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'Battlestar Galactica': Dioses, clones y whisky - Zenda
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‘Battlestar Galactica’: Dioses, clones y whisky

En 1978, entre Star Trek y Star Wars había dudas sobre si quedaba espacio suficiente para otra franquicia estelar, pero no solo lo había (el universo es muy grande, y el imaginario aún más) sino que fue concretamente el éxito de La guerra de las galaxias (o Episodio IV, o como se lo quiera llamar)...

En 1978, entre Star Trek y Star Wars había dudas sobre si quedaba espacio suficiente para otra franquicia estelar, pero no solo lo había (el universo es muy grande, y el imaginario aún más) sino que fue concretamente el éxito de La guerra de las galaxias (o Episodio IV, o como se lo quiera llamar) lo que dio el impulso definitivo a este proyecto que llevaba rodando por ahí desde los años 60: la historia de un futuro apocalíptico y distópico en el que los robots creados por humanos (cylons) se rebelan, casi aniquilan a sus hacedores, residentes en doce planetas del mismo sistema, y los pocos miles de personas que logran escapar vagan por el espacio en busca de un mítico y legendario decimotercer planeta, llamado Tierra.

La primera encarnación de esta saga duró solamente una temporada, con un pegote de otra media, añadido un par de años más tarde, y siempre dejó a sus seguidores la sensación de que la idea era buena, que daba mucha cancha para el desarrollo de personajes y que se había convertido en una ocasión perdida que algún día alguien debería retomar. Richard Hatch, el actor que interpretó a uno de los personajes principales, el capitán Apollo, fue uno de los más denodados en sus esfuerzos, y cuando una continuación oficial ya estaba en preproducción bajo la batuta de Bryan Singer, aconteció el 11-S. Lo que ocurrió después te sorprenderá.

[Aviso de destripes que ya han ocurrido antes, y volverán a ocurrir después, en todo el texto]

El ataque terrorista contra las Torres Gemelas dio al traste con el proyecto, pero al año siguiente resucitó en una nueva encarnación que ya no iba a ser una continuación sin más, sino una nueva versión desde el principio, que además no solo no iba a ignorar el atentado en favor de una diversión escapista, sino que iba a convertir varios de los temas más candentes del momento en parte de los avatares de la flotilla espacial que huye de los cylons, como último reducto de la raza humana. Entre ellos están el papel de los militares en una sociedad; los recortes de derechos fundamentales en tiempos de crisis; el recurso a la tortura y el ojo por ojo al responder a un ataque no provocado; la especialización de los individuos por empleos; los motivos que tener en cuenta al elegir líderes democráticamente; la relación del poder judicial con el ejecutivo y el legislativo; el nepotismo; la disputa entre hacer la guerra hasta el final o buscar la paz… Todo esto en medio de unas secuencias de acción muy logradas para ser televisión de principios de siglo y algunos toques de dificultosas relaciones personales. Es decir, que al final esta serie resulta uno de los mejores documentos, al menos a nivel creativo y artístico, sobre lo que significaba vivir en la era Bush. El proyecto debutó con mucho tiento en 2003 con una simple miniserie de tres horas en dos episodios, fue un bombazo, y tras ella vino una serie completa de 76 episodios en cuatro temporadas que está entre lo mejor que ha dado la ciencia ficción de todos los tiempos.

