Hace dos años participé por primera vez en mi vida en una subasta, no de cuadros ni de muebles sino de libros y documentos y cartas y fotos y aun de objetos que habían pertenecido a escritores, se anunciaba como English Literature and History. Si supe de ella fue porque alguien –aún ignoro quién– me envió las páginas del catálogo correspondientes a varios lotes que habían sido propiedad de un autor muy desconocido, John Gawsworth, que fue rey de Redonda y murió como un mendigo, a quien sin embargo yo había hecho aparecer en una de mis novelas, Todas las almas, de 1989. Cuando lo incluí como personaje sabía tan poco de él que durante años su figura real me fue mucho más pálida que la ficticia de mi recreación, y así, lo veía más como una invención mía equiparable a cualquier otra que como alguien que en verdad había existido entre 1912 y 1970. La posibilidad de hacerme con sus diarios y cartas, sus cuadernos y fotos, hasta su pasaporte y los botones del uniforme de la RAF que llevó durante la Segunda Guerra Mundial, fue tan tentadora como sólo puede serlo para un novelista convertir la ficción en realidad, acostumbrados como estamos a que el recorrido sea más bien a la inversa o a que simplemente no lo haya. De modo que solicité el catálogo entero, y en él descubrí que se subastaban cosas inverosímiles y algunas muy apetecibles, desde una tetera y una cuchara sopera que habían sido del poeta Wordsworth hasta una pitillera que Sir Arthur Conan Doyle le había regalado a un actor con motivo de la representación número mil de una obra teatral titulada Sherlock Holmes. La fecha era 1910, y la inscripción sobre la plata llevaba en consecuencia ambos nombres –»H A Saintsbury from Arthur Conan Doyle / Sherlock Holmes»_, con la letra del primero que acaso fuera asimismo la del segundo, lo cual convertía al objeto casi en la pitillera del personaje, algo de ficción dotado de repentina materialidad. Y así como la tetera y la cuchara no me atraían nada y no habría ofrecido diez peniques por ellas, el sueño tangible del detective se me antojó sobremanera. No hace falta decir que lo considero una de las mayores invenciones de la literatura universal.
Me era imposible trasladarme a Londres, decidí pujar por teléfono. Un amable empleado de la casa Sotheby’s me iba «radioando» lo que acontecía en la sala y me iba comunicando las sumas ofrecidas por los lotes a que yo aspiraba. Por desgracia, salió primero el de Holmes, y yo debía ser prudente en mi puja y reservarme para el material de Gawsworth, de gran interés además para un libro que preparaba. Mi recursos eran sin duda muy limitados y además era un novato. Con todo, me había puesto para la pitillera un límite bastante alto, dado que la estimación previa de Sotheby’s oscilaba entre las £600 y las £800 y yo había decidido llegar, si hacía falta, hasta las £2500. Pero establecen las reglas que los pujadores telefónicos sólo intervengan una vez que los que están presentes hayan dilucidado su vencedor, y para cuando pude decir una palabra el precio ya había rebasado mi tope y estaba en £3000. Creo que fue la frustración de ni siquiera poder estrenarme lo que me empujó a ofrecer más, y entonces, a una velocidad como creía que sólo se daba en el cine, me oí ofreciendo más y más, hasta alcanzar las £4400 y poner en peligro la posterior obtención de los lotes de mi personaje, en provecho del de Conan Doyle. Otro motivo que me impulsó a seguir fue la astuta y persuasiva manera del empleado de Sotheby’s de dirigirse a mí, con un «nosotros» que me hacía sentir muy solidario y temeroso de decepcionarlo. «£4150 contra nosotros, señor», decía, «¿quiere que subamos a £4400?» Y claro, me avergonzaba decirle «No», aunque por fin se lo hube de confesar a la siguiente consulta: «£4600 contra nosotros, señor…». «No, ya no», respondí con enorme disgusto, pese a que jamás he utilizado pitillera para mis cigarrillos.
Un rato después sí me alcé con los lotes de Gawsworth que me interesaban, y eso me sirvió de alivio, pero nada más. Volví a darme cuenta de que pesa más lo que se pierde que lo ganado, y todavía hoy me acuerdo de esa pitillera inútil que no volverá a cruzarse en mi camino.
