me acostumbré a alimentarla y me gustaba su compañía. Pasó de venir por las noches a estar aquí mañana, tarde y noche, porque yo la alimentaba con un trocito de carne o una carcasa de pollo. Yo le proporcionaba la facilidad de no tener que pelear por su comida. Se pasaba el rato tumbada a la entrada de la puerta. Eso es algo que yo empecé a identificar como un reflejo de mí misma, porque no me gusta nada que las personas dependan de mí. Eso me provoca una asfixia. Me ocurre también al revés. Cuando estoy empezando a depender de alguien, me alejo. Cuando me di cuenta de que la zorra se volvía dependiente de mí, quise echarla. Pensé: vamos a empezar de nuevo, te voy a dar de comer solo de vez en cuando porque no quiero que dependas de mí. Eso es lo maravilloso del nature writing y de estar en la naturaleza; te descubres a ti misma a través de ella.
—En una buena novela, el personaje principal tiene que hacer un viaje del que sale transformado. ¿Cómo ha cambiado usted después de estos en Niadela?
—Absoluta y enteramente. Hace poco tuve que revisar unos correos electrónicos antiguos, del año 2015, para buscar una información, y al leerlos tuve la sensación de que la persona que había escrito esos mails no era yo. Fue algo muy extraño, porque me sentía enajenada en la escritura. En esos textos era muy diligente, muy específica —esa es una característica que siempre he tenido—, con cierto aire de severidad… no me identificaba. Me preguntaba: «¿Quién es esta persona que escribe así?«. Me he transformado en un 99% y hay un 1% en el que sé que tengo que seguir trabajando. Y mejorando también ese 99%, porque sé que es susceptible de más cambios. A pesar de haber hecho el viaje del héroe de Joseph Campbell, y de haber regresado al mundo ordinario con el elixir del conocimiento, creo que, como decía Nietzsche, hay un eterno retorno. Cuando llegué a Niadela sabía que tenía que trabajar con tres grandes defectos que yo tenía, y lo llamé «la filosofía de las tres pes»: mi paciencia, mi practicidad y mi prudencia. Es algo que todavía tengo que pulir, pero creo que me puedo dar alguna palmadita en la espalda, porque he mejorado mucho (risas).
—¿Cuál es su próximo proyecto de escritura? ¿Veremos publicada La ausencia?
—Todavía no estoy preparada para enfrentarme a La ausencia, aunque sé que no soy la misma persona de antes. Debo guardar un poco de distancia para atreverme con esas setecientas páginas. Por ese motivo me he puesto a escribir algo rotundamente opuesto a Niadela, por consejo de Álvaro Colomer, que me recomendó ir al otro extremo, con un estilo y un contenido diferentes. Ahora estoy viviendo la aventura de escribir mi segundo libro, algo que disfruto, pero que también me da dolores de cabeza porque soy asquerosamente perfeccionista. Puedo estar días buscando la palabra que necesitaba.
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