Al darse luz verde a los nuevos episodios, el responsable principal del show, Ronald D Moore, redactó un notable documento, la Biblia de la serie, que en 53 páginas expone los fundamentos del proyecto, la historia de fondo de las Doce Colonias, las biografías breves de los principales personajes, las líneas maestras de los guiones aún por escribir y hasta el funcionamiento básico de la principal nave de esa banda de 50.000 humanos que ha quedado viva, la Estrella de Combate «Galactica». En ese documento se dice que «nuestro objetivo es nada menos que la reinvención de las series televisivas de ciencia ficción», rechazando las convenciones de la «space opera llena de histrionismo y heroicidades vacías», y que lo que aquí vamos a hacer va a ser «ciencia ficción naturalista», filmada como si hubiera un reportero con cámara al hombro todo el tiempo, en busca de «verdad fílmica, no imágenes manufacturadas en busca de lo bonito o del factor cool». Además de todo esto, contendría «efectos especiales innovadores, situaciones realistas, personajes creíbles y temas sociales y políticos contemporáneos, sin sacrificar la tensión y emoción dramática», en una serie de arcos argumentales que abarcan la serie completa algunos, otros unos cuantos episodios, y los demás un solo episodio. Por último, «la clave del éxito de esta serie es no dejar escapar nunca el aire del globo: la Estrella de Combate «Galactica» vive en un permanente estado de crisis, con los cylons pudiendo aparecer en cualquier momento, y donde hay bombas terroristas, asesinatos, rebeliones, accidentes, epidemias y la desafortunada rutina de la vida cotidiana. No hay días de descanso, no hay puertos francos ni nada que se aproxime a la tranquila existencia normal que una vez conocieron. Están a la carrera para salvar sus vidas. Esta serie trata sobre una cacería. Pues que empiece la cacería».

Es un documento muy ambicioso, que cita como influencias a Alfred Hitchcock, Canción Triste de Hill Street (Hill Street Blues), El ala oeste o Los Soprano (series estas dos que aún estaban en antena en 2004) y que a veces, por así decirlo, extiende cheques que luego no tiene fondos para pagar. Uno de los elementos citados en él, por ejemplo, es el evitar que las escenas de combates entre naves humanas y cylon queden «encadenadas por la convenciones de las dogfights (peleas de perros) de los aviones de la Segunda Guerra Mundial», pero al final acaban pareciendo exactamente eso, y esto es un topicazo que ninguna saga de batallas espaciales se ha podido quitar de encima: ese mostrar al público una tecnología enormemente superior a la nuestra… que a pesar de todo aún necesita seres casi míticos que disparen a mano, fallen más que acierten, tripulen a gran velocidad al mismo tiempo y sean ases de la aviación en el sentido clásico de nuestro siglo XX. O sea, que nosotros en nuestro mundo ya tenemos drones a distancia, pero resulta que en el futuro habrá que seguir metiéndose en persona en la carlinga del aparato para disparar al enemigo. Además, heredada de la Segunda Guerra Mundial está también la convicción de que hay guerras justas, guerras que hay que luchar, guerras en las que no puedes inhibirte o limitarte a manifestaciones delante de tus parlamentos. Esa lo fue, casi unánimemente y sin discusión, pero ¿cuántas más lo fueron?

Es una serie con varios personajes memorables, desde el Almirante Bill Adama (Edward James Olmos), que a veces es halcón y a veces paloma, hasta la presidenta Laura Roslin (Mary McDonnell), que asciende de repente a jefa de estado cuando al principio era solo ministra de educación y pasa de novata asustada a directora estricta en cero coma: todo el mundo a tener bebés ya, y eso del aborto ya veremos… También está Kara Thrace, alias Starbuck, que en la serie original era un piloto machote y aquí es una piloto machote, que se lo bebe, se lo fuma y se lo folla todo (abundan los alcohólicos más o menos funcionales en esta serie, ya de paso, y en cuatro años de pimplar en casi cada escena no se les ha acabado el whisky todavía). Está el modelo Número Seis (Tricia Helfer), alta, rubia, con cuerpo de modelo de los 90 y conocimiento de cómo usarlo, y con un protagonismo en muchos de los carteles promocionales y portadas de los DVD mayor al que le corresponde al personaje (hay que vender). Está Saul Tigh (Michael Hogan), el segundo de a bordo de Adama, ceñudo y con cara de vinagre, que se pelea con casi cualquiera que se encuentra. Está Galen Tyrol (Aaron Douglas), el jefe de mantenimiento, ídolo por arreglar los cazas y también por haberse ligado Sharon Valerii (Grace Park), una piloto supermona. Y así podríamos seguir un rato.