Pues bien, hace sólo tres días que se ha celebrado la maldita subasta semestral de English Literature and History, cuyo catálogo abro cada mes de julio y diciembre con sobresalto, mezcla de ilusión y pavor. Sé que ya no va a haber nunca nada que me sienta en la «obligación novelística» de comprar, pero en cambio algunos premios literarios recibidos en los dos últimos años han ampliado un poco mis recursos para satisfacer el fetichismo. Como además soy de la creencia de que el dinero inesperado –y el de los premios siempre lo es– hay que gastarlo o regalar a los amigos más necesitados pero nunca guardarlo, no pude evitar fijarme en cuatro tentadores lotes de 1997. Me llevé dos y perdí otros dos, los que más me atraían, o acaso me atraen ahora precisamente porque los perdí. De nuevo tuve la mala suerte de que aparecieran en primer lugar, cuando aún debía mantener cierta prudencia si quería que quedara un resto para pujar por el tercero y el cuarto. Y pese a no ser ya novato, caí otra vez en la sencilla pero eficacísima trampa del «nosotros» del empleado, llamado Richard, a través de quien competía. Lo primero por lo que pujé fue, para mayor desgracia, otro objeto de la ficción: un bastón de narval que al parecer había pertenecido a Herman Melville, con las iniciales «HM» grabadas junto al nombre de «Pittsfield» y la fecha «1850». Fue en Pittsfield, Massachusetts, donde Melville escribió MobyDick, y la publicó en 1951, un año después. Y el narval, según se cuenta en la novela y redescubrí en el catálogo, es un tipo de cetáceo de gran tamaño y longitud, con dos incisivos, uno corto y otro largo que puede alcanzar hasta casi tres metros; una especie de unicornio marino cuyo marfil servía en la antigüedad, para mayores ventajas, como excelente antídoto contra el veneno, algo de suma utilidad en un país como España. Mi segunda puja fue por una fotografía de Robert Louis Stevenson firmada y dedicada por él a «Cummy» o Alison Cunningham, su niñera desde los dieciocho meses, su «segunda madre», como él la llamó, a quien dedicó su libro A Child’s Garden of Verses y sobre la que yo había leído en varias biografías.
Estaba preparado, después de lo ocurrido dos años atrás, para ser aún más ciego y seguir pujando hasta obtener esos dos objetos. Pero ambos superaron demasiado pronto la nefasta suma de £4000, y eso llegué a ofrecer en uno y otro caso, hasta que un resto de cordura o de estúpido conservadurismo, pero sobre todo –me temo– un pensamiento utilitario, me obligaron a detenerme para decepción de Richard y de «nosotros». De la misma necia manera en que se me ocurrió pensar que yo no usaba pitillera, se me cruzó la idea de que tampoco uso bastón ni pienso utilizarlo hasta que me lo imponga la edad (detesto a quienes lo llevan tan sólo por hacerse los interesantes). Y también pensé, como un bobo, que no había visto la foto de Stevenson y que podía tratarse de alguna que ya conociera y tuviera espléndidamente reproducida en cualquiera de los muchos libros que poseo sobre él. Me paré y perdí. Y me paré y perdí.
Lo que gané más tarde no me satisfizo, pese a no ser desdeñable: una pitillera del actor Robert Donat, protagonista de Los 39 escalones de Hitchcock y que ni siquiera es seguro que fumara, al ser asmático; y una carta autógrafa de Joseph Conrad, otro de mis autores preferidos y a quien traduje una vez (como a Stevenson), en la que se quejaba de un tal Davis de que un tal Pinker hubiera dejado ver a un editor un manuscrito suyo inacabado, tal vez el de su novela Victory. Puede que cuando reciba ambas adquisiciones esté más contento.
Hay cosas en las que no se puede mezclar la utilidad: lo echa todo a perder, resulta incompatible con la arbitrariedad y el capricho que a todos nos asaltan de vez en cuando según nuestras posibilidades. Creo que debo darme de baja en la suscripción de estos catálogos envenenados para los que no hay narval que valga o bien abandonar para siempre mis izquierdistas escrúpulos utilitarios. Sobre todo si la ficción anda por medio, que casi nunca es inútil pero desde luego no es jamás utilitaria. Por culpa de esos escrúpulos, no sé si se dan cuenta, he perdido dos «intangibles» que milagrosamente se habían hecho tangibles y que no aparecerán más, la cosa reviste gravedad. Y lo que es peor, se trataba de intangibles ficticios hasta para la ficción; o más claramente, irrealidades de la ficción; o, si se prefiere, sueños dentro del sueño, a saber: una pitillera de Sherlock Holmes, famoso por fumar en pipa, y el bastón de la ballena Moby-Dick, que como el mundo sabe, lo único cilíndrico que llevó jamás fue el arpón del capitán Ahab, a quien había arrancado una pierna años atrás. y bien mirado, él, Ahab, quizá sí habría utilizado ese bastón.
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Texto de Javier Marías publicado en 1997 e incluido en Literatura y fantasma (Alfaguara, 2001; DeBolsillo, 2009).
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