Uno de los elementos de esta serie que más ha dado que hablar es el espacio dedicado a lo divino, y es aquí donde de verdad rompe con todo lo que se había visto antes. La mayoría de las visiones espaciales y futuristas presentan una humanidad totalmente entregada a la ciencia, que ya ha abandonado lo religioso como mera superstición de tiempos ignorantes, o como mucho se usa como aglutinante político, agresivo y violento contra diversos rivales galácticos (por ejemplo, los klingons de Star Trek). Aquí, por contra, tenemos a una humanidad politeísta, cuyos doce planetas están basados en los nombres de nuestros signos del Zodiaco (Caprica, Tauron, Gemenon, Leonis, etc), cuya leyenda principal habla de la Flecha de Apolo y que contiene varios nombres divinos del panteón griego, como Zeus o Hera. Al mismo tiempo, el creador de la serie original, Glen A Larson, era mormón, y de ahí el Consejo de los Doce y el mítico decimotercer planeta/tribu, que en su iglesia es «Kolob» en vez de «Kobol». Pero lo verdaderamente sorprendente es que los cylons, los cíborgs creados por los hombres, que se han autoperfeccionado tanto que ya son indistinguibles físicamente de los humanos… ¡creen en Dios! Y no en una serie entera de divinidades, como sus padres humanos, sino Un Solo Dios. Son monoteístas, y bastante beligerantes al respecto. Muchos espectadores reaccionaron a todo esto con el morro un tanto torcido, pero la verdad es que tiene bastante sentido, si se piensa un poco. Al fin y al cabo, nada más lógico y analítico para cualquier mente, natural o artificial, que investigar las causas de todo lo que ocurre, y la principal cosa que ocurre es, precisamente, que todo esto está ocurriendo. ¿Por qué hay vida? ¿Por qué hay algo en vez de no haber nada? ¿De dónde hemos salido todos? ¿Para qué estamos aquí? ¿Nos ha puesto alguien aquí? Los creadores humanos de los cylon nunca lo averiguaron, y ellos han llegado a la conclusión, muy lógica, de que, a falta de confirmación empírica, eso de una multiplicidad de diosecillos de la guerra, de la lluvia, de la luz y todo eso no se sostiene, y que la principal hipótesis de trabajo ha de ser la presencia de una sola mente inicial que lo creara todo, o al menos diera el primer chispazo. Al fin y al cabo, esa misma es la base de, por ejemplo, las famosas Cinco Vías de santo Tomás de Aquino para demostrar la existencia de Dios, ya en el siglo XIII.

En fin, esto podía no gustar a algunos espectadores, pero al menos funcionaba internamente en la serie como otro motivo más de conflicto entre humanos y cylons, que podría traducirse en nuestro planeta como «Monoteístas contra Tacha lo de Politeístas y pon Demócratas». Los Malos Violentos contra los Buenos Pacíficos. Pero a medida que la serie llega a su final está esa extraña conversión de la piloto estrella, Starbuck, en… ¿qué exactamente? ¿Un ángel? ¿Alguien que se perdió en la penumbra insondable y volvió más sabio, a lo Gandalf? ¿Un empujoncito de intervención divina cuando sus criaturas andan demasiado «frío frío» en sus búsquedas? En medio de un plan tan meticuloso, Moore decidió dejar un espacio aposta para lo inexplicable, y ese espacio para algunos es lo que le da un sabor especial a esta serie y para otros lo que la acaba arruinando casi tanto como pasó luego con Perdidos. También está el caso de la presidenta Roslin, que tras salvarse de su cáncer de esa manera tan «televisivo-científica» con la sangre de un bebé mixto humano-cylon, dedica el resto de los días que no tendría que haber podido vivir a empaparse de galimatías proféticos y manuscritos sagrados en busca de ayuda del más allá. Por no hablar de Gaius Baltar, la cucaracha que siempre sobrevive, una de cuyas encarnaciones es el de predicador radiofónico por toda la flota, cuyo éxito va creciendo a medida que pasan los años y la Tierra prometida no aparece.

El diseño de los cylons es de interés también. A pesar de ser máquinas creadas por otras máquinas, esas máquinas anteriores fueron creadas por hombres, y su ADN es parte de las nuevas criaturas. Para empezar, todos los cylons son copias de los mismos doce modelos humanos (otra vez el número doce), cuya identidad secreta es uno de los principales misterios que la serie va deshojando, con la inesperada ayuda de Bob Dylan (la semana próxima se lo cuento). Los espectadores aguardaban con intriga el saber quién iba a ser el siguiente personaje de la flota del que se iba a saber que era un cíborg, y que por lo tanto se iba a a ver atacado, odiado y expulsado por sus hasta entonces amigos, compañeros y familiares, casi como esos jóvenes radicalizados hacia el terrorismo que de repente salen en las noticias. ¿Sería el almirante Adama uno de ellos? ¿O su hijo? ¿Alguno de los pilotos? ¿Los mecánicos, los médicos? ¿La mismísima presidenta? Para seguir, los cylons heredaron de nosotros parte de lo peor que tenemos (la desconfianza, el odio, el recurso ignorante al ataque preventivo), pero también lo mejor. De la misma forma que infirieron la existencia de un Dios, también creen en el amor. Lo que pasa es que luego lo estropean considerando a los humanos enemigos del amor, y por tanto dignos de exterminio. En eso sí que salen a nosotros: la comprensión completa del amor se les escapa a veces. Además, el hecho de ser solo doce modelos diferentes no significa que sean una especie de enjambre de insectos con una mente única, sino que hay diferencias y hasta conflictos incluso entre las copias del mismo modelo (las más importantes, por ejemplo, las Número Ocho Sharon y Boomer).

Otro de los temas que merece mencionarse es el del uso de la tecnología. Toda la trama está causada porque el ser humano ha llevado su confianza en la ciencia a tal extremo que no teme crear seres pensantes que puedan ser más poderosos que él mismo. Eso provocará que cuando haya una catástrofe causada por esa misma tecnología, habrá un movimiento pendular que desee volver a lo simple, al trabajo manual, a un primitivo estado natural. De hecho, si la nave «Galactica» se salva es precisamente porque es un vehículo anticuado, que no está conectado en red a todos los demás y al sistema militar centralizado de las colonias. Así fue como los cylons derrotaron a los humanos: jaquearon el sistema (con la ayuda inestimable de Baltar y la Número 6 que se cepillaba) y la contienda acabó antes incluso de empezar. Esta es la razón también de que en la «Galactica» aún se use papel para imprimir (en un curioso diseño octogonal que se repite en vasos, bandejas, marcos de fotos y otros objetos) y que las comunicaciones via mero teléfono móvil interno no sean posibles. Algo que no aparece mencionado en la serie es que hace 40 años ya hubo una primera guerra contra los cylon, pero como eran un modelo aún primitivo, la ganamos por los pelos, y desde entonces todas las colonias recortaron su uso de tecnología al equivalente de un Apple II (ni siquiera un Windows 2003). O sea, que la nave puede saltar a la velocidad de la luz de acá para allá, pero luego las impresoras aún requieren papel especial continuo de ese con pliegues y agujeritos, como en los 80. Uno de los mandamientos para los guionistas era que las máquinas nunca podían resolver cosas por sí mismas a los personajes: pueden medir, analizar datos, registrar lo que sea, pero siempre tiene que haber una mente humana que con esas informaciones cavile la solución. Más allá de la serie, Moore cree realmente que esto se nos está yendo de las manos, y esa es la razón por la que su serie termina con toda la moderna tecnología destruida (esas naves camino del sol), con los treinta y pico mil supervivientes que quedan aceptando vivir solamente del sudor de su frente en un planeta donde lo más avanzado son homínidos cazadores y recolectores, y con unas imágenes documentales reales de lo último en robots creados por humanos (bueno, lo último en 2009, que es cuando acabó la serie). De ahí viene ese refrán que se repite durante la trama de que «todo esto ya ha pasado antes y volverá a ocurrir otra vez». Pero aunque lo de los robots (al menos ahora mismo) tiene pinta de quedar un tanto errado, sí que hay en esta serie un par de semillas centrales bien vistas y proféticas: que esa «conexión universal» de todos con todos es lo que puede llevar a un enemigo exterior a desunirnos y a odiarnos unos a otros, y que nuestro propio hubris (otra vez los griegos) tecnológico es lo que puede destruirnos, quizá no a base de robots inteligentes, pero sí vía plásticos en el ADN, calentamiento global o virus (des)enterrados en el permafrost.

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